Doscientos años después de su nacimiento, Alfred Russel Wallace sigue siendo considerado el naturalista perdedor: el británico autodidacta formuló la teoría de la evolución mediante la selección natural independientemente de Charles Darwin, a pesar de contar con pocas de las ventajas sociales y financieras de éste. Alfred Russel Wallace fue un científico visionario por derecho propio, un explorador audaz y un socialista apasionado. En conmemoración publicamos un artículo de Andrew Berry en Nature.

Alfred Russel Wallace

El radical apasionado de la evolución

Con demasiada frecuencia se recuerda a Alfred Russel Wallace como poco más que el revulsivo de Charles Darwin. La demora de Darwin en publicar sus ideas sobre la evolución por selección natural terminó con la llegada desde Indonesia de un manuscrito de Wallace que esbozaba la misma idea. El 1 de julio de 1858 se leyeron en la Linnean Society las ponencias de ambos 1/. Al año siguiente, Darwin publicó El origen de las especies, que dio a conocer la teoría.

El mejor momento de Wallace le condenó a ser para siempre el Watson frente al Holmes de Darwin. Característicamente, Wallace promovió activamente esta percepción. Tituló Darwinismo a su principal libro sobre la evolución de 1889 y, en el acto celebrado en 1908 con motivo del 50 aniversario de la lectura conjunta, restó importancia a su contribución: “Yo era entonces (como a menudo desde entonces) el ‘joven con prisa´: él [Darwin] el estudiante meticuloso y paciente, que buscaba siempre la demostración completa de la verdad que había descubierto, más que alcanzar una fama personal inmediata“.

La calificación de Wallace como un asistente de segundo orden es injusta. Fue un científico visionario por derecho propio, un explorador audaz y un socialista apasionado. Las conferencias y exposiciones de este año, en el que se cumple un siglo de su muerte en 1913, brindan una excelente oportunidad para revalorizar su enorme legado científico, que abarcó desde el descubrimiento de la selección natural hasta la definición del término especie, y desde la fundación del campo de la biogeografía evolutiva hasta el estudio pionero de la historia natural comparada.

Aprendizaje amazónico

Nacido en 1823 en un ambiente de pobreza, Wallace abandonó la escuela a los 13 años para ayudar a su hermano, topógrafo. Recorriendo la campiña inglesa, Wallace conoció su primer interés científico: las plantas. Se convirtió en un serio estudioso de la historia natural en 1844, cuando otro joven naturalista autodidacta, Henry Walter Bates (futuro imitador de Bates), le inició en la recolección de escarabajos. En 1847, insatisfecho con “una mera colección local”, Wallace escribió a Bates: “Me gustaría llevarme alguna familia para estudiarla a fondo, principalmente con vistas a la teoría del origen de las especies”.

Así que, con una audacia extraordinaria, los dos neófitos se dirigieron a la Amazonia brasileña en 1848. Wallace se quedó 4 años, Bates 11. Financiaron su expedición científica vendiendo especímenes.

Wallace regresó a casa en 1852. Debido a un problema aduanero, encontró muchos de los especímenes que había estado enviando a Londres retenidos en Manaos (Brasil), en la confluencia del Amazonas y el Río Negro. Reencontrado con el fruto de años de peligrosa labor y acompañado por una pequeña colección de animales vivos que había transportado a través del continente hasta Belém, en la desembocadura del Amazonas, Wallace debió fantasear con el impacto que su llegada tendría en la sociedad londinense: imagínese entrar en un salón científico victoriano con un tucán en el brazo.

Pero no fue así. En medio del Atlántico, el barco de Wallace se incendió y ardió como un polvorín. Sólo tuvo tiempo de coger una pequeña caja de dibujos antes de formar parte de lo que seguramente es una de las escenas más conmovedoras de la historia de la ciencia. Con la esperanza de que el pecio en llamas atrajera a otras embarcaciones, Wallace y la tripulación permanecieron cerca. Observó cómo los animales vivos que había llevado tan lejos -sus mascotas y su pasaporte a la gran carrera científica en Londres- perecían en el buque siniestrado. “Muchos de los loros, monos y otros animales que llevábamos a bordo ya estaban quemados o asfixiados; pero varios se habían retirado al palo de proa, fuera del alcance de las llamas… completamente inconscientes del destino que les aguardaba”.

Wallace pasó diez días a la deriva en un bote abierto antes de ser rescatado. Nunca le tembló el pulso: “Durante la noche vi varios meteoros y, de hecho, no podía estar en mejor posición para observarlos que tumbado de espaldas en un pequeño bote en medio del Atlántico”.

