Una guía para el socialismo en el siglo XXI/ Ver- Organizar nuevas potencias revolucionarias: aproximación hacia la coinvestigación militante

26.10

El último libro de Erik Olin Wright contiene lecciones cruciales sobre qué estrategias pertenecen al pasado y cuáles pueden construir el puente hacia un futuro socialista.

 

Erik Olin Wright fue el mayor teórico de clase de esta época, cuya obra combinaba la claridad con un profundo compromiso moral con la emancipación humana. Su libro póstumo Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI es el broche perfecto de una carrera dedicada a profundizar en la teoría marxista y la política socialista.

En un breve compendio, Wright defiende tanto la injusticia del capitalismo como los principios básicos que podrían guiar la búsqueda de un orden social más humano. Sostiene de forma persuasiva que, aunque muchas de las características institucionales del capitalismo contemporáneo son muy diferentes de las que propiciaron el auge del socialismo hace un siglo, el núcleo del sistema —que motivó la búsqueda de un acuerdo más justo— sigue siendo en gran medida el mismo y, por lo tanto, los argumentos para trascender el capitalismo siguen siendo convincentes.

Pero, ¿cómo se puede conseguir una sociedad más libre? Wright observa que la izquierda ha adoptado varias estrategias. Pero en líneas generales pueden amalgamarse en dos: una estrategia revolucionaria, que busca sustituir el capitalismo con una ruptura decisiva, y otra más gradualista. La mayor parte del libro se dedica a desgranar estas estrategias y a recomendar cómo se pueden aprovechar sus lecciones para superar el capitalismo en nuestro tiempo.

Destrozar el capitalismo

La primera estrategia, adoptada por gran parte de la izquierda socialista del siglo XX, consiste en aplastar el capitalismo. Esta es la clásica vía revolucionaria al socialismo. Supone la toma del poder por parte de un grupo radical, normalmente por medios violentos, pero también potencialmente a través de elecciones. Su elemento definitorio no es tanto la confianza en la revolución, sino lo que ocurre después: que suprime la contrarrevolución por la fuerza y luego construye rápidamente nuevas instituciones socialistas.

Wright argumenta —correctamente, en mi opinión— que tal ruptura con el sistema parece muy poco probable hoy en día, al menos en el mundo capitalista avanzado. Pero, curiosamente, lo rechaza no por su viabilidad sino por su conveniencia. Observa que los partidos socialistas han dirigido con éxito revoluciones, pero que estos estados revolucionarios han establecido nuevos sistemas que no superan las pruebas morales cruciales. En casi todas partes han instaurado regímenes políticos muy autoritarios —peores en la mayoría de los aspectos que las democracias burguesas— e incluso si consiguieron asegurar algunas ganancias materiales para sus ciudadanos, éstas apenas equivalían a la visión de emancipación social de nadie. Infiere que sus características moralmente objetables son una consecuencia del camino hacia el poder: que las revoluciones crean sistemas como estos.

Eso puede ser cierto. Pero para ir más allá, Wright también podría haberse preguntado si un camino revolucionario es siquiera posible en el mundo actual. La mayoría de los Estados están profundamente arraigados en sus sociedades; gozan de una amplia legitimidad, aunque el modelo neoliberal haya perdido autoridad y la disponibilidad de canales democráticos para expresar la disidencia haya tendido a dejar de lado las estrategias revolucionarias como único camino hacia la justicia social.

En el otro lado de la ecuación, las clases dirigentes están poderosamente unidas; el propio Estado dispone de recursos inimaginablemente mayores que hace cien años para vigilar y neutralizar a los grupos radicales; y las posibilidades de ruptura política parecen remotas en el mejor de los casos. Todos estos factores sugieren que lo que Lenin describió como las condiciones básicas para la revolución —cuando la clase dominante ya no es capaz de gobernar a la antigua usanza, y cuando las clases inferiores ya no están dispuestas a aceptar su dominio— no se dan en todo el mundo capitalista avanzado. Si esto es así, lo que nos queda es la segunda estrategia general de Wright.

Erosión del capitalismo

Esta es la «vía socialdemócrata al socialismo». En contraste con la primera vía, que prevé una ruptura repentina, esta vía alternativa es agregativa. En el esquema de Wright, esta estrategia abarca en realidad varias subestrategias distintas. Puede adoptar cualquiera de las siguientes formas:

  1. Desmantelamiento del capitalismo. La idea aquí es alcanzar el poder y luego promulgar reformas económicas que socaven el poder estructural de la clase capitalista. Al reducir su poder, se establecen las condiciones para un impulso final hacia el socialismo.
  2. Domar el capitalismo. Mientras que el desmantelamiento del capitalismo está orientado a trascender el sistema y sustituirlo por el socialismo, la estrategia de domesticación tiene un objetivo más modesto: aprobar reformas que simplemente traten de mitigar sus daños. Sería algo así como el New Deal en Estados Unidos o, más ambiciosamente, la socialdemocracia nórdica.
  3. Resistir al capitalismo. Esta estrategia difiere de las anteriores puesto que, mientras que las dos primeras buscan alcanzar el poder del Estado, esta abjura de él por completo. Trata de matizar las aristas del capitalismo movilizando el poder fuera del Estado. Wright no da ejemplos, pero quizás lo que tiene en mente es el «horizontalismo» de los años 90 y principios de los 2000.
  4. Escapar del capitalismo. Lo que distingue a esta estrategia es que, mientras todas las demás buscan enfrentarse al sistema de alguna manera, ésta gira en torno a la salida. Se basa en la búsqueda de nichos dentro del sistema para crear subcomunidades más humanas, o en esfuerzos más individualistas como cambiar tus elecciones diarias, cultivar tu propia comida o elegir diferentes ocupaciones. Esto se llama a veces «política de estilo de vida».

Wright sugiere que cualquier estrategia anticapitalista viable provendrá de alguna combinación de estas cuatro. Hay dos aspectos de este conjunto que merecen algún comentario. El primero es que resulta algo sorprendente que se describa la «huida del capitalismo» como una estrategia anticapitalista. Es hostil al capitalismo, o al menos puede serlo; pero es difícil ver cómo es una estrategia, ya que este concepto connota una perspectiva sobre cómo lograr objetivos políticos.

La cultura escapista no ha consistido en suplantar el capitalismo con un nuevo orden social, sino en encontrar una forma de construir un nuevo estilo de vida dentro de él. Y el propio Wright expresa cierta inquietud al incluirla como medio para erosionar el capitalismo. De hecho, tenía razón al tener dudas, ya que tiene el potencial de socavar el proyecto por completo.

El segundo punto que vale la pena señalar es que Wright no da prioridad a ninguno de ellos sobre los demás, razón por la cual los subsume en la categoría más amplia en primer lugar. La idea, presumiblemente, es que se recurrirá a diferentes combinaciones y permutaciones, dependiendo del contexto. La división en estas subcategorías pretende ayudarnos a comprender mejor las ventajas y desventajas de cada una de ellas, para poder diseñar mejor una estrategia política. Pero también tiene el efecto de igualar su posición política y moral.

Estrategia sin poder

Al recomendar una estrategia multidimensional para erosionar el capitalismo, Wright resucita un enfoque que fue adoptado por el movimiento socialista en su época de esplendor. La izquierda clásica, hasta la Segunda Guerra Mundial, también enlazó la idea de cambiar las relaciones sociales en los intersticios del capitalismo con la estrategia de desmantelar su poder económico y domar sus excesos.

Pero hay una diferencia crucial entre el enfoque de Wright y el socialista clásico. Para la izquierda clásica, la multidimensionalidad de la estrategia se organizaba como una jerarquía funcional: los diversos componentes de su política se hacían orbitar en torno a la tarea de construir la capacidad de la clase obrera. Así, la creación de sindicatos, los diversos órganos de propaganda, las cooperativas de trabajadores y las pequeñas «economías de reparto» se pusieron al servicio del fin de crear una cultura de solidaridad e identidad de clase, para la búsqueda del poder.

En el marco de Wright, hay una ambigüedad con respecto a esta cuestión. Es posible que pretenda que las subestrategias individuales estén vinculadas a un proyecto de clase. Pero en las ocasiones en que aborda el curso real de la transición del capitalismo al socialismo, la idea misma de la lucha de clases está ausente. Su modelo preferido no es una búsqueda organizada del poder, como sugieren las dos primeras subestrategias, sino un deslizamiento gradual hacia el socialismo mediante la acumulación de prácticas no capitalistas.

Wright se acerca mucho a un tipo de política «intersticial» que fue recomendada por algunos miembros de la izquierda en la década de 1990. Lo describe así:

Una forma de desafiar al capitalismo es construir relaciones económicas más democráticas, igualitarias y participativas, siempre que sea posible, en los espacios y grietas de este complejo sistema. La idea de erosionar el capitalismo imagina que estas alternativas tienen el potencial, a largo plazo, de llegar a ser lo suficientemente prominentes en las vidas de los individuos y las comunidades como para que el capitalismo pueda eventualmente ser desplazado de su papel dominante en el sistema. [énfasis añadido]

Cabe destacar dos aspectos de esta conceptualización. En primer lugar, en este enfoque, los elementos socialistas no se construyen necesariamente dentro de las instituciones centrales del capitalismo, como el lugar de trabajo, sino en sus intersticios, precisamente donde el poder capitalista está ausente. Wright describe estas áreas como espacios, intersticios y nichos. En segundo lugar, la construcción de estos nichos no está directamente vinculada a la construcción de la capacidad de clase, sino al aumento de su relevancia en la vida de los individuos. La estrategia parece depender de un aumento agregado de su peso dentro del sistema, de manera que en algún momento desplazarán las prácticas prototípicamente capitalistas.

