Lo fundamental sigue siendo la clase

Por Nick French

Afirmar que el marxismo no tiene mucho que decir sobre las sociedades complejas y modernas parece estar de moda últimamente. Pero las clases —y los intereses materiales que generan— siguen siendo los rasgos centrales del capitalismo.

El artículo que sigue es una reseña de The Class Matrix: Social Theory After the Cultural Turn, de Vivek Chibber (Harvard University Press, 2022)

 

Aunque Occupy Wall Street, las campañas presidenciales de Bernie Sanders y otros acontecimientos han devuelto a la conciencia pública los temas de la clase y la desigualdad económica en los últimos años, este resurgimiento ha ido acompañado de denuncias del marxismo como marco anticuado para el análisis social y político. Los expertos y los políticos nos advierten de los peligros de centrarnos demasiado en la clase o de tratarla como algo «más importante» que otras identidades sociales o formas de jerarquía.

Estos estribillos populares se hacen eco de afirmaciones que han dominado la teoría social académica durante décadas. Mientras que Karl Marx y sus seguidores consideraban que las fuerzas económicas eran fundamentales para entender la estabilidad y los conflictos sociales, los partidarios del «giro cultural» en la teoría social conceden un lugar de honor a los factores no económicos. Si la clase es una cuestión de ubicación de una persona en una estructura económica —si, por ejemplo, posee medios de producción o debe vender su mano de obra para ganarse la vida—, entonces la clase tiene poco poder predictivo para explicar por qué la gente hace lo que hace, argumentan los culturalistas. En su lugar, deberíamos fijarnos en factores culturales contingentes: normas sociales, valores y prácticas religiosas.

Es fácil ver el atractivo de estos argumentos. A pesar de la renovada preocupación por la desigualdad económica representada por Sanders y fenómenos afines en otros lugares (el corbynismo en Gran Bretaña, Podemos en España, La France Insoumise), las críticas basadas en la clase social no han logrado captar el apoyo de las clases trabajadoras a gran escala. Los viejos partidos de izquierda están en declive, y cada vez más trabajadores gravitan hacia la derecha. La política mundial sigue experimentando un reajuste de clases: en comparación con principios y mediados del siglo XX, la clase se está convirtiendo en una categoría cada vez menos destacada de identidad y conflicto políticos. Las divisiones partidistas se están endureciendo, pero ningún bando afirma de forma creíble que representa los intereses —o que puede ganarse la lealtad— de los trabajadores.

Si la clase es tan importante, ¿por qué tan poca gente piensa así? ¿Por qué, a medida que aumenta el abismo de la desigualdad económica, los trabajadores no se unen en torno a la bandera roja e intentan derrocar el sistema?

En su reciente libro The Class Matrix: Social Theory After the Cultural Turn, el sociólogo Vivek Chibber sostiene que desestimar la importancia del análisis de clase es un grave error. Una comprensión marxista adecuada de la clase, afirma, puede hacer frente a los argumentos culturalistas de la teoría social. Pero, más que eso, el marxismo puede darnos un marco para entender por qué los trabajadores bajo el capitalismo serán más propensos a consentir el sistema capitalista que a rebelarse contra él (y arrojar luz sobre cómo hacer realidad el cambio revolucionario).

Estructura económica y cultura

El núcleo del argumento de Chibber es una elegante explicación de la relación entre la estructura de clases del capitalismo y la cultura. Los culturalistas sostienen que todo comportamiento humano intencional está mediado por el «trabajo interpretativo de los actores humanos», como dice el teórico social William Sewell. Para que una estructura social —como, por ejemplo, la relación capital-trabajo asalariado— sea eficaz a la hora de motivar el comportamiento, los agentes que participan en esa estructura deben aprender e interiorizar los guiones culturales adecuados.

Este argumento, escribe Chibber, sugiere que «la existencia misma de la estructura parece depender de los caprichos de la mediación cultural». Si soy un trabajador, debo aprender e interiorizar el hecho de que tengo que encontrar y conservar un trabajo para mantenerme, y debo aprender e interiorizar las normas y hábitos necesarios para ello (normas de habla y vestimenta, ciertas habilidades, una «ética del trabajo», etc.). Si soy capitalista, tengo que aprender e interiorizar el hecho de que el éxito significa maximizar los beneficios, y debo aprender e interiorizar las normas y hábitos que me permiten hacerlo (un enfoque único en la ampliación de la cuota de mercado y la reducción de costes, por ejemplo, lo que requiere un trato despiadado con mis empleados).

Así pues, puede parecer que la motivación humana se explica por la cultura «hasta el fondo». Pero no es así. Aunque los culturalistas tienen razón en que las personas deben adaptarse a determinados guiones culturales para participar en las estructuras sociales, admite Chibber, de ello no se deduce que esos guiones culturales tengan primacía causal a la hora de explicar la estructura. En cambio, la propia estructura económica explica por qué la gente necesita aprender e interiorizar los guiones pertinentes en primer lugar.

