AMLO, la DEA y la guerra contra el narcotráfico en México

El presidente mexicano y la DEA se han enzarzado en una acalorada guerra de declaraciones tras las revelaciones de operaciones encubiertas en suelo mexicano. Al mismo tiempo, una extensa red de corrupción se está destapando dentro de la agencia.

En una conferencia de prensa conjunta con la Administración para el Control de Drogas (DEA) el 14 de abril, el Departamento de Justicia anunció que estaba levantando cargos contra veintiocho miembros de la cúpula del cártel de Sinaloa, entre ellos tres hijos del exlíder del cártel, Joaquín «El Chapo» Guzmán. «Hoy, el Departamento de Justicia anuncia importantes medidas contra la mayor, más violenta y más prolífica operación de tráfico de fentanilo del mundo, dirigida por el cártel de Sinaloa y alimentada por empresas químicas y farmacéuticas chinas», anunció el fiscal general Merrick Garland.

Por su parte, la directora de la DEA, Anne Milgram, pintó un cuadro escabroso de un cártel de Sinaloa «más despiadado, más violento, más mortífero» bajo los llamados Chapitos, uno cuya operación global de fentanilo se irradia desde México a Asia y América Central, controlando cada etapa del proceso de producción y realizando actos gratuitos de violencia sobre los enemigos, incluyendo electrocuciones, ahogamiento simulado y alimentarlos vivos con tigres. De ahí que, en el transcurso de un año y medio, la agencia se infiltrara «proactivamente» en el cártel, «obtuviera un acceso sin precedentes a los niveles más altos de la organización y los siguiera por todo el mundo».

«Basta de simulaciones»

Por un lado, la grandilocuente exposición de Milgram, hecha para Netflix, era curiosa, ya que socavaba muy públicamente la propia estrategia de capo de la agencia de intentar desmantelar organizaciones criminales cargándose a los principales líderes. ¿De qué sirve dedicar tanta energía a capturar a El Chapo si el cártel de Sinaloa es aún más violento y está mejor conectado bajo el mando de Los Chapitos? ¿Y de qué sirve ir tras ellos si sus sucesores serán aún peores? Y así sucesivamente hacia un futuro infinito de violencia, enormes presupuestos de seguridad y beneficios garantizados para los fabricantes de armas.

Pero, por otro lado, la presentación sirvió para tres propósitos claros. En primer lugar, trasladó la culpa de la epidemia de fentanilo a un enemigo extranjero fácil de identificar (como ha concluido incluso el conservador Instituto Cato, el fentanilo es contrabandeado en su inmensa mayoría por ciudadanos estadounidenses y para ciudadanos estadounidenses). En segundo lugar, implicó convenientemente a China, el enemigo de turno de Estados Unidos, identificándola con los macabros excesos del crimen organizado y las muertes espantosas. Y en tercer lugar, trató de justificar la incursión clandestina de dieciocho meses de la agencia en territorio mexicano, llevada a cabo en flagrante violación de la Ley de Seguridad Nacional de 2020, que limita significativamente las acciones de las agencias de inteligencia extranjeras en suelo mexicano.

No es que el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador se lo creyera. En su conferencia de prensa matutina del lunes siguiente arremetió contra la operación, calificándola de «intromisión abusiva y prepotente que no debe aceptarse de ninguna manera». Y continuó:

¿Cómo vamos a confiar ciegamente en los agentes de la DEA cuando está demostrado que muchos de ellos (…) mantienen o mantuvieron vínculos con el crimen organizado? Como lo que pasó con el exjefe de la DEA en México [Nicholas Palmieri], que se descubrió que tenía relaciones con representantes de los cárteles de la droga y de repente lo destituyeron y nadie supo más de él. O el caso de [el ex secretario de Seguridad Pública, Genaro] García Luna, donde solo definieron un ámbito limitado [de acción] (…) como si no tuviera ningún vínculo con organismos internacionales, con el gobierno de Estados Unidos y con el gobierno de México (…). Basta de simulaciones.

Dos días después, como si se hubiera programado para corroborar los comentarios de AMLO, la Associated Press (AP) informó que el director de la DEA, Milgram, estaba siendo investigado por un organismo federal de control por presuntamente otorgar millones en contratos sin licitación a por lo menos una docena de amigos y antiguos asociados a «costos muy superiores a los pagados a funcionarios del gobierno».

Entre ellos, un contrato de casi 400 000 dólares para el expolicía y compinche de Nueva Jersey José Cordero, 4,7 millones de dólares por servicios administrativos a un contratista conocido como Clearing —incluidas facturas de 257 dólares la hora para una antigua asociada de Milgram, Lena Hackett— y 1,4 millones de dólares pagados al bufete de abogados y grupos de presión WilmerHale por una revisión externa ampliamente criticada de las desastrosas operaciones de la agencia en el extranjero que pasó por alto una serie de escándalos de corrupción de alto nivel (se trataba de la misma empresa, estrechamente vinculada tanto a la familia Trump como a la industria de los combustibles fósiles, de la que emanó el actual embajador de Estados Unidos en México, Ken Salazar).

El 27 de abril, en una comparecencia ante el Comité de Asignaciones de la Cámara de Representantes, Milgram se negó a responder preguntas sobre la investigación de los contratos sin licitación. Sin embargo, encontró mucho tiempo para sermonear al gobierno de AMLO —«Queremos que los mexicanos trabajen con nosotros y queremos que hagan más»—, así como para lanzar una amenaza velada («Iremos a donde nos lleven las pruebas y los hechos»).