Habiéndolo perdido casi todo, pero decidido a hacerse un nombre como naturalista-científico, Wallace se hizo de nuevo a la mar en 1854, camino de Singapur, desde donde emprendió su segunda serie de extraordinarias exploraciones. El Amazonas fue su aprendizaje científico; su viaje de ocho años por el sudeste asiático fue, escribió Wallace, “el incidente central y dominante de mi vida”.

Wallace recorrió desde la península de Malasia hasta Nueva Guinea Occidental (véase In retrospect: The Malay Archipelago). Esta vez, a pesar de sus numerosas y peligrosas aventuras en pequeñas embarcaciones en archipiélagos remotos, las extensas colecciones de Wallace regresaron sanas y salvas a Inglaterra, con unas 1.000 especies nuevas para la ciencia. A su regreso, en 1862, ya formaba parte de la élite científica. Había impresionado a coleccionistas hambrientos y a instituciones como el Museo Británico con su constante flujo de especímenes. Y, gracias a la lectura en la Sociedad Linneana y a un torrente de artículos innovadores sobre el terreno, se había hecho un nombre como teórico de la biología.

Debut científico

Al obligarle a emprender una segunda expedición, la catástrofe de Wallace en el Atlántico medio completó sin querer su formación biogeográfica. Como coleccionista, le interesaba la distribución de los animales: necesitaba información sobre dónde podía encontrar determinadas especies, y era sensible a las transiciones geográficas de una especie a otra. En uno de sus primeros trabajos sobre el Amazonas, se queja de la falta de precisión de los naturalistas anteriores a la hora de designar las áreas de distribución de las especies de monos.

Wallace tenía una capacidad prodigiosa para detectar patrones en el mundo aparentemente caótico (y en gran medida sin catalogar) de la diversidad tropical. Esta es la habilidad del verdadero naturalista: generar una base de datos mental de plantas y animales observados que pueda consultarse cuando se encuentren formas similares en otros lugares. Esto le llevó a su primer intento de generalización biológica, un artículo que escribió en 1855 durante su estancia en Sarawak (Borneo): “Sobre la ley que ha regulado la introducción de nuevas especies” (a menudo llamada la Ley de Sarawak 2/).

Fue un debut científico asombroso. Cada especie ha llegado a existir coincidiendo en el espacio y en el tiempo con una especie preexistente estrechamente emparentada. En otras palabras, las especies emparentadas suelen encontrarse en la misma zona geográfica (todos los canguros están en Australasia, por ejemplo) y, como fósiles, en estratos contiguos (todos los dinosaurios ceratópsidos aparecen a finales del Cretácico). Wallace reconoció que el origen de las especies era un proceso genealógico.

Una característica notable de la ley de Sarawak es el uso sintético que Wallace hace de la información publicada. En Borneo, Wallace tenía poco o ningún acceso a material fósil: los ambientes tropicales húmedos son famosos por su escasez de fósiles debido a que la vegetación y el suelo ocultan las formaciones rocosas subyacentes. En ausencia de bibliotecas académicas, se basó en su fenomenal memoria y en cualquier relato publicado sobre el registro fósil que pudiera llevar consigo. Principios de geología (1830-33), de Charles Lyell, fue su biblia. Mientras que Darwin adquirió su conocimiento de los fósiles sobre el terreno en Sudamérica, Wallace aprendió sus conocimientos paleontológicos en los libros. Por ello, su magistral resumen en dos volúmenes de la distribución mundial de la vida –The Geographical Distribution of Animals (1876)- es aún más extraordinario por su síntesis de datos de seres vivos y fósiles.

La búsqueda de patrones de Wallace le condujo a otro concepto fundamental para la evolución. En su brillante artículo de 1865 sobre las mariposas papiliónidas del sudeste asiático 3/, analiza las variaciones dentro de las poblaciones y entre ellas, entre subespecies y especies, y llega a esta definición: “Las especies son simplemente aquellas razas o formas locales fuertemente marcadas que, cuando están en contacto, no se mezclan, y cuando habitan en zonas distintas se cree generalmente que han tenido un origen separado y que son incapaces de producir una descendencia híbrida fértil”.

Es emblemático del olvido de Wallace por parte de la historia que a la mayoría de los estudiantes universitarios se les enseñe hoy que el concepto de especie biológica fue introducido en 1942 por Ernst Mayr 4/.

