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A propósito del libro ‘¿Cómo va ser la montaña un dios?’, de Eduardo Romero

Adrián Almazán Gómez*

23/01/2023

 

<p>La mina de carbón a cielo abierto del Cerrejón, en Colombia.</p>

La mina de carbón a cielo abierto del Cerrejón, en Colombia.TANENHAUS, CC BY 2.0

 

Escuchar es casi escribir”. Con esa hermosa cita de Alfredo Molano da comienzo el viaje en el que Eduardo Romero nos embarca en su reciente libro ¿Cómo va a ser la montaña un dios? (Pepitas de Calabaza, 2022). Un recorrido de ida y vuelta, atado con la soga nudosa de marinos mercantes, entre Colombia y Asturias. Escuchar es casi escribir, sí. Pero solo casi. Y es que en las páginas de este libro arrebatador se produce la alquimia de hacer de la escucha relato, historia, informe… a veces testamento, a veces caricia.

No somos pocos los que de manera torpe tratamos de cartografiar nuestro presente y su zozobra. Y así llenamos innumerables cuartillas de datos de consumo de energía, de porcentajes de especies muertas, de informes de personas desaparecidas, de conceptos que tratan de capturar nuestro criminal orden social. Y Eduardo Romero lo sabe bien. De esa cartografía es conocedor, pero también genial sintetizador en las propias páginas de su libro. No obstante, si su escritura es más alquímica que cartográfica es porque a través de ella los datos saben a tierra y levantan una nube de humo, los porcentajes sangran, los informes lloran al pensar en sus hijos muertos y los conceptos se convierten en la historia de una dominación ruin que se alarga ya por más de cinco siglos.

Eduardo Romero despliega la historia de las familias que llevan siglos enriqueciéndose gracias a una dinámica vampírica

Es por eso difícil anticipar a la lectora, o al lector, lo que encontrará en estas páginas. Sin duda, una historia muy documentada de la explotación, venta y mercadeo del carbón en uno y otro continente. Es más, una historia global de una industria que se desplaza como un cuervo negro por todo el planeta depositando semillas de muerte que germinan con explosiones que conflagran comunidades, vidas y naturaleza. Pero también encontrará un relato de la reproducción de la dominación y la desigualdad con nombre y apellidos. Donde Piketty analizaba datos económicos para recrear una historia genealógica de la desigualdad, Eduardo Romero nos ofrece árboles genealógicos y despliega ante nuestros ojos la historia de las sagas familiares, como los Alvargonzález, que llevan siglos enriqueciéndose gracias a una dinámica vampírica.

Pero eso no es todo. Línea a línea, el libro de Eduardo Romero nos trae el dolor de los que resisten y luchan contra la transfiguración del mundo. Aquellos para los que criticar el mundo industrial significa poner el cuerpo en defensa del territorio, llorar a sus hijos y buscar justicia para ellos sin importar el precio, habitar barriadas inmundas sacrificadas en los altares del progreso. Mineros, migradas, sindicalistas, indígenas, activistas, abogadas… Todas son parte de la gran familia caída en desgracia por una necropolítica que en su insaciable búsqueda de beneficios ya no duda de atragantarse de tierra, fauna, historia, vida y cuerpos (¿es que alguna vez lo dudó?).

Así, resonando tras la pregunta que inaugura la arcada de este viaje cuasi dantesco, Eduardo Romero nos ofrece un salvoconducto para mirar de frente a la esquizofrénica situación de nuestro mundo. Un descenso a los infiernos zarandeados por el oleaje de un vaivén continuo entre continentes trufado de matanzas, de esclavitud, de muerte, de impotencia… Pero, a su lado, germinando con una aspiración de infinito, Eduardo arroja luz a todas las esquinas –el gesto medido con el que se ayuda a caminar a un anciano– donde habitan el amor y la ternura.

En suma, estas páginas son un regalo. Amargo, sin duda, como nuestro tiempo. Pero también revulsivo. Una descarga eléctrica destinada a desactivar la apatía de los que dan todo por perdido desde el confort de vidas imperiales. Un fogonazo de nieve que retumba en nuestros oídos con las voces de los sin voz, los que pagan con sangre nuestras vidas de despilfarro. Y un faro para pensar los rumbos que tomar.

Ninguna historia mejor que la de Colombia para mostrarnos que solo el pueblo salva al pueblo

Porque ninguna historia mejor que la de Colombia para mostrarnos que solo el pueblo salva al pueblo. De las grandes trasnacionales, poco podemos esperar. Tan solo una continuación ininterrumpida de sus regalos envenenados, de su parasitismo de la vida a cambio de la calderilla, de su camorrismo. Pero no deberíamos seguir incurriendo en la ilusión de ver en el Estado un dique de contención, un parapeto frente al caos de las mafias y la violencia de los órdenes fallidos. El Estado, como muestra bien la historia colombiana, es en muchos lugares un agente del caos. Un instigador del derrumbe. Un organizador de la violencia que tiene como objetivo prioritario el de siempre: aterrorizar el territorio para privarle de sus custodios. Paralizar con miedo a los humanos para extender el apocalipsis en el tejido de la vida. Avituallar a los sicarios del horror para apagar toda esperanza, toda ilusión, toda imaginación.