El problema de esta estrategia es sencillo. Es de esperar que los capitalistas se contenten con permitir la colonización de los intersticios —la ampliación del alcance de las relaciones no mercantilizadas en la vida de la gente— siempre que no toque los fundamentos de su poder. Así, por ejemplo, se pueden abrir cientos de bibliotecas, fundar cooperativas de alimentos y crear comités de barrio para coordinar los servicios públicos. Todo ello encarna principios no mercantilistas y cooperativos, que Wright considera la base para construir instituciones no capitalistas en la vida de la gente. Y los capitalistas estarán perfectamente contentos de acomodarlos. Ninguno de ellos toca la fuente de su poder real en la sociedad. Pero si las nuevas instituciones desafían el poder capitalista, se puede predecir que la reacción será muy diferente.

Cualquier recomendación para «aumentar las relaciones socialistas» en la vida de la gente tiene que considerar que esto puede tomar dos formas. Pueden ser cambios en el estilo de vida y la interacción que mejoren la vida de la gente y enriquezcan la textura de sus relaciones sociales, pero que dejen intactos el poder y las prerrogativas de los capitalistas, como ocurre con la política de estilo de vida. O pueden ser cambios que hacen todo eso y también invaden las prerrogativas de los empresarios. Un ejemplo clásico es el movimiento sindical.

Mientras que los capitalistas estarán perfectamente contentos de acomodar e incluso fomentar lo primero, no hay razón para suponer que se quedarán de brazos cruzados mientras se desarrolla lo segundo. De hecho, si la historia sirve de guía, deberíamos esperar que se muevan rápidamente para desmantelar y hacer retroceder las innovaciones que desafíen su poder. Esta es, en esencia, la experiencia de las últimas cuatro décadas, en las que los capitalistas de todo el mundo avanzado se han mostrado bastante unidos a la hora de hacer retroceder los elementos de la socialdemocracia que amenazaban sus intereses como los sindicatos, los servicios hasta ahora desmercantilizados y los controles medioambientales.

Cualquier propuesta para construir instituciones «socialistas» en la sociedad capitalista tiene que enfrentarse a este dilema: ¿Cómo mantener estas instituciones y construir sobre ellas cuando, en el momento en que desafíen realmente el poder capitalista, desencadenarán una respuesta hostil? La respuesta de la izquierda clásica a esto era apoyar las innovaciones en el poder organizado del trabajo, para anclarlas en una estrategia de clase. Pero en el libro de Wright hay un inquietante silencio sobre este asunto.

No puede ser que no fuera consciente del problema: toda la carrera de Wright se dedicó a teorizar la lucha de clases y la capacidad de clase. Incluso en este libro hay un capítulo entero dedicado a la agencia política. Pero la discusión es casi totalmente conceptual, no estratégica. Wright se limita sobre todo a definir los elementos centrales de la agencia política —intereses y compromisos morales— y a defender la importancia de la moral en el compromiso político, lo cual es totalmente loable. Pero nunca aborda directamente la cuestión que, para los anticapitalistas, ha estado en el centro de todos los debates en torno a la agencia: cómo construir la capacidad para impulsar nuestro proyecto político, y quién podría ser el electorado de la política anticapitalista.

Esta reticencia es indicativa de un cambio que se estaba produciendo en las opiniones de Wright cuando escribió este libro. Por un lado, sigue considerando que el sistema económico es capitalista en un sentido marxista clásico y que, por tanto, está dominado por esa clase. Pero parece ser ambivalente, incluso pesimista, a la hora de otorgar un gran peso al movimiento obrero como ancla de la estrategia socialista.

Hay muchos motivos para este pesimismo, por supuesto. Los órganos tradicionales de la política obrera están en declive en todas partes y lo han estado durante algún tiempo. Podemos esperar que se recuperen, pero no tenemos pruebas reales de que lo hagan. Quizás los días de la política de clase organizada hayan quedado atrás. Wright tiene todas las razones para ser cauteloso en su tratamiento de la agencia. Pero al no afrontar nunca esta cuestión de frente, se coloca en una posición difícil. Porque si está de acuerdo, como parece, en que la clase capitalista sigue siendo dominante, entonces no puede evitar la cuestión de cómo los anticapitalistas se enfrentarán a ese poder una vez que construyan instituciones diseñadas para socavarlo.

¿Cómo, entonces, avanzará la agenda anticapitalista? Wright parece apoyar su estrategia en una base mucho más amplia que la de la clase obrera tradicional. En lo que parece ser un giro polanyiano, sugiere que el poder para impulsar la agenda anticapitalista se derivará de un crecimiento de la solidaridad, no dentro de la clase obrera en sí, sino en la sociedad en general.

Este ethos solidario se desarrollará a partir de las instituciones no capitalistas que la izquierda implante en los nichos del capitalismo. A medida que las nuevas normas de cooperación y confianza se generalicen, constituirán la infraestructura moral de los nuevos movimientos sociales y las nuevas coaliciones que impulsen la agenda anticapitalista. De ahí que Wright mantenga la idea de que el socialismo requerirá una agencia política. Pero el agente será más difuso y más fluido que la propia clase obrera.