Pensemos en lo que ocurre si un trabajador no interioriza el guion cultural correspondiente a su función. Eso significa que no conseguirá un empleo; o, si lo consigue, no podrá conservarlo durante mucho tiempo. El resultado será la indigencia, el hambre y cosas peores. Del mismo modo, un capitalista que no interiorice el guion pertinente a su función pronto se encontrará con que sus empresas se van a pique y, si no se pone las pilas, acabará encontrándose en la desesperada situación de un proletario sin propiedades.

Tanto para los capitalistas como para los trabajadores, la estructura económica genera poderosos intereses materiales que les obligan a interiorizar los guiones culturales correspondientes a sus posiciones de clase. Los fundamentos de su bienestar individual están en juego si no lo hacen.

No se trata de negar la importancia de la cultura. Pero sí decir que, si queremos entender por qué la gente en las sociedades capitalistas actúa como lo hace, la estructura económica debe tener un papel explicativo primordial. Esta afirmación se ve confirmada, según Chibber, por la expansión mundial del capitalismo en los siglos XX y XXI. Lejos de que determinadas concepciones culturales sean requisitos previos u obstáculos insuperables para el desarrollo de las estructuras de clase capitalistas, la imposición del capitalismo ha transformado culturas de todo el mundo —incluidas las que antes se consideraban hostiles a las relaciones capitalistas— para adaptarlas a sus fines.

La falsa explicación de la falsa conciencia

Los marxistas sostienen que el capitalismo implica esencialmente la explotación y la dominación de la clase obrera por la clase capitalista. Al no tener acceso a los «medios de producción», los trabajadores deben vender su fuerza de trabajo a quienes sí lo tienen: los capitalistas. Una vez que un trabajador consigue un empleo, está sometido a la tiranía del patrón, que intentará sacarle la mayor cantidad de trabajo por el menor salario posible. Aunque los trabajadores son los que producen los bienes y servicios que vende el capitalista, éste se queda con la mayor parte del excedente social producido por sus empleados en forma de beneficios, mientras que los trabajadores reciben una miseria en forma de salarios.

Este antagonismo de intereses implicado en la relación capitalista-trabajador asalariado, y los perjuicios que impone a los trabajadores, conduce al conflicto. Marx, observando las incipientes organizaciones obreras y movimientos políticos de su época, pensó que este conflicto adoptaría una forma cada vez más colectiva y revolucionaria: los trabajadores se unirían para resistir a su explotación y finalmente «expropiarían a los expropiadores», aboliendo la propiedad privada y acabando por completo con el capitalismo.

Esto no ocurrió. Hubo, por supuesto, revoluciones socialistas en países donde el capitalismo apenas empezaba a desarrollarse, empezando por Rusia en 1917, pero estas sociedades pronto degeneraron en regímenes autoritarios y a finales de siglo evolucionaban en dirección capitalista. En Occidente, los partidos socialistas se acomodaron gradualmente al sistema capitalista y acabaron por alejarse incluso de la promoción de reformas significativas del sistema y de la representación de sus bases obreras tradicionales. Incluso los sindicatos llevan décadas en declive en todo el mundo.

¿Por qué no se cumplieron las profecías revolucionarias del marxismo? Según los pensadores de la Nueva Izquierda, la respuesta está en la cultura. Los trabajadores tienen interés en organizarse colectivamente para defender su bienestar y, en última instancia, derrocar el sistema capitalista. Pero han sido completamente adoctrinados por la ideología burguesa para aceptar el sistema como moralmente legítimo, y anestesiados por los superficiales consuelos de «la industria cultural», la promesa de bienes de consumo y similares. La idea es que si los trabajadores pudieran atravesar el velo de la ilusión y reconocer sus verdaderos intereses, se rebelarían.

Chibber despliega su concepción materialista de la clase para desmontar este argumento. El problema de esta explicación es que, como resultado de su posición de clase, los trabajadores experimentan a diario daños generalizados y pérdida de autonomía en el trabajo, ansiedad por encontrar o conservar un empleo y la lucha por mantener un nivel de vida confortable. Decir que la clase obrera en general ha caído presa del adoctrinamiento ideológico es decir que la ideología ha abrumado estas características prominentes de la experiencia vivida por los trabajadores, que la influencia de la «cultura burguesa» es tan fuerte como para inducir una «ruptura cognitiva» sistemática, en otras palabras, una falsa conciencia. Peor aún, esta explicación coloca extrañamente al teórico como si tuviera más conocimiento de la experiencia de los trabajadores que los propios trabajadores.

