SANTIAGO ALBA RICO*: ¿Educar o entrenar a los hijos?

SANTIAGO ALBA RICO*

24/10/2022

Voy a cometer una arbitrariedad. Voy a dividir el obrar consciente del ser humano en el mundo en cuatro campos que -añadiría- se suelen cruzar o solapar sin muchas suturas: educación, amor, activismo y entrenamiento. Los cuatro se vuelcan en una sociedad que nos precede al nacer, ya configurada, y que se transforma y nos transforma mientras vivimos.

La educación y el amor se concentran sobre todo en la esfera llamada familiar. Digamos que los padres educan a sus hijos como pueden, a partir de su propia experiencia y formación, al mismo tiempo a favor y en contra de la sociedad, mediante la palabra y el ejemplo; educamos en límites, en valores, en reglas; se educa para trazar una línea entre el bien y el mal, entre la justicia y la injusticia y por eso, a veces, también para criticar y transformar el mundo exterior. En cuanto al amor, que siempre sufre un poco, le preocupa sobre todo, en efecto, el sufrimiento: quiere -es decir- evitar a los hijos todo el sufrimiento posible, ahorrarles las experiencias más penosas y, por tanto, despejar el camino, quizás duro, que los padres tuvieron que recorrer en la generación anterior. El amor puede aceptar su carácter pedestre y limitado, pero no puede querer el dolor del otro: su sola representación le hace temblar de angustia.

Es peligroso, es verdad, confundir la educación y el amor o, mejor dicho, sustituir la educación por el amor. Hay que educar a los niños para el mundo; hay que amarlos para que sufran lo menos posible en él. Es esta confusión la que produce los “niños mimados”, fruto de un amor no corregido por la educación y que se cree o se pretende omnipotente. Así fue el caso, por ejemplo, del príncipe Gautana Sidarta, conocido luego como Buda, al que su padre, el rey Sudodana, ocultó durante años a “los enfermos, los ancianos y los muertos”; hasta que un día abandonó su palacio, tropezó con un mendigo de edad avanzada y su cochero Chana, muy educativo, le explicó que los hombres envejecían y morían. Gautana era hijo de la riqueza y el poder, de los que se salvó saliendo sin permiso a la intemperie. Los pobres no aman menos que los ricos, pero no tienen los medios para ocultar la verdad a sus hijos durante mucho tiempo.

Luego tenemos el activismo, que es algo así como la combinación de amor y educación fuera de casa. El Buda, a su manera, era un activista, pues creyó haber encontrado una actitud y una práctica -un método- para ahorrar sufrimientos al conjunto de la humanidad. El activista, en todo caso, critica el estado de la sociedad que ha recibido al nacer y trata de transformarla para disminuir el dolor que introducen en ella la desigualdad, la injusticia y la destrucción de recursos. Si hablamos de hijos -de nuestros hijos- eso implica abordar, por ejemplo, tanto las causas del aumento de los casos de suicidio entre los más jóvenes como los trampantojos de la -digamos- “protección tecnológica”: ese “ocio proletarizado” que, desde hace décadas, en las sociedades occidentales, ha generado un extraño “efecto Gautana”: la ilusión de que, mientras nos suicidamos, nos jugamos la vida con una mochila de Glovo y consumimos psicofármacos, estamos protegidos “de la vejez, la enfermedad y la muerte”. Conviene aquí hacer una advertencia: ni el amor ni la educación ni el activismo deberían, en ningún caso, rivalizar con la utopía capitalista de la inmortalidad, que tanto daño nos hace: las enseñanzas del cochero Chana seguirán siendo ciertas en cualquier otro mundo posible. El activismo, como el amor, no lucha contra el sufrimiento general sino contra los sufrimientos concretos generados socialmente; no promete la erradicación del mal y mucho menos la abolición de la muerte sino una vida un poco más digna y un poco más libre.