Este argumento se basa en la suposición de que el desarrollo de un ethos solidario rejuvenecerá a la izquierda. Pero Wright tenía que haberlo defendido más extensamente, porque es una proposición dudosa. La solidaridad puede tener usos políticos bastante divergentes. De hecho, como ha demostrado el sociólogo Dylan Riley, los países que cayeron en el fascismo en la Europa de entreguerras eran también los que tenían las sociedades civiles más ricas, la mayor densidad de asociaciones cívicas, la cultura cívica más vibrante, todos ellos indicadores de una cultura solidaria. La razón por la que fueron en esa dirección en lugar de en una socialista fue precisamente porque el capital pudo establecer los parámetros de la contestación política, y pudo hacerlo porque abrumó al movimiento obrero organizado. Lo que podría haber sido una infraestructura social para un movimiento socialista emergente acabó convirtiéndose en un semillero de su contrario.

Una rica cultura solidaria no sustituye ni puede sustituir a la fuerza organizativa de clase. En el caso del argumento de Wright, hay una implicación clara. Supongamos que seguimos su recomendación de construir instituciones solidarias en los intersticios del capitalismo, pero no lo hacemos como la izquierda clásica —como parte de un movimiento de la clase obrera— sino como una iniciativa difusa, dirigida por los ciudadanos, que se extiende a través de las clases. Ahora digamos que algunas de estas instituciones desencadenan una respuesta hostil por parte del «1%», y utilizan una combinación de amenazas e incentivos para desmantelarlas. Por otro lado, dejan intactas las innovaciones que no amenazan sus intereses. Si todo lo que la izquierda tiene a mano es su ethos solidario, sin un poder compensatorio al de la clase patronal, es difícil ver cómo defenderá con éxito la embestida.

Esto no es una mera conjetura. La historia de la era neoliberal no es solo el desmantelamiento de las antiguas instituciones no capitalistas, sino la erosión constante del propio ethos solidario que la socialdemocracia había construido durante cinco décadas. En otras palabras, lo que hemos presenciado es la incapacidad de la sociedad civil para hacer frente al poder del capital, una vez que el movimiento obrero entró en declive. El ethos duró tanto tiempo porque los sindicatos y los partidos estaban ahí para protegerlo y alimentarlo. Si se les quita de en medio, la cultura entra en declive.

Ahora bien, si la cultura solidaria no es suficiente para defender las instituciones no capitalistas, habrá inevitablemente un proceso de selección social: las instituciones que amenacen al capital serán seleccionadas en contra, mientras que las que sean neutrales con respecto a los intereses capitalistas seguirán en pie. Pero esto es solo para decir que la estrategia es autodestructiva.

A medida que los actores sociales descubran que carecen de la capacidad de sostener instituciones que realmente amenacen al capital, se instalarán en prácticas que mejoren la calidad de sus relaciones sociales, pero que nunca lleguen a salir de los nichos e intersticios del sistema. O, dicho de otro modo, la amplia estrategia de erosionar el capitalismo se derrumbará en solo escapar del capitalismo.

Esta es la ironía del esquema de Wright. Al dignificar este componente particular como una estrategia, da licencia y justificación a algo que nunca fue una estrategia anticapitalista en absoluto. Es más, su evasiva sobre el problema del poder hace muy plausible que ésta sea la única parte del esquema que sobreviva.

Renovación de la clase obrera

La solución sencilla para el argumento de Wright es integrarlo en un proyecto de renovación de la clase obrera. Esto equivaldría a una resucitación de la estrategia socialdemócrata clásica, pero con el beneficio de la retrospectiva obtenida de un siglo de experiencia política. Si lo abordamos de esta manera, si insistimos en que las diversas innovaciones institucionales que describe —presupuestos democráticos, democracia en el lugar de trabajo, subvenciones de renta básica, financiación comunitaria— se vinculen a un proyecto de aumento de la capacidad de clase del trabajo, entonces el libro adquiere un cariz muy diferente.

Ahora, todas las innovaciones que recomiendan para mejorar la democracia pueden ser puestas a prueba por la medida en que permiten a la izquierda no solo construir nuevas relaciones sociales dentro del capitalismo, sino cambiar el equilibrio político entre el trabajo y el capital. Esto requerirá que abandonemos la noción de que el socialismo se producirá cuando el peso agregado de las prácticas sociales no mercantilizadas desplace lentamente la forma de la mercancía, como implica el argumento de Wright. Significará volver a la idea de que no se puede conseguir nada serio sin luchar.

Pero hay un problema. No podemos descartar el escepticismo de Wright sobre la posibilidad de la política de la clase trabajadora simplemente porque es un pensamiento inoportuno. Hace ya más de tres décadas que el movimiento obrero está en declive. Y aunque hay algunas señales de vida que resurgen, con huelgas en algunos sectores, sigue siendo bastante modesto en comparación con los estándares históricos.