Team America

El informe de WilmerHale no es el único que blanquea las irregularidades de la DEA: la cobertura en la prensa estadounidense ha sido irregular, y en los medios mexicanos, prácticamente inexistente. Esto incluye el caso del exjefe en México Nicholas Palmieri, transferido y luego autorizado a renunciar por su relación social con el abogado de Miami David Macey, quien ha representado a prominentes acusados en el mundo de las drogas como el colombiano Diego Marín. Aunque Palmieri dejó la agencia en 2022, el secreto del asunto no fue desvelado por la AP hasta enero de este año.

O el caso del agente John Costanzo, Jr, acusado de facilitar información sensible al intermediario y exagente Manny Recio, que a su vez estaba al servicio de —sí— abogados defensores de Miami. O el caso del agente Chad Scott, el «demonio blanco» condenado a trece años por «robar dinero a sospechosos, falsificar registros gubernamentales y cometer perjurio durante un juicio federal». O el caso del agente Nathan Koen, condenado a once años por miles de dólares en sobornos del narcotraficante californiano Francisco González Benítez. O el caso del agente Fernando Gómez, condenado a cuatro años por ayudar a una red de narcotraficantes a evitar ser detectados por las fuerzas de seguridad.

O el caso destacado del agente José Irizarry, condenado a doce años por dirigir una amplia operación de blanqueo de dinero que incluía, según él, a agentes federales, fiscales, informadores y contrabandistas de los cárteles, todos ellos parte de

un viaje de placer por tres continentes conocido como «Team America», que elegía las ciudades para recoger el dinero blanqueado sobre todo por motivos de fiesta o para que coincidieran con partidos de fútbol del Real Madrid o de tenis de Rafael Nadal. Eso incluía paradas en salas VIP de locales de striptease caribeños, en el barrio rojo de Ámsterdam y a bordo de un yate colombiano que zarpó con abundante alcohol y más de una docena de prostitutas.

¿Y quién, según Irizarry, le enseñó las herramientas del oficio? El mismísimo Rey del Contrabando, Diego Marín, defendido por el amigo de Nicholas Palmieri en Miami, David Macey. Así se cierra el círculo.

Una medicina más fuerte

La guerra contra las drogas, según Irizarry, era «un juego muy divertido que estábamos jugando». Pero también, y fundamentalmente, uno inútil. «No se puede ganar una guerra que no se puede ganar», añadió en una entrevista. «La DEA lo sabe y los agentes también». Y el resultado final de la cobertura desequilibrada en ambos países de esta prolongada cadena de escándalos es perpetuar la impresión de que la corrupción y la connivencia relacionadas con las drogas solo se encuentran en el lado mexicano de la frontera. Una muy conveniente, entre otras, para un Partido Republicano y una campaña de Trump que ya están armando planes de batalla literales contra México si son reelegidos.

En la semana siguiente a la audiencia del Comité de Asignaciones de la Cámara de Representantes, AMLO retomó el tema de la política exterior de Estados Unidos y su aparato de inteligencia. En su conferencia de prensa del 3 de mayo, dijo:

En el gobierno de Estados Unidos, esté quien esté en el poder en términos de partidos, hay ciertas políticas que se vienen aplicando desde hace mucho tiempo que son muy intervencionistas. Esto no es nada nuevo (…). [Desde la época de la Doctrina Monroe], Estados Unidos ha protegido su llamado espacio vital, que es el continente americano. Y aquí, en nuestro continente, eran los amos de la tierra y del mar. El ejército y la marina estadounidenses realizaron desembarcos, invadieron países, crearon nuevos países, estados asociados, enclaves, instalaron y quitaron presidentes a su antojo, y esta vieja política, lamentablemente, la siguen manteniendo.

Al día siguiente, tras referirse al escándalo Milgram, se centró en las agencias de inteligencia estadounidenses en general: «No son eficaces, no actúan de acuerdo con la verdad, hay mucha deshonestidad y corrupción (…) ¿Por qué no investigan en profundidad las causas [de la drogadicción]? Se puede hacer desaparecer el fentanilo, ¿y luego qué? ¿No se puede crear otra droga? ¿Si hay consumo, si hay demanda?».

Todo esto está muy bien: un uso sostenido del púlpito intimidatorio en formas nunca vistas en la presidencia mexicana desde hace décadas. Pero cabe destacar que, frente a las operaciones de la DEA, AMLO se negó a tomar medidas directas contra la agencia, lo que podría implicar la expulsión de sus agentes, el bloqueo de la cooperación o, al menos, la presentación de una nota diplomática de protesta (como lo hizo, por ejemplo, en el caso de la financiación de la administración Biden de las organizaciones de oposición en México a través de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional [USAID] y la Fundación Nacional para la Democracia [NED]).

Existe el peligro, por tanto, de que estas críticas se queden en el ámbito de lo puramente retórico, parte de una maquinaria matutina de conferencias de prensa que ha llevado a AMLO a la lista de los diez más destacados en todo el mundo hispano, un desahogo que refuerza en lugar de desafiar el statu-quo.

Aunque cambiar el debate es un primer paso necesario, no puede ser un fin en sí mismo. Frente a una larga e inquebrantable historia de intervencionismo estadounidense, de intromisión abierta y encubierta y de corrupción y connivencia que ha quedado al descubierto en los últimos años, AMLO —o probablemente su sucesor— podría descubrir muy pronto que se necesita una medicina más fuerte.

Tomado de jacobinlat.com

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