Al familiarizarse con los trópicos húmedos del Nuevo y el Viejo Mundo, Wallace pudo plantearse preguntas a mayor escala. Dadas las similitudes climáticas, ¿por qué dos regiones tienen una fauna marcadamente diferente? Wallace había sentado las bases de este campo -la biogeografía histórica- en su artículo de 1857 sobre las islas Aru, frente a las costas occidentales de Nueva Guinea 5/ , y con el tiempo lo hizo suyo. Escribió “cuán totalmente diferentes son las producciones de Nueva Guinea de las de las islas occidentales del archipiélago, digamos Borneo”, a pesar de la semejanza de su “clima y características físicas”. También señaló que, a pesar del contraste entre las condiciones físicas de Australia y Nueva Guinea, “las faunas de ambas, aunque distintas en su mayoría en especies, son sorprendentemente similares en carácter”. Si Borneo y Nueva Guinea hubieran estado conectadas geológicamente, insinuó Wallace, sus faunas habrían sido similares.

La ley de Sarawak se basaba en esta idea, al señalar que la distribución de las especies viene dictada en parte por consideraciones medioambientales (algunos árboles, por ejemplo, son especialistas tropicales), pero sobre todo por caprichos de la historia. Esta línea de pensamiento culminó en La distribución geográfica de los animales. Ojalá Wallace hubiera vivido para ver el descubrimiento de la teoría de la deriva continental en los años sesenta: Australia y Nueva Guinea están en una placa tectónica, Borneo en otra.

Un golpe de suerte

Resulta tentador ver ecos entre la trayectoria vital serendípica de Wallace y su interpretación contingente de los sistemas naturales: su descubrimiento biogeográfico más famoso también tuvo una dosis de suerte. En 1856, tras perder una conexión cuando intentaba llegar a Sulawesi, pasó un par de meses en las islas de Bali y Lombok, y observó diferencias drásticas en la vida salvaje a pesar de que las islas sólo están separadas por unos 35 kilómetros. Al sur y al este, dominaba la fauna australiana; al norte y al oeste, la asiática. Había identificado una antigua división biogeográfica a través del sudeste asiático que el biólogo Thomas Henry Huxley bautizó más tarde como “Línea de Wallace”.

El descubrimiento de la selección natural por Wallace en 1858 unió estas líneas. Mientras padecía fiebre en las islas Maluku (Molucas), reflexionaba sobre otra discontinuidad biogeográfica: la existente entre los austronesios del sudeste asiático y los melanesios de Nueva Guinea. Inspirándose, como Darwin, en la obra del economista Thomas Malthus, se centró en la competencia por unos recursos limitados. Combinando esto con su apreciación de la variación dentro de las especies, que le venía de su condición de coleccionista, la selección natural era, para él, un paso lógico.

Wallace estaba decepcionado porque su herético artículo sobre la ley de Sarawak apenas había hecho ruido. Su agente en Londres se quejó de que “teorizar” no era útil y que Wallace debería “recopilar más hechos”. Para evitar que su artículo sobre la selección natural corriera la misma suerte, Wallace envió el manuscrito a un colega de alto rango con la esperanza de que su aprobación le diera relevancia. Ese colega era Darwin. Cuán diferentes habrían sido las cosas si Wallace hubiera enviado el manuscrito directamente a una revista.

Más allá de la evolución

Las historias habituales de Wallace se refieren a veces al “otro Wallace”, dando la impresión de ser un escamado que utilizó su recién adquirida celebridad científica para lanzarse a causas dudosas, desde el sufragismo y el socialismo hasta el espiritismo y la frenología. Pero la visión del mundo de Wallace era mucho más coherente 6/ de lo que a menudo se afirma. Tomemos, por ejemplo, su punto de vista sobre la evolución humana.

De los numerosos desacuerdos entre Wallace y Darwin, el más importante se refería a la evolución humana: Wallace llegó a creer que la selección natural por sí sola no podía explicar nuestra especie. Darwin, horrorizado, escribió a su amigo en 1869: “Espero que no hayas asesinado demasiado completamente a tu propio hijo y al mío”. Dos factores explican la deserción de Wallace en esta cuestión.

En primer lugar, se había convertido en un espiritista convencido. Las sesiones espiritistas de médiums fraudulentos deseosos de desplumar a los victorianos de moda eran especialmente populares entre los librepensadores como Wallace. Habían renegado de la religión establecida, pero ansiaban algo que llenara el vacío. Wallace incluso intentó convencer a sus colegas científicos de que las fuerzas espirituales eran indetectables por medios científicos porque la tecnología aún no se había ideado. En la época anterior a los microscopios, escribió, ¿quién habría creído que una gota de agua del Támesis estaba plagada de criaturas diminutas? Como espiritualista, tenía que afirmar la existencia de algún tipo de intervención no material en la génesis de los seres humanos.