No hay pruebas fehacientes de que la izquierda haya descubierto cómo organizar el trabajo en los nuevos entornos laborales, en un capitalismo desindustrializado en el que los pequeños comercios sustituyen a las gigantescas fábricas de antaño. Es muy posible que el movimiento obrero masivo y organizado que antes se asociaba a la izquierda sea ahora cosa del pasado. Solo lo sabremos a medida que avancemos, cuando los socialistas traten de integrarse de nuevo en la clase obrera (o, más bien, si deciden hacerlo).

En cualquier caso, es posible que el escepticismo de Wright esté justificado. Pero incluso así, dudo que su visión estratégica sea viable. El reto central para la izquierda sigue siendo, como siempre lo ha sido, que sus objetivos son y serán siempre combatidos por el agente social más poderoso de la sociedad moderna, los capitalistas, y que el segundo agente más poderoso, el Estado, está controlado en gran medida por el primero. Por esta razón, ningún anticapitalismo viable puede eludir la cuestión del poder.

Así, si la posibilidad de resucitar un movimiento obrero ha pasado, lo más probable es que las perspectivas del socialismo se hundan con él.

La izquierda se encuentra en un momento crucial. Las organizaciones e instituciones políticas que construyó a lo largo de un siglo se están desmoronando o están en profunda crisis. La mayor parte de la intelectualidad progresista se ha visto superada por una visión estrecha y tribal y un profundo desprecio por los trabajadores. Los obstáculos a un orden social igualitario y humano son tan desalentadores que muchos antiguos socialistas han tirado la toalla y han abandonado el juego. El mérito de Wright es que, aunque llegó a dudar de algunas de las creencias que había mantenido durante décadas, se negó a renunciar a su compromiso con la emancipación social. Y aún más, conservó la idea fundamental de Marx de que había límites reales e inaceptables a la emancipación dentro del capitalismo.

Quizá no haya ningún teórico contemporáneo que haya hecho más que Wright para aclarar las fuentes estructurales de la injusticia en la sociedad moderna. Aunque las propuestas estratégicas que recomienda Cómo ser anticapitalista puedan ser dudosas, sigue contribuyendo poderosamente al proyecto de reconstrucción de la izquierda, porque reafirma el vínculo esencial entre la justicia social y el anticapitalismo.

 

*VIVEK CHIBBER: Profesor de sociología en la Universidad de Nueva York. Es editor de Catalyst: A Journal of Theory and Strategy.
Fuente: Jacobin América Latina
https://1resisto.com/2022/10/27/organizar-nuevas-potencias-revolucionarias-aproximacion-hacia-la-coinvestigacion-militante/

Organizar nuevas potencias revolucionarias: aproximación hacia la coinvestigación militante

Los sujetos investigados se convierten en sujetos investigadores con capacidad de agencia, capaces de elaborar sus propios mecanismos de autoenunciación (teorías, conceptos y lenguajes) y de generar instrumentos para el conocimiento de su experiencia, en este caso, de las relaciones de explotación.

 

26 OCT 2022

“Avosotros dedico una obra en la que he intentado describir a mis compatriotas alemanes un cuadro fiel de vuestras condiciones de vida, de vuestras penas y de vuestras luchas, de vuestras esperanzas y de vuestras perspectivas. He vivido bastante tiempo entre vosotros, de modo que estoy bien informado de vuestras condiciones de vida”. Así comenzaba Friedrich Engels, con apenas 25 años, la dedicatoria de su famoso libro La situación de la clase obrera en Inglaterra. Fue, quizá, uno de los primeros trabajos que trataron de sistematizar un estudio sobre las condiciones del proletariado (mucho más allá de la vulgarización fabricista, tan actual): desde los obreros fabriles, los mineros hasta el denominado proletariado agrícola pasando por la descripción de las transformaciones urbanas de la metrópolis moderna o el análisis del papel de la vivienda en la reproducción del capital. Pero, también, una forma de conocimiento desde la inmersión experiencial, en donde Engels pasó alrededor de 21 meses de vida tratando de confundirse entre el proletariado, “no es solamente un conocimiento abstracto de mi asunto lo que me importaba, yo quería veros en vuestros hogares, observaros en vuestra existencia cotidiana, hablaros de vuestras condiciones de vida y de vuestros sufrimientos, ser testigo de vuestras luchas contra el poder social y político de vuestros opresores”.

25 años después, en 1880, La Revue Socialiste, que trataba de reunir y hacer discutir, al cargo de Benoît Malon (antiguo partidario de las corrientes libertarias y participante activo en la Comuna de París), a las distintas corrientes socialistas francesas, encargó a Marx la realización de una encuesta que hiciese conocer la situación del proletariado francés. El cuestionario, que comprendía un total de 100 preguntas, recogía desde las condiciones laborales (tecnologías, descansos, jornadas, infraestructuras…) hasta las formas sindicales o asociación entre los trabajadores, así como sus conflictos contra la burguesía (especialmente en su IV sección). Se imprimieron un total de 25.000 copias, repartidas a través de todo tipo de organizaciones obreras de la época. Su objetivo, más que la recopilación informativa, era el de generar autoconciencia entre los trabajadores sobre las condiciones de su dominio y sus posibles formas de combate.

