Fuerzas de reproducción: El ecofeminismo socialista y la lucha por deshacer el Antropoceno

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30 DICIEMBRE 2022

Resumen

El artículo parte del supuesto de que la crisis ecológica planetaria (el llamado Antropoceno) está relacionada con un reordenamiento radical de las interacciones entre la sociedad y la biosfera, generado por la modernidad capitalista/industrial. Esta última considera las “fuerzas de producción” (ciencia y tecnología industrial) como el principal factor de progreso y bienestar, mientras que considera la reproducción (tanto humana como no humana) como un instrumento pasivo para la producción y expansión infinita del Producto Interior Bruto. En este documento se argumenta que una política ecosocialista necesita, en cambio, reconocer la relevancia de las “fuerzas de la reproducción”, entendidas como trabajo de subsistencia, reproducción, regeneración, restauración y cuidado. Se basa en un enfoque que integra el materialismo histórico y el pensamiento ecofeminista, y que ofrece herramientas teóricas para deshacer el Antropoceno y construir una alternativa ecosocialista.

Introducción

Este artículo parte del supuesto de que la crisis ecológica planetaria que atraviesa el mundo (Rockström et al. , 2009) es el capítulo más reciente de la historia global del capitalismo. Esta crisis está relacionada con una reorganización radical de las interacciones entre la sociedad y la biosfera –o metabolismo social– generada por la modernidad capitalista/industrial. Con esta expresión, me refiero a un tipo específico de modernidad: la que considera las fuerzas de producción (ciencia y tecnología industrial) como el principal factor de progreso y bienestar, mientras que considera la reproducción (tanto humana como no humana) como un instrumento pasivo para la producción y la expansión infinita del Producto Interior Bruto (PIB). Este paradigma considera que tanto la Tierra como el trabajo de cuidados son recursos necesarios de los que hay que apropiarse y mantener lo más barato y eficiente posible (Barca, 2020; Federici, 2009; Moore, 2015).

Surgida en el seno de la historia del capitalismo, la modernidad industrial ha sido posteriormente asumida como modelo universal y mantenida por los regímenes socialistas de Estado en diferentes contextos geográficos e históricos. Las variedades capitalista y socialista/estatal de la modernidad industrial comparten una visión de la riqueza centrada en el PIB y basada en la premisa de la necesaria aceleración del metabolismo social. También comparten la tendencia a considerar la crisis ecológica como un problema asociado a la eficiencia de los recursos, que debe resolverse mediante una ecologización de las fuerzas de producción, es decir, una modernización ecológica. Para representar una alternativa real a las formas capitalistas y socialistas del metabolismo social, sostengo que el movimiento ecosocialista no puede limitarse a defender una modernización ecológica planificada de forma centralizada (en lugar de a través de los mercados), orientada en torno a una complementariedad entre la eficiencia ecológica y la redistribución de la riqueza, sino que necesita situar la reproducción en el centro de la economía política, liberándola de su posición subordinada e instrumental en relación con la producción. En otras palabras, el ecosocialismo necesita liberarse del paradigma de la modernización ecológica, embarcándose en una revolución ecológica basada en una drástica reducción del metabolismo social global, que se logrará mediante una profunda reorganización de las relaciones entre producción, reproducción y ecología (Barca, 2019; Merchant, 2010).

Mi propuesta teórica es una intersección crítica entre el materialismo histórico y el ecofeminismo (Salleh, 2017), con el objetivo de hacer visibles las “fuerzas de la reproducción” (Mellor, 1996), su agencia material y su potencialidad política. Desde esta perspectiva, la crisis ecológica se considera una consecuencia de las profundas desigualdades que la modernidad capitalista/industrial ha creado al asignar un valor diferenciado, de modo que ciertos tipos de trabajo, vidas, lugares e incluso especies pueden ser sacrificados en aras del beneficio y/o del crecimiento del PIB. Desde mediados de los años 80, el ecofeminismo materialista 1/ (o socialista) teorizó que la degradación de la naturaleza es consecuencia de la infravaloración del trabajo de subsistencia, reproducción, regeneración, restauración y cuidado. Esta tradición de pensamiento y praxis es fundamental para contemplar la posibilidad de un verdadero “buen vivir”, alternativo al propuesto por la modernidad capitalista/industrial.

Para desarrollar este argumento, el artículo se dividirá en dos partes: la primera deconstruirá la narrativa hegemónica de la modernidad capitalista/industrial desde una perspectiva ecofeminista; la segunda proporcionará un análisis detallado del pensamiento socialista ecofeminista, argumentando que éste ofrece poderosas herramientas para construir un horizonte ecosocialista.

Antropoceno: una narrativa hegemónica

Desde principios del siglo XXI, el concepto del Antropoceno, propuesto para indicar la época del cambio climático antropogénico (Crutzen y Stoermer, 2000), ha generado una metanarrativa de crisis ecológica y soluciones tecno-económicas que se ha convertido en dominante en el discurso de la gobernanza global. Esto no representa una narrativa fundamentalmente nueva, sino un nuevo capítulo en el discurso hegemónico del crecimiento económico moderno, es decir, una narrativa prometeica que celebra el crecimiento de la economía más allá de los límites biofísicos gracias al uso de los combustibles fósiles (Barca, 2011). Considerado como un logro indiscutible de la humanidad, el crecimiento económico se atribuye al ingenio blanco-masculino europeo que se ha traducido así en una supremacía planetaria. En su visión del Antropoceno, la narrativa del crecimiento económico moderno reconoce la necesidad de contención dentro de los llamados límites planetarios; sin embargo, también argumenta que los mecanismos y las tecnologías de mercado, si se combinan de la forma adecuada, pueden garantizar un crecimiento económico continuado dentro de los límites ecológicos. Esto es –en su propia esencia– el paradigma del crecimiento verde. Centrada en los poderes tanto destructivos como salvadores de las “fuerzas de producción”, esta narrativa es coherente con la muy discutida (pero aún dominante) teoría de la Modernización Ecológica (Spaargaren y Mol, 1992).

