La influencia musulmana en Europa

27.12.22
Abd ar-Rahman II (788-852). Omega Emir de Córdoba en Al-Ándalus desde 822 hasta su muerte. Abd ar-Rahman II recibe a los embajadores vascos. España (Prisma / UIG / Getty Images)
Abd ar-Rahman II (788-852). Omega Emir de Córdoba en Al-Ándalus desde 822 hasta su muerte. Abd ar-Rahman II recibe a los embajadores vascos. España (Prisma / UIG / Getty Images)
TRADUCCIÓN: VALENTÍN HUARTE

Durante medio milenio, el territorio de la España contemporánea fue dominado por reinos musulmanes que estuvieron a la cabeza de un experimento cultural extraordinario.

 

Un siglo después de haber surgido en el oeste de la península arábiga a comienzos del siglo siete, el Islam conquistó Medio Oriente, África y parte del sur de Europa. Esta religión dinámica y expansiva estableció su puesto fronterizo en el territorio que hoy comparten una buena parte de España y Portugal.

Aunque esto tal vez sorprenda a quienes tienen cierta familiaridad con la historia de las políticas religiosas medievales de ambos lados del Mediterráneo, en este territorio, más que en ninguna otra parte del mundo musulmán —por no decir nada de los Estados cristianos de Europa— las religiones minoritarias gozaban de cierto nivel de tolerancia. Al menos durante un tiempo, judíos y cristianos pudieron seguir practicando su fe, muchas veces junto a los musulmanes.

El Corán defendía la aceptación de lo que Mahoma había denominado las otras «religiones del Libro», como el cristianismo y el judaísmo. Sin embargo, esta aceptación estuvo generalmente acompañada, en la práctica, de ciertas formas de discriminación contra los seguidores de estas religiones, especialmente la exigencia de pagar impuestos adicionales.

Con todo, en Al-Ándalus esta tolerancia fluctuante —que, dependiendo del período, a veces adquiría un rango bastante amplio y otras veces quedaba reducida a nada— estuvo combinada con préstamos culturales significativos. Algunos autores hablan incluso de una verdadera Ilustración andaluza.

En una Europa donde el rol político pasado y presente del Islam es objeto de polémica, la experiencia de Al-Ándalus es fascinante. Pero, ¿en qué condiciones fue posible esta experiencia?

Pluralismo por necesidad

Una primera respuesta está en las circunstancias en las que Al-Ándalus tomó forma y se desarrolló. Durante medio milenio, la península ibérica representó una parte significativa del mundo musulmán (de su población, su economía, su poder político y su cultura). Desde comienzos del siglo ocho, el nuevo reino musulmán fusionó de manera inextricable el elemento árabe, que representaba a una pequeña minoría de la población, con elementos ibéricos y bereberes, que representaban a la gran mayoría.

La Andalucía musulmana no tardó en alcanzar un callejón sin salida, bloqueada en su avance hacia el norte por la resistencia de los francos, y amenazada simultáneamente en el sur por la insubordinación de las poblaciones bereberes del Magreb. Por este motivo, tuvo que buscar un compromiso entre el orden socioeconómico que dependía del poder del califato de los omeyas de Damasco y el sistema protofeudal de las élites cristianas visigodas derrotadas de Iberia.

En este sentido, el Islam ibérico nació bajo el signo de la hibridación social, política y cultural, porque no fue capaz de sacar mucho provecho de los botines de las nuevas conquistas, como había sucedido en Medio Oriente. Esta especificidad fue el punto de partida de la relativa tolerancia religiosa que mostró en sus inicios, en un período en el que el imperio de los omeyas de Damasco tendía, por el contrario, a restringir los derechos de las otras religiones.

A mediados del siglo ocho, ante la caída del califato de los omeyas y la emergencia de pequeños Estads bereberes en el Magreb, enriquecidos por el comercio sahariano de oro y esclavos, y gobernados por un Islam disidente y culturalmente abierto, Al-Ándalus tuvo que reinventarse. La formación de un emirato musulmán independiente combinó el rigor conservador del estado con la apertura a la diversidad de una sociedad civil heterogénea.