Ahora bien, si es peligroso confundir la educación y el amor, más peligroso es confundir la educación con el entrenamiento. Se educa en límites, en valores, en reglas; para conocer y eventualmente transformar el mundo. Se entrena, en cambio, para la victoria o la supervivencia: para la victoria en una carrera cuyo recorrido no se ha diseñado o para la supervivencia en una guerra que no se ha podido o querido evitar. El entrenador, al contrario que el educador, al contrario que el amante y el activista, acepta el estado del mundo, con todas sus miserias, como inevitable, y acepta, aún más, que el sufrimiento es la condición -si no la garantía- de todo verdadero aprendizaje. El que se entrena, el que entrena a otro, no puede siquiera concebir la idea de ahorrarse o ahorrar sufrimientos: busca, al contrario, mayores obstáculos, adversidades cada vez más severas, enemigos cada vez más poderosos con los que medir y robustecer unas fuerzas siempre en tensión. Sus campos naturales son, obviamente, el deportivo y el militar. Vale. Puede ser importante recibir o imponerse un buen entrenamiento en el estadio y en las trincheras (donde sería mejor no estar), pero es muy peligroso concebir la vida como un ininterrumpido entrenamiento y la educación, más aún, como el entrenamiento preventivo que los hijos reciben de sus padres. No traemos a nuestros hijos al mundo para entrenarlos; no sabemos para qué los traemos y es mejor así: ya lo decidirán ellos. Pero lo cierto es que los padres deberían evitar a sus hijos todas las guerras, no entrenarlos para vencer o sobrevivir en una batalla -o apagón o colapso- inevitable y deseable. Pues no es que el padre-entrenador cuente con que el mundo es siempre malo y dé por hecho que no se puede mejorar; es que lo desea malo, peligroso, devastador, encarnizado, porque le parece que un verdadero hombre -un verdadero macho- no necesita un maestro ni una buena educación ni un buen amor: necesita un campo de batalla, una espada y un buen entrenador. Los hijos son blanditos, como moluscos sin valvas, esperan confiadamente amor y caramelos y están siempre, por eso mismo, a punto de corromperse. Los buenos padres no son, pues, ni educativos ni amorosos; y además desprecian el activismo, que pretende disminuir el sufrimiento social del que depende el éxito adaptativo. Son realistas e implacables. Un ejemplo de padre-entrenador en el terreno deportivo nos lo ofrece Open, la interesante autobiografía del tenista André Agasi; en el terreno paramilitar Una educación, la excelente autoficción de la estadounidense Tara Westover, hija de un mormón chiflado. Añadamos que hay también padres-entrenadores de izquierdas, como el Fausto Cabrera de Volver la vista atrás, la novela del colombiano Juan Gabriel Vásquez.

Durante generaciones los hijos se han rebelado contra el padre-entrenador o contra la familia-entrenadora, y ello en nombre de la educación y del amor, y a veces a través de un activismo colectivo que cuestionaba a la sociedad que los producía; pero luego, al llegar a cierta edad, los rebeldes acababan reproduciendo el modelo paterno en un bucle freudiano que aseguraba así la rebelión sucesiva. Gracias al feminismo y la democracia, sin embargo, esta maldición pareció romperse en nuestra generación, que realmente creyó en otra paternidad posible que no condenara a los hijos a combatir primero y finalmente imitar a sus padres. Fuimos muy optimistas. Como el mar, como la ultraderecha, con muy poco mar, con cada vez más ultraderecha, el padre-entrenador siempre vuelve. Estamos envejeciendo mal. Acendrado ejemplo de reivindicación campanuda del entrenamiento frente al amor, frente a la educación y frente al activismo, las recientes declaraciones de Pérez Reverte anuncian un mundo de espadachines decrépitos que nuestros hijos, blanditos y “mimados”, sin entrenar, volverán a derrotar. Entre tanto, bastante difícil lo tienen los jóvenes para sobrevivir con los pobres trebejos que les hemos dado; y para sostenerse en el jirón de mundo que el capitalismo, y no los padres enamorados y los hijos desentrenados, sigue deshilvanando. Nada de culpas si queremos hacer algo a su lado; nada de lecciones si queremos, al menos, que nos lean.

 

*Santiago Alba Rico:

Escritor y ensayista. En la década de 1980 fue guionista del mítico programa de televisión La bola de cristal y ha publicado más de 20 libros sobre política, filosofía y literatura, así como tres cuentos para niños y una obra de teatro. Ha colaborado y colabora con distintos medios de comunicación (Público, Cuarto Poder, CTXT, Ara, Eldiario.es y El País, entre otros). Su último libro es España (Lengua de Trapo, Madrid, 2021).

Fuente: Público.es

 

Visitas: 10

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

RSS
Follow by Email