Sostengo que, en las últimas tres décadas, esta visión se ha representado como una oportunidad también para las organizaciones laborales, y la izquierda en general, para soñar con una “transición justa” más allá de la economía fósil y los empleos sucios, sin sacrificar los niveles de empleabilidad (Barca, 2019). Hay dos problemas fundamentales con este enfoque: por un lado, como han demostrado claramente el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, 2019) y la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES, 2019), a pesar de la aplicación de este enfoque en los acuerdos internacionales de gobernanza ecológica durante las últimas tres décadas, la “modernización ecológica” no ha cumplido sus promesas. Por otra parte, y también es importante, para garantizar un crecimiento constante del PIB, se han implantado a gran escala infraestructuras de energía limpia como la solar y la eólica –por no hablar de la hidroeléctrica–, ignorando los derechos de las comunidades locales, de otras especies y de los propios trabajadores (Temper y Gilbertson, 2015). Esto ha generado un gran número de conflictos ambientales en todo el mundo, tanto en los regímenes neoliberales como en los socialistas, como se documenta ampliamente en el Atlas de Justicia Ambiental. 2/ En resumen: en la modalidad orientada al crecimiento del PIB, las tecnologías verdes suelen resultar no tan verdes al final. Además, no sustituyen a los trabajos sucios: de hecho, la minería del carbón y las centrales eléctricas de carbón han resurgido en todo el mundo, y se están explotando a gran escala todo tipo de nuevas fuentes de energía fósil (arenas bituminosas, gas natural, petróleo en alta mar).

Los estudios sobre justicia ambiental han argumentado que el cambio climático afecta de manera desproporcionada a los individuos y regiones que menos han contribuido históricamente en términos de emisiones de CO2 (Warlenius, 2015); las desigualdades también se reflejan en los diferentes niveles de exposición ambiental dentro de los países ricos, donde las poblaciones racializadas y de bajos ingresos, y los grupos más vulnerables dentro de estas poblaciones (como las mujeres y los niños en particular), soportan las mayores cargas de la degradación ambiental (Martínez-Alier, 2002). Así pues: las desigualdades que caracterizan el cambio climático y de los sistemas terrestres a todas las escalas requieren una problematización de las representaciones dominantes del Antropoceno como una era de subjetividad humana indiferenciada, que tiene la misma responsabilidad y sufre las mismas consecuencias del cambio ambiental global (Malm y Hornborg, 2014; Moore, 2016; Pulido, 2018; Swyngedouw y Ernstson, 2018).

Compartiendo con el ecomarxismo una visión histórico-materialista del cambio ambiental, la ecología política feminista introduce una visión clara de cómo el Antropoceno surge de las líneas de opresión entrelazadas (clase, raza/colonial, sexo/género y especie) que se originan en la convergencia histórica del patriarcado y la modernidad capitalista/industrial (Barca, 2020; Giacomini, 2018). Desde esta perspectiva, la narrativa hegemónica del cambio climático ha sido provocativamente rebautizada como el White (M)Anthropocene (Di Chiro, 2017), es decir, uno que reproduce el ethos colonial del ingenio masculino blanco destinado a dominar y rehacer el mundo a su propia imagen y semejanza. En otros términos, la supremacía patriarcal/colonial se reinventa ahora como la supremacía de las “fuerzas de producción” sobre las fuerzas geológicas, como respuesta a la innegable necesidad de dominación de los sistemas terrestres puesta en marcha por la industrialización (Gaard, 2015; Salleh, 2016). Como consecuencia, las soluciones ecomodernistas ofrecidas actualmente por la gobernanza global del clima y el medio ambiente “se basan en muchas de las soluciones masculinistas y androcéntricas que crearon estos mismos problemas” (Grusin, 2017: ix, traducción de la autora; véase también Gaard, 2015).

Las críticas feministas al discurso del Antropoceno se han desarrollado en gran medida a raíz del trabajo de la filósofa ecologista australiana Val Plumwood. En su obra seminal Feminism and the Mastery of Nature (Plumwood, 1993), argumentó que la raíz de la actual crisis ecológica era lo que ella llamaba el “modelo dominante” de la racionalidad occidental, definido por sus jerarquías dualistas. En el pensamiento occidental, como explica la autora, los conceptos de lo humano se han desarrollado por su similitud con los conceptos que definen la identidad masculina; el problema, sin embargo, no es el género masculino como tal, ni la condición de ser humano, sino la forma en que la cultura occidental ha definido la identidad humana en relación con el género y la naturaleza. La crítica de Plumwood al dualismo ofrece un punto de conexión clave entre el pensamiento feminista y el ecológico. Define el dualismo como un sistema jerárquico de significación, que polariza las diferencias existentes como si fueran algo natural y separaciones irreconciliables –hombre/mujer, cuerpo/mente, civilizado/salvaje, humano/naturaleza– que “se corresponden directamente con las opresiones de género, clase, raza y especie, respectivamente, y las naturalizan” (ibid: 43). Un lado se toma como naturalmente dominante y primario, y otro se define en relación con él, en términos de ausencia de cualidades. La dominación de un bando sobre el otro se ve así como algo inherente al orden de las cosas. Según Plumwood, en el dualismo el poder forma la identidad, distorsionando ambos lados, que son separados. En consecuencia, la respuesta adecuada al dualismo no es la inversión o la fusión, o la aniquilación de la diferencia, sino desafiar la polarización de las identidades reconstruyendo la diferencia a lo largo de líneas no jerárquicas. Por ejemplo, rechazar el dualismo humano/naturaleza no significa invertir la relación como una sumisión total de la humanidad a la naturaleza, como sostiene la autora: “No tenemos que aceptar una elección entre tratar a la “naturaleza” como nuestro esclavo o tratarla como nuestro amo” (Plumwood, 1993: 37). Del mismo modo, la reconstrucción de la diferencia femenina debe reconciliarse con la “identidad combinada en la que se entrelazan las identidades del colonizador y del colonizado” (ibid: 67). Así, al igual que las mujeres occidentales no sólo están colonizadas en relación con el género, sino que también son colonizadoras en relación con otras identidades raciales, culturales y/o de especie, la reconstrucción crítica de la identidad femenina debe implicar una crítica del modelo hegemónico de lo humano. Por ello, Plumwood sostiene que el programa ecofeminista es altamente “integrador”, en el sentido de que combina los feminismos cultural, socialista, negro y anticolonial, al cuestionar la estructura de dualismos interrelacionados que corresponden a diversas formas de represión, alienación y dominación.

