Autoritarismo y capitalismo mafioso: La experiencia rusa

31 enero 2023

 

El modelo de «socialismo realmente existente» se construyó sobre el andamiaje de un sistema político autoritario y totalitario. A él se refirió sabiamente Rosa Luxemburgo en su texto «La Revolución Rusa»:

«(…) Sin elecciones generales, sin una irrestricta libertad de prensa y de reunión, sin un debate libre, la vida muere en toda institución pública, se convierte en una mera apariencia de vida, y solo la burocracia permanece como elemento activo. La vida pública se adormece gradualmente, y el Gobierno queda en manos de unas pocas docenas de líderes de partido que poseen una energía inagotable y una experiencia ilimitada.

En realidad, no dirigen esas docenas de líderes, sino que lo hacen unos cuantos cabecillas, y de vez en cuando se invita a una élite de la clase obrera a las reuniones, para que aplaudan los discursos de los dirigentes y aprueben unánimemente las mociones propuestas. En el fondo, pues, se trata de un asunto de camarillas. Es una dictadura, pero no la dictadura del proletariado, sino la de un puñado de políticos, es decir, una dictadura en el sentido burgués, en el sentido de los jacobinos».

La historia política del socialismo real es la historia del poder de esas camarillas en detrimento de una verdadera democracia popular. Ese modelo político impuesto en la Rusia bolchevique se consolidó en la Unión Soviética bajo la égida de Stalin y posteriormente se adoptó —en esencia— por todos los países que, tras la Segunda Guerra Mundial, se auto-catalogaron socialistas, bien por la imposición de las armas del Ejército Rojo o por revoluciones propias.

La transformación económica para supuestamente alcanzar el socialismo sin haber desarrollado plenamente el capitalismo, también se llevó a cabo por la imposición de un poder incuestionado. Este decidía autoritariamente las formas expeditas a través de las cuales se lograría la socialización acelerada de los medios de producción, expropiando y confiscando la propiedad privada en el caso de la industria, el comercio y la gran propiedad de la tierra, y forzando en algunos casos, presionando ideológicamente en otros, a los pequeños campesinos a formar cooperativas agropecuarias.

Ello permitió el establecimiento de un sistema de planificación centralizada que reemplazó al mercado en la asignación de factores productivos y precisamente por ello dejó de considerar la demanda, y al someter la oferta a los planes de producción y los precios a decisiones burocráticas, terminó siendo en realidad un mecanismo de administración centralizada de la economía, más que de planificación.

La estatización y la colectivización no aseguraron una verdadera socialización de la propiedad sobre los medios de producción, debido a que los trabajadores de las empresas estatales y los cooperativistas no ejercían en verdad su condición de propietarios.

No podían fiscalizar de forma directa la gestión de su supuesta propiedad; no tenían la capacidad real de planificar, por el carácter directivo y centralizado de esta actividad; no decidían la política inversionista, ni los salarios, ni los precios; ni la política de contratación laboral y, salvo una representación formal de la dirigencia sindical que en realidad respondía a la línea del Partido, tampoco tenían influencia en las decisiones de los consejos de dirección o administración de las empresas.

En cambio, la burocracia a todos los niveles dispuso de esa propiedad como si fuera privada o de grupo, sin asumir los riesgos que asumen los empresarios cuando invierten su propio capital. Adicionalmente, ha disfrutado de forma privada de una serie de beneficios relacionados con su posición en la escala de poder y, al decir de Milovan Djilas, se convirtió en una «nueva clase» que «no llegó al poder para completar un nuevo orden económico, sino para establecer el suyo propio, y, al hacer eso, imponer su poder a la sociedad».

 

autoritarismo

 

Milovan Djilas

En consecuencia, en el «socialismo real» la propiedad social no se realizó como tal, y la supuesta democracia popular no fue otra cosa que un régimen autoritario vertical, con un centro de poder incuestionado y totalitario y un sistema de asambleas o consejos que ratificaban unánimemente, o por inmensa mayoría, lo decidido por el centro. En tal sentido, la deformación respecto al ideal se produjo desde los orígenes, aunque luego se consolidó.

Tras la necesidad de «defender al socialismo» se crearon en realidad los mecanismos para asegurar la perpetuación de la clase burocrática, convertida en «clase en sí y para sí»; la defensa de la propiedad social se trocó en defensa de su utilización por parte de la burocracia, como si fuera privada o de grupo, y cada vez más la propaganda se alejó de la realidad.

Sin embargo, en la medida que la «satisfacción creciente de las necesidades», formulada cual ley económica fundamental del socialismo, se alejaba de la cotidianidad de los ciudadanos, se deterioraba entre gran parte de la sociedad la credibilidad en el socialismo como sistema capaz de producir bienestar.