Este compromiso renovado favoreció el desarrollo de fuerzas políticas centrífugas con las que tuvieron que lidiar más tarde los emires de Córdoba. Desde mediados del siglo nueve, debiendo pagar los costos de una larga guerra civil, los emires derrotaron gradualmente a los caudillos y a las ciudades rebeldes.

En el año 929, Abd al-Rahman III, triunfante en la batalla contra sus enemigos, asumió el rol de califa desafiando el poder de los califatos abasí y fatimí. Construyó una maravillosa ciudad palaciega y promovió el desarrollo cultural de su corte. A partir de entonces, su reino intentó fascinar y apropiarse de sus oponentes en vez de aniquilarlos.

Esta hegemonía sin oposición brindó una glosa particular a la diversidad cultural de Al-Ándalus. El país también estaba experimentando un espectacular boom económico en la agricultura, la industria y el comercio, y alentó la urbanización y el aumento regular de la recaudación impositiva. De esta manera, una formación social tributaria islámica triunfó sobre los vestigios feudales de la vieja Hispania.

Sin embargo, a comienzos del siglo once, la base territorial del califato mostró ser demasiado estrecha. No era suficientemente grande como para soportar la presión militar de los reinos cristianos del norte y el control del comercio sahariano del imperio de Ghana en el sur. El califato terminó dividiéndose entre principados rivales conocidos como taifas.

Desde mediados del siglo once hasta las primeras décadas del siglo trece, las dos dinastías norteafricanas de los almorávides y los almohades, lograron revertir esta tendencia hacia la fragmentación. Fueron suficientemente fuertes como para recuperar el control del comercio en el Sahara, en el Magreb y en Al-Ándalus. A pesar de su propio fundamentalismo religioso, también presidieron un nuevo renacimiento de las ciencias y las artes, llevando a la consumación la Ilustración hispanomusulmana.

Conquista y consolidación

Desde las primeras victorias de Táriq ibn Ziyad, que dio su nombre a Gibraltar (Yabal Tarik) después de cruzar el estrecho en el año 711, los árabes y los bereberes que habían invadido la península ibérica necesitaban pactar un armisticio con sus antiguos señores visigodos. La cantidad precisa de aquellos que llegaron en las primeras décadas del siglo ocho sigue siendo un tema debatido entre los historiadores: Eduardo Manzano Moreno sugiere que fueron aproximadamente cincuenta mil árabes y ciento veinte mil bereberes.

Alcanzar un pacto con los conquistados permitió que los nuevos amos de la península triunfaran sin necesidad de desplegar una gran cantidad de tropas. A falta de expansión territorial, la remuneración  que habrían recibido estos ejércitos no habría sido suficiente para garantizar el crecimiento de nuevas ciudades.

A diferencia de Egipto y de Irak, las ciudades militares de Alcalá y Castilla no duraron mucho. Los conquistadores se instalaron rápidamente en las áreas rurales para vivir de los tributos. Crearon una moneda de cobre con la que se pagaban los tributos y se desarrollaba el comercio. Esta moneda de poco valor intrínseco jugó un rol importante durante las primeras décadas de la conquista.

Desde el año 721 hasta el año 732, los jefes de Al-Ándalus desplegaron una serie de redadas a través de los Pirineos contra las sedes episcopales de Narbona, Toulouse, Nîmes, Carcassone, Bordeaux y Autun. Las campañas fueron finalmente interrumpidas por las fuerzas francas, borgoñesas y aquitanas. Los andaluces terminaron aliándose con los provenzales de la región, y un levantamiento bereber contra los impuestos y el reclutamiento de esclavos del imperio omeya (739-743) debilitó el interior.

Los historiadores otorgan mucha importancia a la victoria de Charles Martel, abuelo de Carlomagno, contra las fuerzas musulmanas en la batalla de Tours de 732, y presentan esta campaña como un punto decisivo en la historia de Europa. Muchos grupos políticos islamofóbicos de extrema derecha alaban a Martel.