Aunque fue escrito a principios de los años 90, Feminism and the Mastery of Nature sigue ofreciendo herramientas fundamentales para analizar la crisis ecológica planetaria. Nos permite ver el concepto hegemónico del Antropoceno como un intento de ampliar el modelo hegemónico de la modernidad a la totalidad de la especie humana. Y lo que es más importante, la crítica de Plumwood a la modernidad hegemónica es un paso previo fundamental hacia la búsqueda de historias alternativas inscritas, pero invisibles y ocultas, en la época actual de la presencia humana en la Tierra. Como ha escrito la autora:

El poder de realizar, poner en práctica y diseñar esta trama dominante ha estado en manos de una pequeña minoría de la especie humana y sus culturas. Podemos inspirarnos mucho en relatos nuevos y menos destructivos, más allá del hegemónico, recurriendo a dimensiones subordinadas e ignoradas de la cultura occidental, como las historias de cuidados de las mujeres. (Plumwood, 1993: 196)

Desvelar estos relatos alternativos –concluye Plumwood– es una forma importante de dar visibilidad y contribuir a fortalecer estas racionalidades alternativas que contrastan con el modelo hegemónico, o que simplemente han sobrevivido a él, con el objetivo de “realinear la razón” más allá del dualismo y el control de las élites y en torno a “formaciones sociales basadas en la democracia radical, la cooperación y el mutualismo” (ibíd.: 196).

En la estela de la obra fundacional de Plumwood, así como del pensamiento ecofeminista en general, la narrativa hegemónica del Antropoceno parece encarnar el modelo hegemónico de la humanidad, incluyendo sus arraigadas relaciones entre las opresiones de sexo/género, raciales/coloniales, de clase y de especie. El personaje central, el Anthropos, es una abstracción basada en un sujeto histórico blanco, masculino y heterosexual en posesión de la razón (equivalente a la ciencia, la tecnología y el derecho) y de los medios de producción, cuyas herramientas moviliza para extraer el trabajo y el valor de todo lo que define como Otro. Esa es, de hecho, su misión civilizadora, que legitima todas sus acciones, incluidas las peores atrocidades. En otros términos, el sujeto de esta narrativa dominante es el patrón (que Plumwood llama el amo). En oposición al discurso oficial del Antropoceno, esta humanidad hegemónica no es una especie (es decir, un sujeto natural y ahistórico), sino un sistema de poder que combina relaciones materiales y simbólicas; además, ha asumido diversas configuraciones a lo largo del tiempo y del espacio, como respuesta a la resistencia que ha encontrado por parte del Otro. Por eso su objetivo es la totalización: devorar al Otro –tanto humano como no humano– para que no haya resistencia que se oponga a su dominación.

Sostengo que la narrativa del Antropoceno debe ser rechazada: por la razón de que al aceptarla, estamos suscribiendo la idea de que la historia ha llegado a su fin y que no debemos esperar más resistencia. Que el mundo es lo que el patrón hizo. Que los Otros no son sujetos históricos con potencial revolucionario, que no tienen fuerza, ni poder para enfrentarse al patrón, porque en realidad son órganos de su cuerpo universal que obedece a su mente universal. Si aceptamos que toda la humanidad es una con el patrón, entonces ¿de dónde podríamos esperar que surja el cambio? El ideal del Antropoceno quiere hacernos creer que el propio patrón tiene la capacidad de resolver la crisis ecológica. Sugiere que la naturaleza no humana –o más bien una versión reducida de la misma, representada por la geología y el clima– ejerce ahora una agencia histórica, oponiendo su fuerza a la del patrón. Y que el patrón responderá a esa fuerza cambiando su relación con el entorno o sucumbirá. Esa idea es errónea: no debemos depositar nuestras esperanzas en ella. Durante décadas el patrón ha sabido que estaba en grave peligro, pero no ha sido capaz de dar una respuesta eficaz. Simplemente avanza por el único camino que conoce, defendiéndose con una ferocidad cada vez mayor contra los que se resisten. Por lo tanto, nuestra única esperanza es la resistencia.

En mi libro Forces of Reproduction. Notes for a counter-hegemonic Anthropocene (Barca, 2020), desarrollo la hipótesis de que la historia consiste en una lucha de los sujetos más allá del patrón para producir la vida, en su autonomía del capital y su libertad de expresión, una lucha que se opone a la expansión ilimitada de la ley del patrón. Estos sujetos más allá del patrón son las “fuerzas de la reproducción”, un concepto inspirado en el pensamiento socialista ecofeminista (Mellor, 1996). De manera no sistemática, el concepto cruza críticamente dos tradiciones teóricas: el pensamiento ecofeminista y el materialismo histórico. Este enfoque nos permite ver que el principal punto en común entre las desposeídas y subalternas es una noción de trabajo definida genéricamente, pero no por ello menos persuasiva: desde diferentes posiciones, y en diferentes formas, las mujeres, los/as esclavos/as, los/as proletarios/as, los animales y las naturalezas no humanas son movilizados/as para trabajar para el patrón. Tienen que satisfacer las necesidades de su vida para que pueda dedicarse a ocupaciones más importantes. El patrón depende de ellas para su supervivencia y su salud, pero esta dependencia se niega constantemente y las fuerzas de la reproducción se representan como meras sombras en el telón de fondo de su agencia histórica.

