Propuestas costosas para la clase trabajadora keniana

Los tres días de protesta convocados en Kenia por la carestía de la vida fueron considerados apagados por parte de algunos observadores; otros los tildaron de fracaso. Sería más exacto decir que fueron reprimidos.

El 20 de julio, la agencia de calificación crediticia Fitch Ratings rebajó de «estable» a «negativa» su valoración de la capacidad de Kenia para reembolsar su deuda externa a largo plazo. En los últimos años, el Estado keniano se ha endeudado profusamente y algunas de esas deudas están a punto de vencer, incluida una emisión de bonos de dos millardos de dólares en 2024. Fitch señaló que el gobierno necesitaba ampliar su «reducida base imponible» para hacer frente a sus numerosos gastos, pero que se enfrentaba a «riesgos de ejecución», debido a la «agitación social» reinante en el país dadas las protestas registradas en Kenia durante los últimos meses, que se han sucedido desde el mes marzo y alcanzado su punto álgido a mediados del mes pasado.

Aunque las manifestaciones han remitido, el descontento sigue siendo generalizado y persisten las condiciones que llevaron a la gente a las calles: una crisis del coste de la vida desencadenada por la subida de los precios de los alimentos y el combustible, agravada por la introducción de nuevos impuestos. A diferencia de lo que opina Fitch, para muchos kenianos y kenianas la base imponible del gobierno es cualquier cosa menos reducida. Durante la década de mandato del presidente Uhuru Kenyatta, se aumentaron los impuestos y se amplió su ámbito de su aplicación, un proceso que continuó a buen ritmo tras la elección el año pasado a la presidencia del país del vicepresidente de Kenyatta, William Ruto.

Ahora, la nueva legislación promete aumentar aún más los impuestos, incluida la duplicación de los gravámenes sobre la gasolina. El FMI, deseoso de conceder más préstamos a Kenia, impone esta reforma como condición previa, justificada en nombre de la reducción de las emisiones de carbono. Es una propuesta costosa para millones de personas en un momento en que las contribuciones obligatorias al Fondo Nacional del Seguro de Enfermedad y un impuesto sobre las telecomunicaciones también están reduciendo los ingresos. La situación sobre el terreno es peor de lo que sugiere la narrativa oficial, porque la mayoría de los kenianos y kenianas no sólo pagan impuestos legales, sino que también se ven obligados a realizar pagos privados a la policía y a otros funcionarios del Estado.

Mientras tanto, los gastos cotidianos y los precios de los productos básicos se disparan. Algunos culpan a la guerra en Ucrania; otros apuntan a la covid-19. La realidad, sin embargo, es que el coste de la vida se ha ido encareciendo desde mucho antes de 2020. En Nairobi la oferta de viviendas asequibles y decentes es ínfima. Enormes cantidades de modernos edificios de apartamentos han brotado por doquier, pero muy pocos son accesibles para la mayoría de la población. La gente recuerda que una bolsa de dos kilos de harina de maíz, un alimento básico en Kenia, costaba en torno a 80 chelines hace diez años, mientras hoy cuesta 250. El declive de las escuelas públicas hace que incluso los padres y madres de clase trabajadora se vean obligados a pagar una educación privada. La escasa inversión en servicios sanitarios públicos ha empujado a muchos kenianos a recurrir a la atención médica privada. Un reciente estudio de Oxfam documentaba docenas de casos de hospitales privados que encerraban a sus pacientes hasta que accedían a pagar sus deudas. Cada vez más kenianos se endeudan para costearse diversos tratamientos.