Durante todo ese siglo, comienza a desarrollarse la sociología moderna, pero no es hasta casi 100 años después cuando resurge con fuerza, de nuevo, la investigación militante como forma de intervención política. Importada a Europa desde EEUU, intelectuales como Danilo Montaldi y muy especialmente Romano Alquati, comienzan a hablar de coinvestigación militante, un giro radical frente a las formas clásicas de análisis social. Pero no es hasta la formación de los Quaderni Rossi (con Alquati entre sus figuras más destacadas), revista mítica que sirvió de primer encuentro para el operaísmo italiano antes de su fractura y el surgimiento de Classe Operaia, en donde este nuevo método comienza a sistematizarse. Raniero Panzieri, en su texto clásico Uso socialista de la encuesta obrera, resumía así su utilización por parte de los rossi: “La encuesta es un método correcto, eficaz y políticamente fecundo para tomar contacto con los obreros singulares y los grupos de obreros; es este un objetivo muy importante: no solo no hay separación, divergencia ni contradicción entre la encuesta y el trabajo de construcción política, sino que además la encuesta aparece como un aspecto fundamental de este trabajo de construcción política”.

Las imágenes de Alquati yendo en bicicleta a la fábrica de la Fiat y Olivetti o las reuniones en donde se reunían obreros y operaístas a las 5 de la mañana en las puertas de las fábricas son parte del imaginario colectivo de toda una generación política. El uso de la encuesta y las distintas formas de coinvestigación, ya en Classe Operaia, quedaba muy claro: era uno de los presupuestos claves para la organización de la conflictividad obrera. Más allá de ser un instrumento ideológico encaminado a la renovación de las estructuras oficiales del movimiento obrero, generando un poso de autoconciencia sobre los mecanismos de dominación burguesa entre el proletariado, el objetivo principal era conocer y proyectar las distintas formas de resistencia cotidianas de clase, más o menos evidentes, más o menos subterráneas. Desde la generación de nuevas organizaciones de lucha hasta las distintas formas de sabotaje de la producción. Lo que culminó, unas décadas después, en la teoría de la autovalorización obrera: la idea harto polémica de que el proletariado, en la experiencia de sus condiciones de explotación a través de la relación de clase, genera formas tendentes a su autonomía con respecto al capital. Formas que van mucho más allá de la autocreación de una cultura obrera, sino que incluye también formas de autovalorización productiva y de autoorganización de las nuevas subjetividades revolucionarias.

La coinvestigación militante desarrollada durante esos años, que tuvo un papel fundamental en la organización previa de la autonomía obrera (confirmando buena parte de sus hipótesis más polémicas) en Italia o, en Francia, de la mano de Socialisme ou barbarie, supone una ruptura con la investigación académica tal y como lo entendemos, con las formas habituales de la sociología burguesa. En ese sentido, se revela como una investigación de parte en la medida en que su objetivo no es un saber abstracto, perfectamente modelizado bajo los parámetros de la economía política, sino un conocimiento útil para la organización obrera. A diferencia de la etnografía antropológica, es una práctica contextual que no solo se mantiene en el tiempo sino que trata de intervenir sobre las condiciones de los propios sujetos. En este caso, los sujetos investigados se convierten en sujetos investigadores con capacidad de agencia, capaces de elaborar sus propios mecanismos de autoenunciación (teorías, conceptos y lenguajes) y de generar instrumentos para el conocimiento de su experiencia, en este caso, de las relaciones de explotación. En definitiva, la construcción de una epistemología propia que, en el caso operaísta, confía en que las potencialidades revolucionarias están ya inscritas en la clase, no en una exterioridad que le da forma; que entiende que el desarrollo de una estrategia revolucionaria es el producto vivo de la autoorganización obrera, no el camino prescrito hacia donde ha de ser dirigida.

La coinvestigación se entiende como una herramienta política para la organización contra el capital, pero no preescribe una serie de hipótesis a verificar en el campo social

La coinvestigación militante como método

Pero, décadas después, ¿cómo promover la coinvestigación militante en un momento en donde el modo de regulación social fordista ha sido sustituido por la deslocalización de los vectores de acumulación en Europa, conduciendo a un abaratamiento de la fuerza de trabajo traducido en temporalidad y paro crónico? ¿Cómo coinvestigar hoy más allá de la fábrica? La respuesta se encuentra, seguramente, en quienes intervinieron en esa crisis de acumulación y han sido capaces de desplazar esas prácticas a nuevos terrenos de lucha.