En el pensamiento occidental, el concepto de trabajo tiene una fuerte connotación de género: como ha argumentado Plumwood (1993: 25), la identidad humana ha estado asociada a los conceptos de trabajo productivo, sociabilidad y cultura, es decir, a las actividades desarrolladas en el espacio público, tradicionalmente restringidas a los hombres. En este sentido, podemos argumentar que la “humanidad” se ha identificado por la separación de formas supuestamente inferiores de trabajo (como la reproducción y el cuidado) y de propiedad (los bienes comunes). La economía política capitalista ha definido el trabajo reproductivo como un no trabajo, es decir, una actividad sin valor, aunque socialmente necesaria para mantener al patrón; y los bienes comunes como desperdicio, es decir, formas de valor aún no realizadas, para ser apropiadas y mejoradas por el patrón. Desde esta perspectiva, la verdadera riqueza y emancipación humana sólo podía venir de la “casa grande”, 3/ y desde allí “gotear”. Como resultado, una forma de producción nueva y supuestamente superior, basada en las desigualdades coloniales/raciales, de género/género, de clase y de especie, quedó en el centro de la modernidad capitalista, definiéndose en relación con los modos de producción no capitalistas, y se universalizó rápidamente como modelo hegemónico.

El trabajo de Plumwood es realmente fundamental para una crítica feminista del discurso del Antropoceno. Sin embargo, debe entenderse como parte de una tradición más amplia de pensamiento ecofeminista, que ha vinculado sistemáticamente la crítica ecológica con la del patriarcado.

Trabajo y ecología en el ecofeminismo socialista

El ecofeminismo socialista se desarrolló a partir del feminismo marxista: desde la década de 1970, este último ha mostrado cómo el capitalismo está profundamente entrelazado con la apropiación del trabajo reproductivo no remunerado (Bhattacharya, 2017). A partir de este corpus teórico, algunas académicas e intelectuales públicas han introducido la naturaleza y la ecología en la ecuación. Al reflexionar sobre las profundas interconexiones que se formaron entre el patriarcado, el capitalismo y la visión mecanicista de la naturaleza en la Europa moderna (Merchant, 1980), estas autoras/activistas comenzaron a vincular la devaluación político-económica de la reproducción con la degradación ambiental, produciendo una narrativa radicalmente nueva de la modernidad capitalista industrial.

Una referencia fundamental para el ecofeminismo materialista es la obra de la socióloga alemana Maria Mies, en particular su libro Patriarcado y acumulación a escala mundial (Mies, 1986). Al intervenir en el debate sobre la relación entre el patriarcado, el capitalismo y el colonialismo sobre la base de la obra de Rosa Luxemburgo, Mies argumentó que el feminismo tenía que ir más allá del análisis del trabajo reproductivo en los países occidentales para vincularlo a las condiciones materiales específicas de las mujeres en las periferias del Sistema-mundo capitalista con el fin de identificar “las políticas contradictorias hacia las mujeres que fueron, y siguen siendo, promovidas por militaristas, capitalistas, políticos y científicos en sus esfuerzos por mantener el modelo de crecimiento” (ibíd.: 3). Pronto, Mies sentó las bases de un ecosocialismo feminista postcolonial, basado en el rechazo del crecimiento del PIB como medida universal de progreso (Barca, 2019; Gregoratti y Raphael, 2019).

El desarrollo de esta perspectiva exigía repensar “los conceptos de naturaleza, trabajo, división sexual del trabajo, familia y productividad” (Mies, 1986: 45). Mies sostenía que la economía política conceptualizaba el trabajo en oposición tanto a la naturaleza como a la mujer, es decir, una agencia trascendente codificada por el hombre, que configuraba activamente el mundo asignándole valor. En consecuencia:

Todo el trabajo relacionado con la producción de vida, incluido el trabajo de procrear, no se considera como la interacción consciente de un ser humano con la naturaleza, sino como una actividad de la naturaleza, que produce plantas y animales inconscientemente y no tiene ningún control sobre este proceso. (ibid)

La separación y superposición del trabajo que genera valor sobre el trabajo que genera vida es una abstracción que lleva a que las mujeres y su trabajo sean “definidas como naturaleza” (Mies, 1986: 46). Por el contrario, argumentaba la autora, todo trabajo que conduzca a la producción de vida debe ser designado como productivo “en el sentido más amplio de producir valores de uso para la satisfacción de las necesidades humanas” (ibíd.: 47).

El argumento general de Mies es que la producción de vida, o más bien la producción de subsistencia, desarrollada principalmente sin remuneración por las mujeres, los/as esclavos/as, los/as campesinos/as y otros sujetos colonizados “constituye la base perenne sobre la que se puede construir y explotar el ‘trabajo productivo capitalista'” (ibíd.: 48). Al no estar compensada por un salario, su apropiación capitalista (o “superexplotación”, como la conceptualiza la autora) sólo podía lograrse –en última instancia– mediante la violencia o las instituciones coercitivas. De hecho, según Mies, la división sexual del trabajo no se basaba ni en condicionamientos puramente biológicos ni económicos, sino en el monopolio masculino de la violencia (armada), que “constituye el poder político necesario para el establecimiento de relaciones duraderas de explotación entre hombres y mujeres, así como entre diferentes clases y pueblos” (ibíd.: 4). A partir del siglo XVI, la base de la acumulación de capital en Europa se desarrolló junto a un proceso de conquista y explotación paralela de las colonias y de los cuerpos femeninos (concretamente con la caza de brujas), y de sus capacidades productivas. Sólo después de establecer este régimen de acumulación mediante la violencia pudo comenzar la industrialización. Con ello, “la ciencia y la tecnología se convierten en las principales ‘fuerzas productivas’ con las que los hombres pueden ’emanciparse’ de la naturaleza, así como de las mujeres” (ibid: 75). Al mismo tiempo, argumentaba Mies, las mujeres europeas de diferentes clases sociales (incluidas las que participaban en los asentamientos) fueron sometidas a un proceso de “domesticación”, 4/ es decir, fueron excluidas gradualmente de la economía política, considerada como el espacio público del progreso y la construcción de la modernidad, y confinadas al “ideal de la mujer doméstica privatizada, preocupada por el ‘amor’ y el consumo y dependiente de un hombre a cargo del ‘sustento'” (ibíd.: 103).