Si los impuestos no se utilizan realmente para financiar escuelas, hospitales y otros servicios públicos adecuados, ¿para qué se utilizan? Gran parte de los ingresos tributarios del país se destinan a pagar las costosas deudas en dólares contraídas por el gobierno anterior. La administración de Kenyatta pasó el periodo trascurrido entre 2013 y 2022 driblando entre préstamos obtenidos en los mercados privados de capitales, otros procedentes de instituciones crediticias chinas y otros más concedidos por las instituciones de Bretton Woods. Bajo su mandato, la deuda pública se multiplicó por más de cuatro. Ostensiblemente, el aumento del endeudamiento se destinó a proyectos de infraestructuras, que permitirían el desarrollo capitalista: carreteras, ferrocarriles, presas, etcétera. El gobierno argumentó que la mejora del transporte y la electrificación atraerían la inversión extranjera, la cual crearía las correspondientes fuentes de ingresos fiables de las que tantos ciudadanos carecen. Las subidas de impuestos eran el precio de mantener la credibilidad ante los prestamistas.

Gran parte del gasto público efectuado durante los últimos diez años también ha desaparecido en medio de una serie de escándalos de corrupción masiva

Todavía se discute si los gastos originales fueron acertados. Cuando Kenyatta se dirigió al Banco Mundial para financiar una nueva línea de ferrocarril que sustituyera a la colonial, por ejemplo, fue rechazado. El Banco consideró que probablemente sería un error financiero, con costes elevados y escasos beneficios económicos. Kenyatta siguió adelante de todos modos, consiguiendo financiación de China. Otro proyecto de infraestructura reciente es la autopista elevada que ahora atraviesa Nairobi, empequeñece los edificios del Parlamento y envuelve con los gases de los tubos de escape uno de los pocos parques públicos de la ciudad. Cuando la recorrimos en julio, tal monstruosidad estaba prácticamente vacía, porque el precio del peaje está fuera del alcance de la mayoría.

Gran parte del gasto público efectuado durante los últimos diez años también ha desaparecido en medio de una serie de escándalos de corrupción masiva. Parte de ese gasto es sencillamente imposible de justificar. Los analistas kenianos hablan de «captura del Estado» para describir la apropiación del dinero público por parte de funcionarios corruptos. El antiguo auditor general del Estado, Edward Ouko, afirmó que esta apropiación es tan habitual que los presupuestos públicos se inflan de forma prospectiva mediante un sistema de asignaciones en la sombra concebido no sólo para posibilitar la corrupción de los corruptos y sus clientes, sino también para sobornar a quienes podrían intentar hacerles rendir cuentas.

La hipertrofia de la construcción de infraestructuras alimentada por la deuda es tan antigua como el Estado keniano (la colonia de colonos se fundó para pagar el coste del ferrocarril a Uganda). Los contratos y licitaciones públicas han sido durante mucho tiempo mecanismos fiables para la privatización de la riqueza pública. Sin embargo, los casos recientes han sido más atroces debido en parte a la proliferación de fuentes de financiación extranjeras. Los últimos escándalos incluyen presas financiadas con dinero italiano, ferrocarriles financiados con recursos chinos y carreteras financiadas por el Banco Africano de Desarrollo. En la esfera pública keniana circulan innumerables ejemplos, conocidos por sus respectivos acrónimos —SGR, NYS, Afya House, Eurobond—, cada uno de ellos indicativo de un gasto despilfarrador y de unas elites que no rinden cuentas ante la ciudadanía.

En los últimos tres años el chelín keniano ha perdido el 25 por 100 de su valor frente al dólar, hecho que dificulta el reembolso de la totalidad de estas deudas improductivas denominadas en divisas. Hasta ahora, los acreedores se han visto aliviados por el aumento de la financiación nacional, pero a medida que vencen los cuantiosos pagos, incluso ese grifo resulta insuficiente. El ajuste estructural, las restricciones de los mercados internacionales y la necesidad imperiosa de obtener divisas plantean serias disyuntivas. En lugar de intentar recuperar la riqueza obtenida fraudulentamente o renegociar con los prestamistas internacionales, el gobierno ha decidido hasta ahora que el mejor camino es hacer que los ciudadanos soporten el coste de esta crisis.