Sin embargo, fue la resistencia de las tribus bereberes más que la de los francos la que realmente detuvo el avance musulmán en Europa. También sobrevivieron varios reinos cristianos pequeños en lo que hoy es el norte de España, Cataluña y el País Vasco, y esto fue muy significativo para el futuro de Iberia.

Animadas por el descontento político, las tribus seminómadas del norte de África fundaron varios Estados independientes en el Magreb y dominaron el comercio de oro y de esclavos en el sur del Sahara. Los seguidores del jariyismo, la más antigua corriente disidente del Islam, pero también los de una forma primitiva de chiismo, decidieron volver a la «democracia tribal» de los tiempos del profeta, y rechazaron la influencia creciente de las tradiciones monárquicas bizantina y persa sobre el Islam de Medio Oriente.

El antropólogo marxista Pierre-Philippe Rey identificó una tensión creciente entre la ideología contractual de las confederaciones tribales, abierta a debate, investigación empírica y pensamiento racional, y la de los imperios territoriales, basados en el principio de autoridad. Durante un siglo y medio, desde mediados del siglo ocho hasta comienzos del siglo diez, estos pequeños Estados bereberes desarrollaron una civilización rica y abigarrada.

Era una sociedad abierta a las diferencias, que vinculaba un Islam escasamente codificado con elementos de la democracia de clanes, y que resistía a todo poder autoritario central. Según Rey, esta civilización siguió influyendo en las civilizaciones hispanoislámica y soninké hasta el siglo dieciséis.

La economía de Al-Ándalus

Amediados del siglo ocho, el islam ibérico, distante de la metrópolis siria, adoptó como líder a un sobreviviente de la dinastía omeya, Abd al-Rahman I. Ahora Al-Ándalus podía reclamar la independencia política del nuevo imperio abasí, que tenía su centro en Bagdad y que había reemplazado a los omeyas.

Aunque siguió perteneciendo al mundo de los abasíes en términos económicos y culturales, estaba separado geográficamente de su dominio por el Magreb occidental y central, emancipado del control del califato de Bagdad. También se distinguía de él como formación social todavía híbrida, que retenía ciertos rasgos protofeudales.

Las clases dominantes islamizadas de la península, desprovistas de toda posibilidad real de expansión, dependían de sus territorios agrícolas del interior como medio de obtener riqueza. Por eso aprovechaban los vínculos de dependencia personal fundados por la nobleza visigoda, que garantizaban la solidez del vínculo entre los campesinos y la tierra.

A cambio, los musulmanes permitían la conservación de los cementerios y las iglesias cristianas. Los musulmanes rezaban y eran sepultados junto a los cristianos, como prueba el descubrimiento de restos que descansan sobre su lado derecho, con sus caras apuntando a la Meca.

Al-Ándalus fue el primer laboratorio de una forma de dominación árabe musulmana que renunció a la conquista para apostar al desarrollo económico de su territorio. Esta forma social tendió a imponerse gradualmente sobre los nativos, y los condujo a adoptar el lenguaje, la cultura y las creencias de los árabes sin ejercer una presión excesiva.

La corte de los emires también recibió muchos juristas, científicos y artistas orientales. El célebre Ziryab (857), músico, escritor y filósofo de Mosul, introdujo en Andalucía el ancestro de la guitarra (el laúd), le agregó una quinta cuerda y empezó a tocar el instrumento con una púa. Una novela de Jesus Greus, Zyriab, recrea la tumultuosa vida cultural de la corte de Abd al-Rahman II en Córdoba durante la primera mitad del siglo nueve.

Mientras tanto, la costa levantina de la parte este y centroccidental de la península profundizó su decadencia. En contraste, el sur y el este de Andalucía y del valle del Ebro, dos regiones donde la islamización había sido rápida y masiva, no hizo más que crecer.

Las cuencas de Guadiana y de los ríos de Guadalquivir, y las cinco grandes ciudades de Córdoba, Sevilla, Mérida, Toledo y Zaragoza, expandieron sus suburbios y fueron el centro de gravedad del emirato. La red administrativa del país dependía de una red de ciudades secundarias situadas en las cuencas de Tagus y del Ebro, y también en el sudeste.