El trabajo de Mies debe considerarse como parte de un esfuerzo académico más amplio para sentar las bases de una narrativa ecofeminista de la modernidad capitalista. Sin embargo, cabe mencionar otras dos obras fundacionales como inspiradoras del ecofeminismo socialista. En primer lugar, el libro de Carolyn Merchant (2010) Ecological Revolutions, que propuso un enfoque desde la matriz marxista, ecológica y feminista para interpretar la historia ambiental de la región de Nueva Inglaterra de los Estados Unidos desde la conquista colonial, situando la ecología (entendida como naturaleza no humana activa y autónoma) en el centro de tres esferas de interacción dinámica: la producción, la reproducción y la conciencia. El segundo, más conocido dentro del ecofeminismo socialista, es el libro de Silvia Federici (2004) Calibán y la bruja. Activista e intelectual feminista marxista, mundialmente conocida por su participación en el debate y la organización política sobre el trabajo doméstico en la década de 1970, Federici ofreció un estudio en profundidad de cómo, en la Europa del siglo XVII, el cuerpo femenino fue transformado “en un instrumento […] para la expansión de la fuerza de trabajo, tratado como una máquina natural de reproducción, que funcionaba según ritmos que escapaban al control de las mujeres” (Federici, 2009: 49). Esta nueva división sexual del trabajo, argumentó, redefinió los cuerpos femeninos proletarios como recursos naturales, una especie de bienes comunes abiertos a la apropiación, o “cierre”, con el fin de mejorar la productividad. Así nació el patriarcado capitalista: debido a la expulsión de la tierra (cerramientos agrarios) y a la exclusión de su mano de obra de la esfera del mercado, que se produjeron al mismo tiempo, las mujeres fueron perdiendo el acceso a los medios de subsistencia y pasaron a depender económicamente de los hombres. En una medida similar a la aplicada a los nativos en las colonias, las mujeres fueron subhumanizadas en la ley, esclavizadas en la economía y sometidas al terror genocida en la ley con la caza de brujas. Junto con la colonización y la esclavización globalizada, la guerra contra las mujeres fue, por tanto, un paso sustancial en el surgimiento del Antropoceno, ya que condujo a la supresión de formas autónomas de conocimiento de la naturaleza y de relación con lo no humano, y permitió el suministro regular de mano de obra barata que sustentó la industrialización. Dado que se trata de un proceso generalizado que afecta a todas las mujeres (aunque, obviamente, de forma diferente), las feministas marxistas lo consideran una redefinición de facto del sexo femenino como clase: la de las trabajadoras de la reproducción.

Contribuyendo a este corpus de pensamiento, la ecofeminista marxista Mary Mellor formuló el concepto de “fuerzas de reproducción”, es decir, “el trabajo infravalorado de las mujeres que se incorpora al mundo material de los hombres, interpretado a través del marco teórico analítico del materialismo histórico” (Mellor, 1996: 257). Según la autora, ésta debe liberarse de las barreras artificiales del productivismo, por las cuales “la vida de las mujeres se convierte teóricamente en una categoría secundaria, en la ‘esfera de la reproducción'” (ibíd.: 260), lo que provoca impactos ecológicos devastadores, registrados tanto en las economías capitalistas como en las experiencias de socialismo de Estado. En lugar de ser ignorados o negados, los cuerpos de las mujeres deben entenderse como la base material sobre la que se han impuesto relaciones sociales específicas: las diferencias biológicas de sexo –escribe Mellor– “no determinan el comportamiento humano; de hecho, son las fuerzas de la reproducción que tienen que acomodarse en las relaciones de reproducción” (ibíd.: 261). El feminismo permitió a las mujeres utilizar “su posición biológica/social en la sociedad […] como un lugar específico que les permite producir una visión del mundo alternativa, trascendiendo los falsos límites entre lo natural y lo social” (ibid: 262). Esto permitió ver el crecimiento económico moderno como un proceso mediante el cual algunos humanos se liberan de la escasez a expensas de otros humanos y del mundo no humano. A través de las luchas colectivas, argumentó Mellor, “podemos reconstruir nuestro mundo social sobre principios igualitarios” (ibid: 263; cursiva en el original) respetando la agencia autónoma de la naturaleza y nuestra interdependencia con ella.

Desde este posicionamiento teórico, las ecofeministas materialistas han defendido una sólida reconsideración del valor económico. En Globalization and Its Terrors, por ejemplo, Teresa Brennan (2003) revisó la teoría del valor de Marx, sugiriendo que “añadir valor al dinero requiere la aportación de la naturaleza viva (humana y no humana) que se transforma en productos y servicios” (Brennan apud Charkiewicz, 2009: 66); no sólo el trabajo, sino también la naturaleza, ofrecen más de lo que cuestan; el capital transfiere el coste de reproducir tanto el trabajo como la naturaleza a terceros: mujeres y sujetos colonizados y racializados. Esto produce, por ejemplo, cuerpos (y territorios) enfermos donde se almacenan los residuos tóxicos, así como el trabajo adicional que se requiere para cuidarlos. Desde las Islas Marshall (De Ishtar, 2009) hasta el Delta del Níger (Turner y Brownhill, 2004) y a través de otras innumerables historias, las activistas y académicas ecofeministas han puesto de manifiesto cómo la enfermedad y la muerte en el Antropoceno han sido los efectos de un modelo de progreso altamente industrializado/militarizado, cuyos costes han sido soportados en gran medida por “las mujeres, la naturaleza y las colonias” (Mies, 1986: 77). Como señala Ewa Charkiewicz, estas historias muestran que, excluidas de la producción de valor,