Si la historia de la extracción, del trabajo y del imperialismo nos une con maromas ásperas e impregnadas de sal, la experiencia del horror también debería enseñarnos que nadie está a salvo de la codicia del mundo industrial, un Jano bifaz en el que el poder económico y el político comparten una única mente. Y, al terminar la última línea y cerrar la tapa con un eco profundo, una pregunta resuena en el aire: ahora que las minas vuelven con fuerza, ahora que nuestro territorio va camino de ser una zona de sacrificio más (como ya lo fue en el pasado: Almadén, Aboño…), ¿cuánto tardará el Jano industrial en traer la muerte hasta nuestras costas, hasta nuestros hogares? ¿Tendremos el corazón suficiente para resistir?

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*Adrián Almazán Gómez: es profesor de filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid, licenciado en Física y miembro de Ecologistas en Acción y del colectivo La Torna.

Fuente: CTXT- CONTEXTO Y ACCIÓN

 

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La isla de “oro blanco” deseada por EEUU: la razón por la que Venezuela rechazó un acuerdo de la ONU

 

 

La Isla de Aves siempre permanece como un sitio de controversia internacional. Este territorio perteneciente a Venezuela es una de las razones por las cuales Caracas no forma parte de un importante acuerdo en materia de derechos del mar: la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (Convemar).

En 1982, se firmó la Convemar —también conocida como Convención de Montego Bay— en el cual se establece un marco legal común sobre la soberanía, jurisdicción, derechos y obligaciones que tienen los Estados con relación a su territorio marítimo. Este documento sentó las bases del actual derecho internacional marítimo y creó figuras como la Zona Económica Exclusiva, no incluidas en acuerdos similares previos como la Convención de Ginebra sobre Mar Territorial y Zona Contigua.

Dicho convenio, en un principio, sí incluía a Venezuela, al grado que estuvo muy cerca de denominarse la Convención de Caracas por ser el lugar donde se firmaría; sin embargo, algunos de artículos del documento perjudicaban al Estado venezolano pues, en teoría, perdería la jurisdicción de dos territorios históricamente disputados por países como Estados Unidos, Países Bajos y Colombia: la Isla de Aves y el archipiélago Los Monjes.

Historia de la Isla de Aves

La Isla de Aves es un pequeño territorio ubicado en el Caribe, cercano a las islas de Sotavento, Guadalupe y Dominica. Esta isla de apenas 4,5 hectáreas tiene un importante valor geopolítico y, durante el siglo XIX, fue el centro de una importante disputa internacional.

Desde 1777 la isla se considera parte del territorio de Venezuela, pero en 1854, cuando las empresas estadounidenses Lang & Delano y Shelton, Sampson & Tappan llegaron a estas tierras se volvió el inicio de una disputa en la que terminaría interviniendo la reina Isabel II de España.

El centro del diferendo fue el guano, un fertilizante que se obtiene a partir de la acumulación de heces de aves (abundantes en la isla y razón por la cual es conocida así), un material que, en aquel entonces, se consideraba como el “oro blanco”.

Aunque EEUU, e incluso el Reino Unido, aseguraban desconocer quién era propietario de la isla, y por tanto, aseguraban tener derecho sobre ella, Venezuela gestionó que se organizara un arbitraje internacional para definir a quién pertenecía la Isla de Aves, también disputada por Países Bajos.

 

 

Sería hasta 1865 cuando la disputa terminaría luego de que Isabel II determinó que la isla pertenecía al territorio venezolano, estado en el que se ha mantenido hasta la actualidad. Incluso, en 1972, el Gobierno de Caracas decretó que el lugar sería considerado un refugio de fauna silvestre por la diversidad de aves y las tortugas que suelen desovar en el lugar. Ese mismo año se empezó la construcción de una base naval y de investigación marina denominada Simón Bolívar.

Venezuela fuera de la Convemar

En la década de 1980, y con el fin de actualizar las disposiciones en materia de derecho marítimo internacional, se convocó a la firma de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar o Convención de Montego Bay, por el lugar donde fue firmado el acuerdo.

La Convemar fue suscrita por 168 países, excepto por Venezuela, Estado que incluso sería sede de la firma del acuerdo.

La razón principal del rechazo es que, a diferencia de la Convención de Ginebra sobre Mar Territorial y Zona Contigua y la Convención de Ginebra sobre Plataformas

Continentales, ambas de 1958, la Convención de Montego Bay no permite reservar la aplicación de artículos.

Específicamente, los artículos que Venezuela buscaba reservar eran el 15, 74, 83 y 121, los que afectaban directamente su extensión territorial en el golfo de Venezuela, zona en disputa con Colombia.

Aunque Caracas pretendían ser excluida de la aplicación de estos artículos, el 121 fue el más conflictivo para el Gobierno venezolano, pues establecía, además de otras condiciones, que una isla sería reconocida como tal solo si era apta para la habitación humana o contaba con vida económica propia, factores con los cuales no cumple la Isla de Aves ni el Archipiélago Los Monjes.

 

 

Al respecto, el entonces representante permanente de Venezuela ante la ONU, Andrés Aguilar, consideró que esta disposición “introduce una discriminación entre porciones de un mismo territorio nacional, que no se puede justificar ni tampoco aceptar por razones de principio y en aras de la justicia y equidad”.

“Primero, cuenta el principio de la unidad e indivisibilidad del territorio nacional, de la misma manera que la soberanía del Estado es una e indivisible, no podemos admitir que el territorio nacional genere derecho en unas partes y no en las demás”, declaró Aguilar.

Si bien Venezuela no suscribió la Convemar, sí adoptó algunas de sus disposiciones en el decreto con rango, valor y fuerza de la ley orgánica de los Espacios Acuáticos.

 

 

 

 

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https://www.aporrea.org/tiburon/n380041.html

 

Tomado de Aporrea.org

 

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