Una formación social tributaria

Amediados del siglo ocho todavía había profundas diferencias económicas, culturales y religiosas en el emirato de Córdoba. Esta heterogeneidad alentó una dinámica centrífuga que se hizo cada vez más amenazante. El Estado central corría el riesgo de desaparecer si no lograba contenerlas por la fuerza.

Esta confrontación inevitable sumió al país en una larga guerra civil. Buscando amparo en sus fuertes, en sus ciudades y en los caudillos locales, la población resistió con firmeza los intentos de centralización de los emires. Finalmente, en 929 triunfó Abd al-Rahman III y se convirtió en califa.

Según los cálculos más precisos de los que disponemos, en la segunda mitad del siglo diez el mundo musulmán representaba casi un quinto de la población mundial. En Oriente, desde Irak hasta Tayikistán, vivían entre quince y veinte millones de personas sujetas a la autoridad espiritual de los califas suníes abasíes.

La parte central, desde Siria hasta el este del Magreb, tenía un peso demográfico similar, y estaba bajo dominio de los califas chiitas fatimíes. Por último, la parte occidental hispánica, con una población de entre siete y nueve millones, conformaba un tercer califato dirigido por los descendientes de los omeyas de Damasco.

El nuevo estado había liquidado las relaciones de dependencia personal de la sociedad visigoda y ahora gobernaba una formación social islámica tributaria típica. En estas sociedades tributarias, la posición de la clase dominante se confundía con la del Estado. En la variante islámica, dos tipos de actores sociales, las tribus seminómades y los comerciantes urbanos, jugaban un rol específico.

La colonización de tierras que no habían sido cultivadas fomentó la creación de nuevos poblados. El cultivo de algodón y la crianza de gusanos de seda requería complejos sistemas de irrigación. De esta manera, el califato de Córdoba se convirtió en un socio fundamental del comercio mediterráneo, y estableció vínculos con África del Norte, el Sahara, el sur de Italia, Bizancio y Egipto. Sus recursos empezaron a crecer significativamente.

El nuevo jefe de los creyentes demostró su liderazgo indiscutible construyendo la lujosa ciudad palaciega de Madinat al-Zahra, en las afueras de Córdoba, donde vivían casi trescientas cincuenta mil personas. A cargo de la escuela de derecho malikí, el nuevo gobierno trabajó en lo que Manzano Moreno denomina «un vasto programa de legitimación ideológica».

El sucesor, Al-Hákam II, empezó a delegar cada vez más sus obligaciones políticas en sus ministros, y terminó ocupando el rol de símbolo del poder más que el de gobernante. Nunca más abandonó la capital, donde presidió un renacimiento cultural sin precedentes, como prueba su biblioteca, que supuestamente albergaba cuatrocientos mil títulos.

Conquistadores del Magreb

Después de que Al-Hákam muriera a los 61 años en 976, se produjo una rápida decadencia de los omeyas de Córdoba. Su base territorial fue insuficiente para resistir a los reinos cristianos del norte, que empezaron a expandirse hacia el sur, y tampoco pudieron extender su control a las turbulentas tribus del Magreb.

A mediados del siglo once, una confederación tribal de pastores de camellos del desierto del norte de África, los almorávides, aprovecharon este vacío político para construir un Estado hispanoislámico. Un siglo más tarde, los almorávides cedieron su lugar a un joven grupo de conquistadores que dirigió el movimiento de protesta social iniciado por la secta bereber de los almohades.

Estas dos dinastías sentaron las bases de una nueva civilización que duraría un siglo y medio. Esta civilización inspiró al historiador del siglo catorce, Ibn Khaldun, a construir una de las primeras teorías del cambio histórico que destacaba la importancia del ambiente social en la dinámica de las transformaciones políticas y religiosas.