Las mujeres están incluidas en las esferas económica y política a condición de que cumplan sus funciones de cuidado. Porque el poder soberano no sólo se fundaba en la patria potestas, el derecho paterno a matar, sino también en la cura materna, la tarea materna de cuidar. Esta tarea se concreta en la responsabilidad de las mujeres en la economía de los cuidados, absorbiendo los costes sociales de la guerra global contra la naturaleza viva. (Charkiewicz, 2009: 83)

Compartiendo esta perspectiva, Ariel Salleh (2009: 4-5) ha propuesto el concepto de “deuda encarnada”, es decir, lo que “tanto el Norte como el Sur están en deuda con los sujetos que realizan trabajo reproductivo no remunerado, que nos proporcionan valor y regeneran las condiciones de producción, incluida la futura fuerza de trabajo del capitalismo”. Esta deuda, sostiene Salleh, debe entrelazarse con otras dos: la “deuda social” que los capitalistas tienen con los/as trabajadores/as (remunerados/as o no) por la plusvalía extraída de sus cuerpos; y la “deuda ecológica” que los países colonizadores tienen con los países colonizados “por la extracción directa de los medios naturales de producción o de vida de los pueblos no industriales” (ibíd.). Este enfoque, que Salleh denomina materialismo encarnado, permite desarrollar una narración materialista ecofeminista del Antropoceno: una que considera que la crisis ecológica emerge de la interconexión entre las tres formas de robo operadas por el sistema global de explotación.

La deuda encarnada señala que la agricultura de subsistencia, así como el cuidado del entorno urbano y rural, son formas de trabajo reproductivo no remunerado que complementan el trabajo doméstico al proporcionar las condiciones para la producción. Podríamos llamar a este trabajo reproducción ambiental, es decir, el trabajo de ajustar la naturaleza no humana a la reproducción humana, protegiéndola de la explotación y asegurando las condiciones para la reproducción de la propia naturaleza para las necesidades de las generaciones presentes y futuras. El ecofeminismo materialista reivindica este trabajo como no capitalista, es decir, no orientado a al valor (de cambio), sino regido por principios de comunidad y justicia. La distinción fundamental de este enfoque con respecto a la modernización ecológica es que se basa en un principio que Salleh (2009) denomina eco-suficiencia (en lugar de ecoeficiencia), es decir, una relación no extractiva con la naturaleza no humana, que satisfaga las necesidades humanas en lugar del lucro. La eco-suficiencia, sugiere la autora, es la verdadera respuesta a la deuda climática y ecológica. Si esto se acompañara de la cancelación de la deuda financiera y se adoptara a nivel mundial, permitiría detener el extractivismo en los países más pobres y posiblemente recuperarse de la degradación ecológica, permitiendo el mantenimiento del “petróleo en el suelo” (como pide la Iniciativa Yasuní-ITT) 5/ y el desarrollo de la autonomía local y la soberanía comunitaria sobre los recursos. Al carecer de legitimación académica, señala Salleh, este enfoque de la autosuficiencia ecológica es prácticamente ignorado por las consultorías de expertos y la política medioambiental. La razón no es simplemente cultural, por supuesto, sino profundamente estructural: su adopción requeriría “un compromiso de reducción anual del uso de recursos por parte de las naciones industrializadas” (ibíd.: 18), similar a lo que algunos llaman ahora decrecimiento, amenazando así la gobernanza económica neoliberal. Desde una perspectiva feminista, Salleh sostiene que el decrecimiento podría significar una liberación incluso de las clases trabajadoras industriales del mundo, es decir, de la mano de obra racializada y sexualizada atrapada en la trampa del sistema de productivismo y consumismo como único camino posible para la realización humana.

Siguiendo esta perspectiva, las ecofeministas materialistas han argumentado que, como trabajadoras reproductivas, las mujeres en la modernidad capitalista no sólo incorporaron sino que resistieron las contradicciones ecológicas desde su situacionalidad social (Fakier y Cock, 2018; Merchant, 1996, 2005). Como dice un conocido dicho feminista: organizaron la resistencia desde la mesa de la cocina. Esto nos permite conceptualizar las agencias alternativas que se inscriben dentro y en contra de la modernidad capitalista, y particularmente en torno a una política de los bienes comunes. Las ecofeministas materialistas han considerado a las mujeres como las principales defensoras de los bienes comunes porque constituyen la base material del trabajo reproductivo: desde su punto de vista, la defensa del acceso a los bienes comunes y la preservación de los entornos, naturales y construidos (el suelo, el agua, los bosques, la pesca, pero también el aire, los paisajes y los espacios urbanos) ha sido una forma de resistencia laboral contra la desposesión y la degradación de las condiciones del trabajo reproductivo. Al hacerlo, muchas mujeres urbanas y rurales han sido la principal fuerza de oposición en el camino hacia una completa mercantilización de la naturaleza, apoyando el uso no capitalista de la tierra y la agricultura de subsistencia (Federici, 2009); esto explica por qué las mujeres de todo el mundo han estado a la vanguardia de la agricultura urbana, de acciones como la plantación y el abrazo de árboles, de movilizaciones contra la energía nuclear y la minería, de la oposición a los megaproyectos destructivos, la privatización del agua, los vertederos de residuos tóxicos y acciones similares (Gaard, 2011; Rocheleau y Nirmal, 2015). Carolyn Merchant (1996) ha denominado este fenómeno –y forma de agencia– como cuidados de la tierra (earthcare).

El ecofeminismo materialista insiste en que las mujeres deben ser reconocidas como la gran mayoría de la clase reproductora y cuidadora mundial, tanto históricamente como en el presente. Aunque las mujeres están notoriamente diferenciadas por clase y otras distinciones sociales, es necesario un nivel básico de generalización descriptiva (pero no normativa) para considerar a las mujeres como la gran mayoría del proletariado global, y como una clase de trabajadoras cuyos cuerpos y capacidades productivas han sido apropiados por el capital y las instituciones capitalistas. En esta perspectiva, sostengo, la agencia medioambiental de las mujeres se convierte en la de sujetos políticos que reclaman el control sobre los medios (y las condiciones) de (re)producción: sus cuerpos y el entorno no humano. En otras palabras, si la relación entre las mujeres y la naturaleza no humana como co-productoras de fuerza de trabajo se ha construido socialmente a través de las relaciones capitalistas de reproducción, entonces las luchas ambientales y reproductivas de las mujeres deben considerarse como parte de una lucha de clases más amplia.