Ello, sin dudas se debe a que el sistema nació deformado, impuesto como opción política sin que existieran las condiciones económicas y sociales objetivas para asegurar una transición exitosa desde el capitalismo. A eso debe añadirse que en varios países capitalistas desarrollados se produjeron transformaciones económicas y sociales que conllevaron un mejoramiento sustancial del nivel de vida.

En tiempos de la Perestroika, la Glasnost y la democratización, en el fragor de la lucha política desatada entre las facciones reformista y conservadora dentro del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), la última acusaba a la primera de pretender la «finlandización» de la sociedad soviética. De haber ocurrido, ello habría sido un gran avance, no solo desde el punto de vista económico, sino también político y social.

En cambio la sociedad soviética, que históricamente había vivido bajo un régimen autoritario, no fue capaz de lograr una transición hacia la democracia. Los cambios institucionales promovidos por Gorbachov no vencieron al autoritarismo porque fueron impuestos con los métodos autoritarios tradicionales. Al desaparecer la URSS, Rusia y la mayor parte de las repúblicas herederas mantuvieron el autoritarismo como mecanismo de toma de decisiones.

 

 

La transición hacia el capitalismo mafioso

Si bien es cierto que durante los años noventa, se respiraron en Rusia ciertos grados de libertad, proliferaron diversos partidos políticos y hubo elecciones relativamente libres en los diversos niveles de la administración del Estado; la debacle económica por el derrumbe del viejo sistema de administración centralizada sin que el país estuviera preparado para uno nuevo basado en un mercado transparente y con reglas claras, llevó a que muchas personas asociaran esa escasa e imperfecta democracia con el derrumbe de la economía y el empeoramiento del nivel de vida.

Según datos del Fondo Monetario Internacional (FMI), el comportamiento del Producto Interno Bruto (PIB) de Rusia en 1993 fue de -8,7%, y en 1994 de -12,7%. En el período 1993-1999 se contrajo a un ritmo promedio anual de -4,0%.1 La inflación promedio anual para ese mismo período fue de 141,2%, con años críticos en 1992 (874,3%), 1993 (307,5%) y 1994 (197,3%). Se desplomó la inversión durante cuatro años consecutivos (entre 1990 y 1994) y el desempleo creció sostenidamente desde 5,2% en 1992 a 13,0% en 1999.

Bajo el gobierno de Borís Yeltsin, no se planteó en Rusia una transición desde una economía centralmente dirigida a una de mercado que conservara los beneficios sociales alcanzados por la sociedad soviética, sino una transición rápida al capitalismo que favoreció abiertamente a ciertos grupos económicos surgidos de las ruinas de la Perestroika.

En ellos participaron antiguos dirigentes del PCUS y del Estado, miembros del Comité Estatal de Seguridad (KGB), de la policía, directores de empresas estatales, y criminales que durante la etapa soviética acumularon inmensas cantidades de dinero provenientes de diversas actividades ilegales, incluso tráfico de drogas, y que en tiempos del derrumbe del sistema político contaron con el apoyo y protección, a cambio de sobornos, de la policía y la seguridad del Estado.

Estos grupos fueron los grandes beneficiarios del proceso de privatización ocurrido en los noventa del siglo pasado. El carácter mafioso de los mismos pudo acomodarse bien a las prácticas del KGB desde tiempos de Stalin, que con métodos mafiosos pretendían enfrentar la contrarrevolución, y terminaron haciéndola.

El sistema establecido por personajes como Genrij Yágoda, Nikolai Yezhov y Lavrenti Beria, permeó negativamente la práctica de las instituciones de seguridad soviéticas que, más que proteger la seguridad del país de enemigos externos, se dedicó a proteger al liderazgo estalinista y su grupo de poder de la oposición interna y de la aparición paulatina de la disidencia política. Tras el fin del estalinismo, el KGB debió someterse a las estructuras partidistas, pero también continuó actuando con cierto grado de libertad en lo que atañe a la persecución de la disidencia política.

¿Cómo ocurrió la privatización en Rusia durante los noventa?

En los últimos años de la Perestroika, varios funcionarios del Partido, del Komsomol y del Estado a diversos niveles, se apropiaron ilegalmente de empresas ante el colapso de las estructuras del Estado soviético, o se quedaron con el dinero de la venta de activos de dichas organizaciones. Así, en el momento en que se decretó la privatización generalizada de las empresas estatales, ya existía un sector de funcionarios del Estado y el Partido, junto a quienes se habían dedicado a actividades delictivas, que tenían recursos provenientes de una «acumulación originaria» con base en la corrupción y el latrocinio.