Su otra razón para rechazar la selección natural como suficiente para la evolución humana es más científica. Tras haber pasado unos doce años viviendo y dependiendo de personas que los victorianos consideraban salvajes, Wallace, a diferencia incluso de los abolicionistas más liberales, no era racista. “Cuanto más veo a la gente incivilizada, mejor pienso de la naturaleza humana en general, y las diferencias esenciales entre el llamado hombre civilizado y el salvaje parecen desaparecer”.

Para Wallace, esta perspectiva social ilustrada planteaba un problema evolutivo. Consideró que un isleño de Aru que viviera en una choza de barro tuviera los mismos atributos mentales que un miembro del erudito club londinense Athenaeum. Si recibiera la formación necesaria, el isleño sería capaz de tocar a Chopin y declamar a Ovidio; sin embargo, este potencial nunca se materializaría en las islas Aru. Así, muchos humanos tienen habilidades que nunca tienen la oportunidad de utilizar.

Tal situación, razonó Wallace, no puede evolucionar únicamente a través de la selección natural, que sólo promueve los rasgos que son útiles. Wallace llegó a la conclusión de que la evolución humana requería cierta intervención divina. Este argumento muestra una excelente apreciación de la mecánica de la selección natural, aunque ahora nos sintamos cómodos con la idea de que el cerebro haya evolucionado por selección natural con fines adaptativos específicos, y que muchos de sus atributos -como tocar Chopin o declamar a Ovidio- sean simples subproductos del órgano resultante.

Cualesquiera que sean los reparos que uno pueda tener sobre algunas de las causas no científicas de Wallace, no puede dejar de impresionar la pasión e intensidad que ponía en ellas. En muchos sentidos fue el prototipo de científico comprometido socialmente. Un tema constante de sus 20 libros y casi 800 artículos es la simpatía por los desfavorecidos, ya sean los pobres (“Permitir que un niño nazca millonario y otro mendigo es un crimen”), las mujeres privadas de derechos (“Las mujeres son seres humanos; por tanto, deberían tener voto igual que los hombres”) o las amenazadas secuoyas de California (“Esperemos que… se tomen medidas, antes de que sea demasiado tarde, para preservar… algunas de las zonas de bosque más extensas”).

Mientras tanto, Wallace siguió siendo un científico comprometido y productivo durante toda su vida. Uno de sus últimos libros, Is Mars Habitable? (Macmillan, 1907), podría decirse que estableció el campo de la astrobiología (véase U. Kutschera Nature 489, 208; 2012). Escribió extensamente sobre la evolución de la coloración animal, especialmente la cripsis (camuflaje), el aposematismo (coloración de advertencia) y el mimetismo. Y sugirió que la selección natural puede en realidad facilitar la especiación al promover la evolución de la inviabilidad o infertilidad de los híbridos entre especies incipientes (lo que a veces se denomina efecto Wallace 7/). Sin embargo, las aportaciones más significativas de Wallace fueron sus obras de síntesis sobre biogeografía evolutiva: The Geographical Distribution of Animals and Island Life (1880), que estableció el campo y puso el listón muy alto para futuras contribuciones.

Al recordar a Wallace 100 años después de su muerte, celebremos sus notables logros científicos y su voluntad de asumir riesgos y defender apasionadamente aquello en lo que creía. Al fin y al cabo, Wallace era a la vez un científico y, según sus propias palabras, un “radical apasionado, nacionalista agrario, socialista, antimilitarista, etc., etc.”. En resumen, mucho más que el revulsivo de Darwin.

Referencias

  1. Berry, A. & Browne, J. Nature 453, 1188–1190 (2008).
  2. Wallace, A. R. Annals and Magazine of Natural History 16, 184–196 (1855).
  3. Wallace, A. R. Transactions of the Linnean Society of London 25, 1–71 (1865).
  4. Mayr, E. Systematics and the Origin of Species (Columbia Univ. Press, 1942).
  5. Wallace, A. R. Annals and Magazine of Natural History 20, (Suppl.) 473–485 (1857).
  6. Fichman, M. An Elusive Victorian: The Evolution of Alfred Russel Wallace (Univ. Chicago Press, 2004).
  7. Johnson, N. A. in Natural Selection and Beyond: The Intellectual Legacy of Alfred Russel Wallace (eds Smith, C. H. & Beccaloni, G.) 114–124 (Oxford Univ. Press, 2008).

10/4/2013

Andrew Berry

Berry, A. “Evolution’s red-hot radical.” Nature 496, 162–164 (2013). https://doi.org/10.1038/496162a