En ese sentido, los grupos de autoconciencia feminista, imprescindibles tanto en el ciclo de movilización de los años 70 (fuera y dentro de las fábricas como mujeres obreras) como en otros posteriores, han sabido reactualizar estas prácticas en un escenario marcado por la metrópolis posfordista. Herederas de los grupos de mujeres negras del Blackclubwomen’s Movement, los grupos de autoconciencia, que nacieron a finales de los 60 en EEUU, se reprodujeron por toda Europa durante toda esa década. Al mítico Sottosopra! de Rivolta Femminale, habría que añadirle coinvestigaciones españolas más recientes como el libro Nociones Comunes (Traficantes de Sueños, 2008), la experiencia de la La Eskalera Karakola y uno de sus colectivos, Precarias a la deriva, o el trabajo actual de La Laboratoria, que avanza hacia un sindicalismo feminista con publicaciones como Biosindicalismo desde los territorios domésticos y Hasta que caiga el patriarcado y no haya un desahucio más.

Como hemos mencionado anteriormente, la coinvestigación se entiende como una herramienta política para la organización contra el capital, pero no preescribe una serie de hipótesis a verificar en el campo social. Exige, por tanto, una capacidad de escucha con lo existente y una suerte de desindentificación, un desplazamiento de la identidad en pos de la organización de esas resistencias latentes.

En ese sentido, la discontinua historia de la investigación militante y, más recientemente, de la coinvestigación militante, si bien exige una serie de condiciones o hipótesis, no limita la multiplicidad de sus posibles formas (desde el paradigma de Investigación-Acción, IAPs, hasta la propia encuesta obrera). Se trata, por tanto, de dispositivos prefigurados pero no resolutivos, capaces de moldearse a la coyuntura y a las distintas realidades de explotación y opresión existentes.

Hasta ahora, una parte de la coinvestigación militante, por la característica especificidad y singularidad de los procesos de autoorganización, ha quedado relegada a una serie de acciones dispersas sin sistematizar. Aún así, sus diferentes ejemplos confirman su potencia tanto para el conocimiento de dichos procesos, como para su proyección organizativa. Entender la coinvestigación como práctica efectiva pasa por encuadrarla dentro del proceso dialéctico de organización frente al poder del capital. En un momento, como el actual, de crisis de acumulación derivada de la crisis ecológica generada por el modo de producción capitalista, procesos como este, tanto a pequeña como gran escala, contribuyen a la intervención política en la  inteligibilidad de una crisis múltiple y no explosiva en donde es imprescindible tanto potenciar y cuestionar las formas organizativas ya existentes como saber traducir políticamente, en términos de ruptura, sus potenciales malestares y latencias.

 

Fuente: EL SALTO

https://1resisto.com/2022/10/27/mike-davis-1946-2022-un-brillante-reportero-radical-con-el-ojo-de-un-novelista-y-la-memoria-de-un-historiado/

MIKE DAVIS: 1946-2022 Un brillante reportero radical con el ojo de un novelista y la memoria de un historiador

JON WIENER

26 OCTUBRE 2022

Mike Davis, autor y activista, héroe radical y hombre de familia, murió el 25 de octubre tras una larga lucha contra el cáncer de esófago; tenía 76 años. Es más conocido por su libro de 1990 sobre Los Ángeles, Ciudad de Cuarzo. Marshall Berman, al reseñarlo para The Nation, dijo que combinaba «al ciudadano radical que quiere captar la totalidad de la vida de su ciudad, y al guerrillero urbano que ansía que todo el maldito asunto estalle».

Y el asunto estalló, dos años después de la publicación del libro. Cuando estallaron los disturbios de Rodney King en Los Ángeles en 1992, los blancos asustados corrieron a casa, cerraron las puertas y encendieron las noticias de la televisión. Mike, sin embargo, conducía en dirección contraria, con su viejo amigo Ron Schneck a su lado. Aparcaron, salieron y empezaron a hablar con la gente de la calle sobre lo que estaba pasando. Luego se fue a casa y escribió sobre ello.

Mike era una persona de los años 60, pero no procedía de un entorno liberal o de izquierdas. Su padre era carnicero y conservador, y como joven patriota, Mike se unió brevemente a los Devil Pups, la versión del Cuerpo de Marines de los Boy Scouts. Su vida cambió con el movimiento por los derechos civiles. En 1962, cuando cursaba el primer año de instituto, una activista negra casada con su primo llevó a Mike a una protesta organizada por el Congreso por la Igualdad Racial (CORE), en la que se hizo un piquete en una sucursal del Bank of America en San Diego, que era exclusivamente blanca. Pronto se convirtió en voluntario en la oficina del CORE. Empezó a estudiar en Reed, pero lo dejó para ir a trabajar en el SDS [Students for a Democratic Society].

Como organizador del SDS a finales de los 60, Mike formó parte de la mayor detención masiva de la historia de las protestas de los 60: fue en Valley State, ahora Universidad Estatal de California-Northridge, en 1969, cuando tras una sentada pacífica de 3.000 estudiantes que protestaban contra la administración de la escuela, que prohibía todas las manifestaciones, mítines y reuniones fueron detenidas 286 activistas. «Lo que recuerdo más vívamente de las detenciones», dijo 45 años después, «fue el viaje a la cárcel en el autobús de la policía. Las chicas empezaron a cantar Hey Jude, no tengas miedo [Hey Jude, The Beatles]. Me enamoré de todas ellas».