Para la privatización, decretada en 1992, se aplicó el sistema de otorgar a cada ciudadano un bono de 10.000 rublos, con el que podría adquirir acciones de las empresas privatizadas u operar en el mercado secundario de valores vendiendo dichos bonos para adquirir bienes y servicios imprescindibles. En realidad, muchos ciudadanos sencillos vendieron sus bonos para obtener dinero en efectivo con el que obtener bienes y servicios imprescindibles y los compradores fueron sociedades de inversión o nacientes capitalistas que disponían de recursos «originarios» y estaban en condiciones de conseguir el control de empresas del Estado con importancia estratégica.

A tenor con ello, empresas mineras, petroleras, metal-mecánicas, de aviación y otras, pasaron a pocas manos; sobre todo después que el viceprimer ministro y ministro de Privatización, Anatoli Chubáis, otorgara garantías a los directores de empresas del Estado, con la anuencia de Yeltsin, para aplicar de forma flexible la legislación sobre privatizaciones, de forma que pudieran controlar el proceso y alcanzar cuotas mayores de participación y control en las empresas privatizadas.

autoritarismoAnatoly Chubáis (Foto: Forbes)

Así y todo, durante la primera etapa del proceso de privatizaciones no se logró recaudar suficientes recursos. Entre tanto, se deterioraba sustancialmente el nivel de vida de buena parte de la población rusa, en especial de los pensionados.

En las elecciones de 1996 Yeltsin anunció la intención de buscar la reelección, pero esa posibilidad era amenazada por la candidatura de Guennadi Ziugánov, máximo dirigente del nuevo Partido Comunista de la Federación Rusa. Esto llevó al presidente en ejercicio a pactar con los oligarcas el apoyo económico y propagandístico a cambio de ventajas en la adquisición de bienes del Estado.

Yeltsin se impuso en la segunda vuelta a Ziugánov, y empresarios como Borís Berezovski, Vladimir Gussinsky y Mijaíl Chernoi —rivales por el control del pastel empresarial que se feriaba a precios de ganga—, se aliaron para compartir el control de la mayor parte de las empresas estatales vendidas en aquella época. En breve tiempo, los oligarcas adquirieron empresas industriales y de servicios estratégicas, bancos y medios de comunicación.

Lo anterior fue posible precisamente por la existencia de una democracia débil, permeada por la tradición de autoritarismo, que permitiera la colusión entre los nuevos grupos económicos y las estructuras del poder estatal. Esto se facilitó por las ambiciones y características personales de Yeltsin, unidas al apoyo de los círculos de poder del capitalismo mundial, dispuestos a aceptar cualquier tipo de transición al capitalismo en Rusia, no importa si reproducía relaciones mafiosas.

Las mafias empresariales intervenían sistemáticamente en política, presionaban a ministros, accedían a puestos decisivos en la administración del Estado e incluso en los órganos de seguridad, y todo ello cuando el país entraba en bancarrota económica a fines de la década, mientras los oligarcas incrementaban notablemente su patrimonio aprovechando las relaciones corruptas con el poder del Estado. En esas circunstancias, Rusia entró en cese de pagos de su deuda en 1998 y la economía entró en una nueva crisis.

El «putinismo» y la transformación del capitalismo ruso

El ascenso de Vladimir Putin al poder a partir del año 2000, ha significado una nueva etapa en el desarrollo del capitalismo mafioso ruso. A diferencia de la etapa anterior, se aplicó un férreo control a la actividad de los oligarcas a cambio de fortalecer la posición política y económica del Estado, y permitir la actividad económica privada siempre que responda a los intereses del centro de poder. Algo muy parecido caracterizó la relación entre el régimen nazi y los grandes capitanes de la industria alemana en los años treinta y cuarenta del siglo XX.

Putin entró en cintura a los oligarcas de la época de Yeltsin, debido a que muchos de ellos aspiraron a acceder al poder político para utilizarlo en función de intereses personales y de grupo. Sin embargo, ha permitido la aparición de una nueva oligarquía, que se desarrolla a la sombra de su poder sin cuestionarlo.

Entre 2000 y 2021, la economía rusa creció a un ritmo promedio anual de 3,5%, que sin ser espectacular ha remontado la debacle de la última década del siglo XX. El PIB per cápita, a precios constantes de 2015, pasó de 5.331 dólares estadounidenses en 2000 a 10.217 en 2021. La inflación bajó, de dos dígitos al comienzo de la década, a solo uno en 2021; aunque volvió a alcanzar dos dígitos en 2022 (13,8%). El pasado año, debido a la agresión a Ucrania y las sanciones económicas de Estados Unidos y los países de la Unión Europa, la variación del PIB fue de -3,4%.

La guerra contra Ucrania ha demostrado las debilidades de Rusia en sus aspiraciones de recuperar una posición de gran potencia. La imposibilidad de ganar una guerra relámpago, los reveses en el campo de batalla y el impacto de las sanciones económicas, evidencian las debilidades estructurales de su economía, altamente dependiente de la exportación de materias primas, estratégicas pero materias primas al fin, y de las importaciones de tecnología.