Para las ecofeministas socialistas, esto requiere el rechazo del paradigma del crecimiento económico moderno, porque ha subordinado tanto la reproducción como la ecología a la producción, ambas consideradas como medios para la acumulación capitalista. Esto puede considerarse una dimensión muy básica del materialismo ecofeminista: como ha argumentado Mellor “al separar la producción tanto de la reproducción como de la naturaleza, el capitalismo patriarcal ha creado una esfera de ‘falsa’ libertad que ignora los parámetros biológicos y ecológicos” (1996: 256); un socialismo verdaderamente ecológico, afirman pues las ecofeministas socialistas, debe invertir este orden, subordinando la producción a la reproducción y a la ecología (Merchant, 2005). Ante la dimensión catastrófica de la actual crisis ecológica, los recientes desarrollos de la Teoría de la Reproducción Social y el movimiento feminista global indican posibilidades concretas para adoptar esta perspectiva (Arruzza et al., 2019; Bhattacharya, 2017; Fraser, 2014). El movimiento Huelga Mundial de Mujeres (Global Women Strike), por ejemplo, se considera hoy como una lucha no sólo por el trabajo doméstico, sino también por el trabajo de cuidado de la tierra que la modernidad industrial capitalista ha externalizado en las mujeres y otros sujetos subalternos/feminizados, desafiando la violencia capitalista/industrial y militar para transformar radicalmente las relaciones productivas y reproductivas. 6/

El ecofeminismo socialista es una herramienta importante para la subjetivación política; sin embargo, no debe verse como una perspectiva generalizada sobre las mujeres, sino como un análisis crítico de las relaciones materiales de (re)producción que han generado respuestas políticas específicas, y que crean nuevas posibilidades políticas en el presente. La división sexual del trabajo colonial/capitalista, con su férrea normatividad heterosexual, ha oprimido y sigue oprimiendo a demasiadas generaciones de mujeres en todo el mundo para ser ignorada como un poderoso motor de liberación. Evidentemente, muchas mujeres se han adherido al modelo hegemónico de modernidad y progreso, aceptando una visión acrítica del feminismo y de las pautas de consumo y aspiraciones asociadas, o aceptando su domesticación y dependencia del salario masculino. Como todos los sujetos históricos, las mujeres toman decisiones, aunque éstas dependan de condiciones que no han elegido. Lo mismo ocurre con los trabajadores varones a los que el materialismo histórico ha considerado tradicionalmente como los enterradores del capitalismo. Como ha señalado Mellor (1996), hablar del trabajo reproductivo y de su potencial ecológico no es más esencialista que hablar del trabajo industrial y de su potencial revolucionario: más bien significa reconocer las condiciones históricamente determinadas en las que la mayoría de las mujeres están situadas en la división general del trabajo, admitiendo las formas específicas en que el trabajo y el género se han entrelazado en la modernidad capitalista, negándose a aprobar las opiniones profundamente arraigadas del trabajo doméstico y de subsistencia como no productivo o pasivo.

Además, las ecofeministas materialistas han reconocido que, aunque el trabajo de subsistencia es realizado predominantemente por las mujeres, esto se debe a razones históricas y sociales, más que biológicas, y que los hombres en las comunidades campesinas e indígenas, e incluso en las economías industriales, también realizan trabajos de reproducción, cuidado y subsistencia. Como ha señalado Salleh (2009: 9), la división sexual del trabajo se reproduce ideológicamente a través de “actitudes de sexo/género distribuidas inconscientemente” que relegan la reproducción a la esfera infravalorada de las mujeres, impidiendo que los políticos, los académicos e incluso los activistas vean la matriz de género inscrita en las relaciones socioecológicas. 7/ En consecuencia, escribe, “ni la filosofía ni el socialismo han identificado este trabajo antientrópico, y mucho menos han conceptualizado su valor y su contexto social” (ibíd.: 17). Esta perspectiva es compartida por la mayoría de las ecofeministas materialistas: por ejemplo, tras el levantamiento zapatista de principios de los años 90, Mariarosa Dalla Costa (2003) –otra figura destacada de la teoría de la reproducción social y del movimiento feminista de los años 70– ha defendido una comprensión más amplia del cuidado de la Tierra, que no se limite a la agencia medioambiental de las mujeres, sino que incluya también a los movimientos campesinos e indígenas y sus luchas por la soberanía alimentaria y los bienes comunes.

En resumen: combinar el materialismo histórico con el ecofeminismo nos lleva a mirar el Antropoceno desde la perspectiva del trabajo reproductivo, es decir, el trabajo que sostiene la vida y sus necesidades materiales e inmateriales. La agricultura de subsistencia, la pesca y la recolección de alimentos, el trabajo doméstico, la agricultura urbana, la enseñanza, la enfermería, la asistencia sanitaria, la recogida de residuos y el reciclaje son formas de trabajo reproductivo en el sentido de que son esenciales para el desarrollo de la humanidad en su interdependencia con el mundo no humano. Por su propia lógica, el trabajo reproductivo se opone al trabajo social abstracto y a todo lo que objetiva e instrumentaliza la vida en torno a otros fines. La vida misma es el producto del trabajo reproductivo (humano y no humano). Al mismo tiempo, el capitalismo somete este trabajo a una creciente mercantilización y objetivación: esto genera una contradicción en el sentido de que el trabajo reproductivo queda directa o indirectamente incrustado dentro del circuito de valor dinero-mercancía-dinero. Así, el capitalismo disminuye o aniquila el potencial de maximización de la vida de las “fuerzas de reproducción” al convertirlas en un instrumento de acumulación. Este proceso agota tanto al/la trabajador/a como al medio ambiente, extrayendo de ellos más trabajo y energía de la necesaria, dejándolos/as exhaustos/as.