El malestar de la ciudadanía por la inflación y las subidas de impuestos ha ido en aumento. Desde marzo, la facción opositora de la elite keniana ha intentado sacar provecho de la situación, orquestando una serie de protestas (conocidas en suajili como maandamano), lideradas por el veterano político Raila Odinga, que culpa de las penurias económicas de los kenianos al presidente Ruto. Odinga fue un importante defensor de la democracia multipartidista durante el represivo gobierno de Daniel arap Moi. Se ha presentado sin éxito a varias elecciones presidenciales (varias de ellas empañadas por acusaciones creíbles de fraude electoral) en ocasiones defendiendo un programa redistributivo y enarbolando la bandera de los marginados. A pesar de ello, Odinga pertenece sustancialmente a la clase dominante keniana, cuenta con importantes intereses empresariales, ha ocupado cargos intermitentemente en el gobierno y posee su propia cuota de negocios cuestionables. Por todo ello, algunos críticos acusan a Odinga y a sus aliados de la coalición Azimio la Umoja de manipular a sus seguidores para poner en discusión las elecciones de 2022, que perdió por un estrecho margen frente a Ruto.

A principios de este verano, el maandamano cobró impulso. Los políticos de la Azimio la Umoja celebraron un gran mitin en Nairobi el 7 de julio, una fecha simbólica asociada a las protestas nacionales de 1990, que finalmente desembocaron en elecciones multipartidistas. Al igual que en 1990, se produjeron actos de violencia policial, lo cual presagiaba un esfuerzo más elaborado por parte del gobierno para aislar a Odinga y su mensaje. El 10 de julio este sorprendió a todos al colarse en un autobús público en el centro de Nairobi, atrayendo a multitudes y sembrando el pánico en el Estado. Dos días después, la policía atacó otro mitin de la oposición. Se multiplicaron las protestas, tanto en barrios habitualmente asociados con los partidarios de Odinga, como en lugares más inesperados, como a lo largo de la nueva autopista de Nairobi. Los encuestadores informaron de un aumento constante del descontento popular con el gobierno y su gestión de la economía.

Aunque en las protestas callejeras, siempre arriesgadas, participaron sobre todo hombres jóvenes procedentes de entornos urbanos, sus redes de apoyo y sentimientos compartidos llegan mucho más lejos en la sociedad y el alcance de las manifestaciones sorprendió a muchos. Los acontecimientos de la semana anterior no podían reducirse a la voluntad de los políticos: sólo estaban aprovechando la ira pública derivada de la presión generalizada sobre los kenianos y kenianas de clase trabajadora. ¿Acaso las protestas auguraban un malestar más generalizado, incluso una insurrección popular? Cuando Odinga convocó tres días más de maandamano la semana siguiente, la tensión era palpable en Nairobi. Al menos una gran organización internacional canceló asustada sus viajes a Kenia.

La historia de competencia étnica del país se ha visto exacerbada durante mucho tiempo por la estrategia practicada por las elites de «divide y vencerás»

Cuando llegaron los tres días de protesta, algunos observadores los consideraron apagados; otros los tildaron de fracaso. Sería más exacto decir que fueron reprimidos. Sorprendido por los disturbios de la semana anterior, esta vez el aparato represivo del Estado estaba preparado. Los políticos de la oposición y sus guardaespaldas fueron detenidos. Se desplegaron armas y vehículos militares en los barrios pobres, en los centros urbanos y en otros lugares estratégicos. Los manifestantes fueron recibidos con gases lacrimógenos y fuego real, especialmente en el bastión de Odinga, la ciudad occidental de Kisumu. Hubo docenas de muertos. Algunos de estos sucesos aparecieron en la prensa, otros circularon por las redes sociales, pero muchos quedaron en el anonimato y sólo se supo de ellos por el sonido de los disparos efectuados en la noche o por los preocupados mensajes de los amigos en las redes sociales. Por su parte, el gobierno no ha mostrado signo alguno de arrepentimiento ante estos hechos.