La fuerza de los almorávides descansaba en las confederaciones tribales de los Lamtuna, que tenían un sistema de parentesco matrilineal: las mujeres no usaban velos, pero los hombres usaban pañuelos que cubrían sus bocas. Durante el siglo once, lograron recuperar el control del comercio de oro y esclavos del reino de Ghana. Fundaron Marrakesh y sometieron las regiones agrícolas de los alrededores. También ocuparon las ciudades de Fez, Tánger, Ceuta, Tremecén, Orán y Argelia.

Los almorávides restauraron la unidad de Al-Ándalus. Acuñaron monedas de oro y sostuvieron vínculos comerciales rentables con los mercaderes cristianos de Almería. Sin embargo, su riqueza dependía sobre todo de los botines de las conquistas. Cuando estas conquistas encontraron un tope, tuvieron que incrementar los impuestos, y esto alimentó nuevas formas de disidencia política y religiosa.

Más tarde los almohades reemplazaron a los almorávides. Los nuevos gobernantes habían recibido de la confederación tribal Masmuda del Atlas todo su poder bélico, y el carisma de su predicador, Ibn Tumart. Ibn Tumart se presentaba como el redentor de su comunidad, y combinaba su fe en la unidad de Dios con la idea de la unidad de las tribus de las montañas.

Florecimiento tardío

La doctrina ecléctica de Ibn Tumart manaba de cuatro fuentes de la historia del Islam: el jariyismo, con su fe en el poder colectivo de los concilios; el chiismo, con su milenarismo; el zahirismo, con su literalismo textual; y el mutazilismo, con su apelación a la razón. Esta mezcla despertó el entusiasmo del joven Ibn Rushd, que terminó siendo conocido en todo el mundo como el filósofo Averroes.

A mediados del siglo dice, los almohades tomaron Marrakesh, la costa atlántica de África del Norte y Al-Ándalus. Forzaron a los judíos y a los cristianos a convertirse o a exiliarse, y obligaron los territorios musulmanes del este del Magreb a pagar los mismos impuestos que los infieles.

Sin embargo, la beligerancia de los reinos de la Iberia cristiana y la insubordinación del Magreb oriental terminaron debilitando el nuevo califato, proclamado en 1195. Como los almorávides, los almohades fracasaron en su intento de arraigar su poder en las sociedades que dominaban. A mediados del siglo trece, el triunfo militar quedó del lado de los gobernantes cristianos de Iberia.

A pesar de su compromiso con el fundamentalismo religioso y de la dependencia creciente de los juristas malikíes, había sido una oleada creciente de protestas sociales la que había llevado a los almohades al poder, y había fomentado reivindicaciones intelectuales y espirituales que encontraron su concreción en el refinamiento del sufismo y en el progreso de la filosofía racional. El reinado de los almohades albergó el desarrollo de las expresiones más avanzadas de la cultura árabe musulmán: la filosofía autodidacta de Ibn Tufayl (1110-1185), el realismo crítico de Ibn Rushd (1126-1198) y la imaginación creativa de Ibn Arabi (1165-1240).

Estos regímenes autoritarios, que inicialmente habían intentado imponer sus concepciones religiosas, terminaron brindando un espacio de libertad inesperado para el misticismo disidente y el pensamiento racional. Es cierto que en 1197, los guardianes de la ley religiosa forzaron a Ibn Rushd, el gran cadí de Córdoba y médico personal del califa Abu Yakub Yusuf al-Mansur, a exiliarse y quemaron todos sus libros. Sin embargo, dieciocho meses después, su maestro en Marrakesh lo trajo de vuelta y logró que lo perdonaran.

¿Cómo fue posible? En primer lugar, porque las formas más rigurosas del Islam siempre estuvieron más preocupadas por la ortopraxis (observancia de las prácticas) que por la ortodoxia (observancia de las creencias). En segundo lugar, el fuerte desarrollo del comercio, al que contribuyeron mucho los dos imperios bereberes, reanimó las concepciones contractuales del «pueblo del oro», en detrimento de las monárquicas de los califatos orientales.