Ciudad de Cuarzo fue su obra maestra. Publicada en 1990, comienza con la descripción de una visita a las ruinas de la ciudad socialista de Llano del Río, fundada en 1914 en el desierto al norte de Los Ángeles. Allí, el Primero de Mayo de 1990, encuentra acampados a dos obreros de la construcción, veinteañeros de El Salvador, con la esperanza de encontrar trabajo en la cercana Palmdale. «Cuando les indiqué que estaban instalados en las ruinas de una ciudad socialista, uno de ellos preguntó si los «ricos habían venido con aviones y los habían bombardeado». Le preguntaron qué hacía allí y qué pensaba de Los Ángeles. «Intenté explicar que acababa de escribir un libro…». Y entonces pasó la página, al capítulo uno, el inolvidable «Sunshine and Noir».

Después de Ciudad de Cuarzo, todo el mundo quería a Mike. Adam Shatz escribió en 1997 sobre cómo el llamar por teléfono a Mike Davis era una buena manera de conocer su contestador automático… Sentado en su porche una cálida tarde, comprendí por qué: el teléfono sonaba incesantemente, pero Davis no se levantaba ni una sola vez de su silla. Las llamadas duraban desde la mañana hasta la medianoche. Podía ser el fotógrafo Richard Avedon o el arquitecto I.M. Pei solicitando una de las legendarias visitas de Davis a L. A…. También podía ser un comisario danés que montaba una exposición sobre la ciudad posmoderna, un organizador del sindicato de trabajadores de la hostelería, un estudiante del Centro César Chávez de la UCLA o (muy probablemente) un guionista de Hollywood.

Rechazó la mayoría de las invitaciones para hablar. Recuerdo que su hija Roisin le dijo en 2014: «Papá, deberías responder a esa invitación de la presidenta de Argentina», y Mike respondió: «Si no respondo al Papa, no le respondo a ella». (Le habían invitado al Vaticano después de la publicación de Planeta de ciudades-miseria).

Pero aceptó algunas. En la UC Irvine, donde fuimos colegas en el departamento de historia durante la mayor parte de una década, di una conferencia en su curso («Introducción a la historia de EEUU del siglo XX») para cubrirle el día en que iba a hablar en una convención anarquista en Palermo.

Mike odiaba que le llamaran «agorero». Sí, Los Ángeles explotó dos años después de la publicación de Ciudad de Cuarzo; los incendios y las inundaciones se intensificaron después de Control Urbano,la ecología del miedomás allá de Blade Runner y, por supuesto, una pandemia mundial siguió a El Monstruo llama a nuestra puerta. Pero cuando escribía sobre el cambio climático o las pandemias víricas, no ofrecía una profecía; informaba sobre las últimas investigaciones. Tras la aparición de la covid-19, hicimos varios segmentos del podcast de The Nation sobre el tema; en un momento dado me dijo: «Me he quedado despierto hasta tarde leyendo libros de texto de virología».

Dijo que escribía sobre las cosas que más le asustaban. Control Urbano. Ecología del miedo (1998) trataba de terremotos, incendios forestales, inundaciones y sequías de un siglo. Un capítulo, «Razones para dejar que arda Malibú», se convirtió en un clásico, al argumentar que los presupuestos para incendios se gastarían mejor protegiendo los abarrotados barrios del centro de la ciudad, en lugar de proteger de incendios las megamansiones construidas en remotas laderas. Esto provocó su propia tormenta de fuego. Sus críticos, encabezados por un agente inmobiliario de Malibú, no pudieron refutar su argumento, así que se centraron en sus notas a pie de página, y tanto Los Angeles Times como The New York Times publicaron artículos sobre la controversia. Pero la controversia se desvaneció y el argumento se hizo más fuerte. «Durante la temporada de incendios», escribió el columnista del LA Times Gustavo Arellano en 2018, cuando los incendios rodeaban Los Ángeles y el cielo estaba lleno de humo durante semanas, «siempre pienso en… Razones para dejar que arda Malibú«.

A diferencia del resto de la Nueva Izquierda, Mike no rechazaba a la vieja izquierda: su mentora en los años 60 y 70 fue la líder renegada del PC en el sur de California, Dorothy Healey. A Mike le encantaba discutir con ella. Cuando Dorothy murió en 2006, Mike escribió en The Nation que representaba a «la gran generación de la izquierda: esos hijos de Ellis Island tan duros como las uñas que construyeron el CIO [Congreso de Organizaciones Industriales], lucharon contra Jim Crow en Manhattan y Alabama y enterraron a sus amigos en la tierra española». Sus muertes, dijo, fueron «una pérdida inestimable y desgarradora». Ahora sentimos lo mismo por la suya.

Original: https: www.thenation.com

Traducción: viento sur

Tomado de Viento Sur

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