¿Por qué han decaído las protestas? No sólo la violencia del Estado y los vacíos informativos paralizan los movimientos populares. La historia de competencia étnica del país se ha visto exacerbada durante mucho tiempo por la estrategia practicada por las elites de «divide y vencerás» mediante la que los políticos instrumentalizan la política de identidad para debilitar las alianzas de clase. Aunque los kenianos y kenianas de todo el país son críticos con la política gubernamental —la inflación y la cuestión tributaria trascienden las divisiones etnolingüísticas—, las antiguas acusaciones de que Odinga representa principalmente a la etnia luo facilitan que algunos reduzcan el maandamano a la vieja narrativa de «nosotros contra ellos».

La inseguridad generalizada es lo que convocó a la multitud a las jornadas de maandamana, pero al menos en este caso, la pobreza también desmoviliza

Si el mensaje resonó con menos fuerza en algunos sectores debido a la identidad étnica del mensajero, su tracción también se vio limitada por el arraigado ethos capitalista que recorre el país, que dificulta el mantenimiento de una política solidaria. La campaña presidencial de Ruto prometió favorecer a los «buscavidas» [hustlers], un término que tomó de la cultura juvenil keniana para invocar el espíritu emprendedor de las personas comunes: el esfuerzo no sólo de los trabajadores pobres, sino también de los kenianos más acomodados, que complementan sus ingresos principales con una o dos actividades secundarias. Para algunos, esto equivalía a populismo económico, quizá incluso a una política de clase; sin embargo, el «hustling» tiene que ver con el progreso personal y la independencia, no con la redistribución y la solidaridad: un «hustler» se hace a sí mismo y no exige ni bienestar social ni revolución. Una oposición de base amplia a la depredación de las elites, cualquiera que sea su origen étnico, necesitaría una visión más allá del «hustle».

Quizá un factor aún más importante en el debilitamiento del movimiento de protesta fue la precaria situación de tantos trabajadores y trabajadoras kenianas. A diferencia de una clase trabajadora asalariada que puede contar con un salario mensual, por pequeño que este sea, la mayoría de los kenianos y kenianas viven al día: vendiendo productos en puestos callejeros, conduciendo taxis, ganando propinas en trabajos de servicios. Asistir a una marcha significa que no pueden ganar dinero ese día y, sin ahorros significativos, corren el riesgo de pasar hambre. La inseguridad generalizada es lo que convocó a la multitud a las jornadas de maandamana, pero al menos en este caso, la pobreza también desmoviliza. Incluso la mera amenaza de grandes protestas y de represión policial priva a muchas personas de sus ingresos diarios, ya que las tiendas cierran preventivamente, los taxistas se mantienen fuera de las calles y los padres tienen que quedarse en casa para cuidar a los niños, cuyas escuelas están cerradas. En tales condiciones, con los medios de subsistencia en juego, el apoyo potencial puede convertirse fácilmente en resentimiento.

Tanto para la oposición como para el gobierno, este nerviosismo público supone una danza delicada. Durante este mes de agosto, el gobierno de Ruto estaba enviando señales confusas en materia de política económica, restableciendo temporalmente las subvenciones a los combustibles mientras aumentaba los impuestos. La coalición de la oposición y el gobierno tienen previsto entablar conversaciones supervisadas por el expresidente de Nigeria, Olesegun Obasanjo. Pero los fundamentos económicos se están dejando de lado: son sólo uno de los muchos puntos de una agenda que da la impresión de que los males de Kenia pueden resolverse con una simple reorganización burocrática. Las conversaciones constituyen en el mejor de los casos una oportunidad para la reconciliación de las elites.

Mientras tanto, los trabajadores y trabajadoras kenianos siguen luchando contra el aumento del coste de la vida. Las agencias internacionales de crédito tienen razón: las perspectivas son negativas. Para mejorarlas hará falta algo más que otro préstamo o una «base imponible» más amplia. Sin embargo, para que las calles de Kenia estallen en una revuelta sostenida, tendría que producirse una ruptura real entre el pueblo y la clase dominante. Para ello sería necesario un movimiento colectivo que pasara por encima de los políticos y desafiara al Estado, no sólo a sus dirigentes.

Sidecar
Artículo original: Costly Propositions publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Paul Nugent, «Estados y contratos sociales en África», NLR 63.
Tomado de elsaltodiario.com

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