Un espacio único

En síntesis, la «Ilustración» andaluza e hispanislámica tuvo su origen en realidades distintas y muchas veces contradictorias. Primero, estableció una especie de «libertad negativa», debido a la fragilidad de una conquista que fue interrumpida por la resistencia cristiana del norte y por el disentimiento bereber en el sur. Esto hizo que el islam andaluz tuviera que hacer concesiones.

La fase siguiente vino con el triunfo de una nueva formación social tributaria respaldada por un poder central que fue capaz de promover el espectacular crecimiento económico del nuevo califato. En este momento los príncipes de Córdoba sintieron que tenían suficiente poder como para convertirse en los promotores de una cultura abierta, como los señores de Bagdad a fines del siglo ocho y comienzos del siglo nueve, o como sus contemporáneos fatimíes.

Durante todo este período, los disidentes jariyistas y chiitas del Magreb nunca dejaron de sostener una visión contractual de las relaciones sociales que resistía a la concepción monárquica del poder. Esta peculiar forma de antiautoritarismo reflejaba la posición de las clases dominantes, que derivaba más del comercio que de la agricultura.

Estos disidentes encontraron respaldo en el pensamiento filosófico antiomeya, que había nacido entre los luchadores árabes musulmanes que habían sido privados de los principales beneficios económicos y políticos de las conquistas. Algunos de estos personajes buscaron refugio en el Magreb y tuvieron una influencia directa sobre Andalucía.

Desde este punto de vista podemos definir la Ilustración hispanoislámica, a pesar de su naturaleza desigual y contradictoria, como la reelaboración más abstracta de una cosmovisión que había nacido inicialmente en la ciudad iraquí de Basora bajo influencia griega, persa, india y malaya, antes de anclar en el oeste del Magreb, donde la llevaron los refugiados. Fue de ahí que el jariyismo berebere y soninké tomó su visión del mundo y la desarrolló, defendiendo las acciones racionales fundadas en la naturaleza y en el gobierno consensuado de los hombres.

Estas ideas tuvieron una influencia duradera y dieron forma a la filosofía de Ibn Rushd. Poco tiempo después de la muerte del filósofo andaluz, la campaña cultural iniciada por el emperador romano Federico II en el sur de Italia terminó convirtiéndolo en un personaje conocido y sus obras fueron traducidas al latín junto a las de muchos pensadores griegos, musulmanes y judíos. De hecho, esta campaña fue una de las corrientes que alimentó el Renacimiento europeo.

Después de 1492

Pierre-Philippe Rey sugiere que en el siglo trece, en Europa y en el Mediterráneo, podría haber surgido un espacio cultural compartido que trascendiera los conflictos entre musulmanes y cristianos. Desafortunadamente, los papas y los príncipes decidieron luchar contra las posibilidades que ofrecía este encuentro fascinante, y terminaron ganando. Cuando las monarquías cristianas de Castilla y Aragón expulsaron el último reino musulmán de Granada en 1492, impusieron una cultura religiosa monolítica y forzaron a judíos y musulmanes a convertirse o a abandonar el país.

El grado de «tolerancia» ideológica de Al-Ándalus durante la Edad Media es un tema que sigue en discusión, y las ideas sobre el islam que dominan el mundo occidental contemporáneo, positivas o negativas, influyen mucho en este debate. Pero no cabe duda de que el mundo musulmán, especialmente la parte hispanoislámica, no experimentó una represión del pensamiento crítico equivalente a la de la cristiandad europea, sobre todo después de la Inquisición y hasta fines del siglo doce.

Sin embargo, tampoco deberíamos atribuir a este mundo un concepto anacrónico de libertad intelectual y religiosa. Esta libertad simplemente no existía en esa época, ni en Europa, ni en África del Norte ni en Oriente. Espero haber mostrado que ningún enfoque simplista de Al-Ándalus resiste los datos de la investigación histórica, y aunque tal vez esta exposición decepcione a quien busca respuestas fáciles, tiene el mérito de ceñirse a lo que esta investigación nos enseña.

 

*Jean Batou: es profesor de Historia Moderna Internacional en la Universidad de Lausana.

Fuente: Jacobin América Latina

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