Incluso, siendo potencia militar de primer orden, ha debido importar tecnología militar de Irán. Todo ello pone en entredicho las aspiraciones de Putin de lograr una posición como potencia geopolítica, pues carece del poderío económico para sostener tal pretensión. Con ello Rusia reproduce un escenario parecido al que definió su posición internacional en los años previos a la Primera Guerra Mundial.

El escenario de la Rusia actual es el de un país con instituciones democráticas formales, supuesta pluralidad de partidos políticos y «elecciones» regulares en las que el poder logra reproducir su dominio con mayorías parecidas a las de la época soviética, pero en el que se persigue a la oposición real al nuevo autócrata.

Los principales opositores políticos de Putin son asesinados y sus muertes jamás esclarecidas, así ocurrió con Anna Politovskaya y Borís Nemtsov; o se les intenta asesinar, como el caso de Alexey Navalny, y al no lograrlo, lo sometieron a procesos judiciales viciados y condenas excesivas, con evidente violación de sus derechos ciudadanos. Tal situación demuestra prácticas mafiosas con la connivencia de tribunales y organismos de la seguridad del Estado.

autoritarismoAlexei Navalny (Foto: Yuri Kozyrev / Noor / Redux)

Desde el punto de vista económico, Rusia es un país capitalista con altos niveles de desigualdad social, que hasta el estallido de la guerra permitió el desarrollo no solo de los multimillonarios asociados al poder, sino de una pujante clase media y profesional que solía aceptar el autoritarismo y la falta de libertades políticas a cambio de un relativo bienestar económico.

¿Resulta deseable el «modelo» ruso para Cuba?

En Rusia se ha producido una transición del socialismo burocrático a un capitalismo mafioso, y de este a una especie de «capitalismo neopatrimonial», para utilizar la definición de Christopher Claphan que a su vez se basó en el término «patrimonialismo» de Max Weber y el «neopatrimonialismo» de Shmuel Eisenstadt, y que sugiere considerar el politólogo cubano Armando Chaguaceda al caracterizar el sistema político y económico ruso y la posible copia que algunos podrían intentar en el caso cubano.

Dicho sistema combina las estructuras políticas típicas del autoritarismo y la autocracia con el acceso ventajoso de los grupos económicos asociados al poder político, y gozan del apoyo de este siempre que no lo reten o pretendan acceder a él.

Un sistema parecido caracteriza la evolución de la mayor parte de las repúblicas ex soviéticas, quizás con la excepción de las bálticas que se incorporaron a la Unión Europea y asumieron sus exigencias en materia política e institucional, además de económica.

Ello fue posible debido a un contexto internacional favorable, pues las grandes potencias capitalistas estaban más interesadas en el derrumbe del supuesto socialismo en esos países, que en asegurar su transición real a la democracia y a economías de mercado con justicia social. Para derrotar al sistema que se les oponía en la Guerra Fría, dio igual cuál sistema lo heredara, siempre que se basara en las reglas del capitalismo y la economía de mercado. Luego fue demasiado tarde.

¿Es este el modelo que debe tomar el proceso de cambios estructurales en Cuba? Para algunos la respuesta podría ser afirmativa, siempre que garantice la «tranquilidad» y un relativo bienestar económico. A fin de cuentas, sistemas parecidos existen en la actualidad en países como Nicaragua y Venezuela, aunque el bienestar allí es cuestionable y la tranquilidad es la que impone la represión.

No obstante, en Cuba se agotaron los tiempos para transitar a una reforma económica en el marco de instituciones autoritarias. A diferencia de Rusia, la Isla no ha tenido una experiencia democrática reciente a la que vincular con el desastre económico, sino que este se vincula precisamente al sistema autoritario vigente, que sigue coartando libertades, persiguiendo la disidencia y reprimiendo las voces críticas, incluso las que oponen al actual estado de cosas una opción socialista diferente. Además, resulta incapaz de producir una reforma económica que permita la recuperación del crecimiento y contribuya al mejoramiento del bienestar.

Los cambios económicos necesarios en la Isla son de un inmenso calado y naturaleza estructural, pero no tendrán los efectos positivos deseados de potenciar crecimiento y desarrollo con justicia social, si no se impulsan desde instituciones y políticas democráticas. En consecuencia, Rusia no es un modelo deseable para Cuba si el objetivo fundamental es iniciar una senda de desarrollo económico y social en condiciones de democracia política real, y no conservar el autoritarismo a toda costa.

***

1. Cálculos del autor con base a estadísticas del FMI.

 

 

Economista cubano. Doctor en Economía Internacional y Desarrollo. Profesor Titular e Investigador de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali, Colombia.

 

Fuente: LA JOVEN CUBA

 

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