Elaborado en sus apartados esenciales a lo largo de los años ochenta y noventa, el pensamiento ecofeminista materialista estuvo condicionado por una visión binaria de las identidades de género, lo que fue criticado, incluso dentro del movimiento feminista, como esencialista, generando un debate, como escribe Christine Bauhardt (2019: 27), “en torno a la incómoda relación entre la naturaleza, el cuidado de los demás y el medio ambiente, y la relación entre sexo y género”. Aunque es importante recordar que “lo que está en cuestión es la práctica del trabajo de cuidados, no una esencialización del cuerpo femenino” (ibid), es cierto que el ecofeminismo materialista no cuestiona suficientemente la heteronormatividad del sistema patriarcal capitalista, y que el enfoque en las mujeres deja invisible la experiencia de las personas LGBTQI+ y transgénero. En la última década, varias teóricas y activistas se han ocupado de estos aspectos, especialmente dentro de los estudios de ecología queer (Greta Gaard, Catriona Sandilands, Donna Haraway) y del feminismo decolonial (Maia Lugones, Lorena Cabnal). Centradas en la crítica de la heteronormatividad como legado de la modernidad colonial y capitalista, estas perspectivas han demostrado ser una herramienta muy poderosa para analizar la relación entre la violencia de género y la violencia medioambiental. Al mismo tiempo, muestran cómo deshacer las relaciones e identidades de género es un paso esencial para deshacer el Antropoceno.

Conclusiones

La deconstrucción de la narrativa hegemónica del Antropoceno requiere un análisis crítico de sus cuatro niveles de invisibilización: 1) relaciones coloniales: la única civilización que importa es la occidental; 2) relaciones de género: la única agencia histórica es la de las “fuerzas de producción” (ciencia y tecnología industrial); 3) relaciones de clase: las desigualdades sociales y la explotación no importan; 4) relaciones interespecies: el mundo vivo no humano no importa. En conjunto, estos diferentes aspectos de la narrativa hegemónica del Antropoceno derivan de la invisibilización de las “fuerzas de reproducción”, es decir, de aquellas agencias –racializadas, feminizadas, asalariadas y no asalariadas, humanas y no humanas– que mantienen el mundo vivo.

Aunque el modelo hegemónico de modernidad es constitutivo de la modernidad capitalista/industrial, no coincide totalmente con ella. Por un lado, el capitalismo adoptó este modelo de racionalidad al reconfigurar la noción de modernidad como la capacidad de extraer valor del trabajo humano y no humano; por otro lado, sus dimensiones clave (o parte de ellas) también pueden encontrarse en sistemas sociales no capitalistas, es decir, no orientados al valor. El socialismo de Estado, tal y como se vivió en el bloque soviético o en China, o algunas de sus versiones poscoloniales en África, América Latina y el Sudeste Asiático, mantuvieron diversas combinaciones históricas de colonialismo/racismo, heteropatriarcado/sexismo y/o supremacía humana/especismo. Las estructuras político-económicas profundamente arraigadas, desde la escala local hasta la global, bloquean los intentos de desmantelar el modelo hegemónico de la modernidad, por lo que aún no se ha encontrado un modelo contrahegemónico en las formaciones estatales. Sin embargo, nuestras esperanzas de justicia climática residen precisamente en él, por lo que debemos ejercer una narración contrahegemónica de todas las maneras posibles para cultivar formas de modernidad alternativas, múltiples y sostenibles.

Como he argumentado en este artículo, el dilema ecomodernista del socialismo sólo puede superarse si adoptamos una visión de la economía política en la que todas las formas de trabajo tengan el mismo valor en tanto que sostienen la vida. Para ello habrá que superar la visión binaria de la relación entre producción (= masculina) y reproducción (= femenina) del ecofeminismo del siglo XX, para entender las “fuerzas de reproducción” como un conjunto de subjetividades y movimientos que se oponen a la modernidad colonial, capitalista y heteronormativa. Sólo a través de esta vía puede el ecosocialismo del siglo XXI ver la transición ecológica como una intersección de diferentes luchas por el “cambio de sistema”.

 

Forças de reprodução. O ecofeminismo socialista e a luta para desfazer o Antropoceno», e-cadernos CES [Online], 34 | 2020, Publicado online el día 9 de julio de 2021. URL: http://journals.openedition.org/eces/5448; DOI: https://doi.org/10.4000/eces.5448

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Notas

1/ Este término se utiliza aquí en su sentido clásico –perteneciente a la esfera económica/laboral y a las relaciones sociales de (re)producción–, y no en el sentido atribuido al término por la literatura más reciente del feminismo material –perteneciente a la esfera ontológica–.

2/ Véase www.ejatlas.org. Consultado el 30.06.2021.

3/ Nota del traductor: Optamos por traducir “master’s house” (en el original) como “casa-grande”, en referencia a la casa noble rural construida en Brasil por los colonizadores portugueses.

4/ Ama de casa, en el original.

5/ Véase, por ejemplo, el sitio web del Movimiento Mesoamericano contra el Modelo extractivista Minero: https://movimientom4.org/2016/01/la-vida-en-el-centro-y-el-crudo-bajo-tierra-el-yasuni-en-clave-feminista/. Consultado el 01.07.2021

6/ Esta es la visión adoptada en 2019 por la sección italiana del movimiento Non Una di Meno, expresada en su plan programático, disponible en https://nonunadimeno.files.wordpress.com/2017/11/abbiamo_un_piano.pdf. Consultado el 30.06.2021.

7/ Para dar un ejemplo superficial pero bastante esclarecedor, Salleh recuerda que el Manifiesto del Foro Social Mundial de Porto Alegre fue firmado en 2005 por 18 hombres blancos y una mujer africana.

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*Stefania Barca: Universidade de Santiago de Compostela

 

Fuente: Viento Sur

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