Y, de hecho, los trabajadores suelen resistirse a su explotación. Se escaquean cuando están en el trabajo; llaman para decir que están enfermos cuando no lo están; ocasionalmente cometen pequeños robos y sabotajes contra su empleador. Estas formas generalizadas de resistencia individualizada demuestran que los trabajadores no son simples incautos de los mitos procapitalistas.

Por qué los trabajadores (solo a veces) se rebelan

Entonces, ¿por qué no se rebelan los trabajadores? La respuesta está en los costes y riesgos asociados a la acción colectiva. Los trabajadores dependen de sus empleos para mantenerse a sí mismos y a sus familias. No es el caso de que los trabajadores «no tengan nada que perder salvo sus cadenas»: al organizarse o emprender acciones con sus compañeros de trabajo, podrían muy bien perder su medio de vida. «La miseria de ser explotado por los capitalistas no es nada comparada con la miseria de no ser explotado en absoluto», bromeaba la economista Joan Robinson.

Además de la vulnerabilidad al desempleo, hay muchos otros obstáculos para una estrategia de resistencia colectiva. Los trabajadores tienen intereses diversos que a veces se oponen a la acción colectiva. Por ejemplo, aunque a largo plazo la gran mayoría de los trabajadores se beneficiarían de la creación de poderosos sindicatos y organizaciones políticas, a corto plazo, los trabajadores afortunados o muy cualificados pueden conseguir un mejor acuerdo para sí mismos mediante la negociación individual con los empresarios.

Además está el problema del parasitismo: aunque todos se benefician del fruto del esfuerzo colectivo, ningún trabajador saldrá perdiendo si no contribuye. Esto crea un fuerte incentivo para que los trabajadores eludan sus responsabilidades en los esfuerzos de organización colectiva, pero si un número suficiente de individuos lo hace, los esfuerzos fracasarán.

La conclusión de Chibber es que Marx se equivocó al pensar que el capitalismo produciría naturalmente sus propios «sepultureros». Por el contrario, los intereses materiales generados por la estructura de clases normalmente militan en contra de la acción colectiva y, en su lugar, empujan a los trabajadores a promover sus intereses trabajando duro y «manteniendo la cabeza gacha», al tiempo que participan en actos ocasionales de resistencia individualizada. Los teóricos de la Nueva Izquierda que afirman que los trabajadores no se rebelan porque están bajo el dominio de la ideología burguesa parten del mismo supuesto erróneo que Marx: piensan que las razones de la aquiescencia de los trabajadores deben venir de fuera de la estructura económica. De hecho, en la mayoría de los tiempos y lugares, la estructura de clases proporciona razones suficientemente fuertes por sí mismas para evitar la resistencia colectiva, por no hablar de la actividad revolucionaria.

Pero los trabajadores pueden organizarse, y de hecho lo hacen, para luchar contra sus explotadores. ¿En qué condiciones es viable la acción colectiva? Un ingrediente crucial, sostiene Chibber, es la creación de una cultura de la solidaridad:

[Los trabajadores] tienen que hacer su valoración de los posibles resultados al menos en parte en función de cómo afectará a sus compañeros; esto se deriva de un sentido de obligación y de lo que deben al bien colectivo (…). Al dirigir a cada trabajador para que vea el bienestar de sus compañeros como algo que le concierne directamente, un ethos solidario contrarresta los efectos individualizadores generados normalmente por el capitalismo. Al hacerlo, permite la creación de la identidad colectiva que, a su vez, es el acompañamiento cultural de la lucha de clases.

Cuando los trabajadores llegan a ver su propio bienestar ligado al de los demás, los obstáculos normales a la acción colectiva se reducen. Están más dispuestos a asumir riesgos individuales y son reacios a aprovecharse de los esfuerzos de sus compañeros.

Una vez más, la cultura se ve limitada por los intereses materiales. Un ethos solidario no es lo mismo que un ethos altruista, en el sentido de una preocupación desinteresada por el bienestar de los demás. La solidaridad consiste más bien en crear un sentimiento de obligación recíproca en torno a intereses compartidos. Sabiendo que, a largo plazo, todos se beneficiarán de unas organizaciones de trabajadores fuertes, los trabajadores interiorizan normas que cambian su forma de sopesar los costes y los riesgos asociados a la acción colectiva. Mi sentido de la obligación hacia mis compañeros puede permitirme superar mi miedo a las represalias del jefe; puede animarme a considerar que un aumento salarial individual aquí y ahora es menos importante que la seguridad que ofrece un contrato sindical; me hará ver el parasitismo como una traición vergonzosa a mis compañeros.

Cuando los trabajadores construyen culturas de solidaridad es más probable que sigan estrategias de resistencia colectiva y que tengan éxito. Pero debemos subrayar que la organización basada en la clase no es la única forma en que los trabajadores pueden perseguir sus intereses colectivamente bajo el capitalismo. Por supuesto, también pertenecen a organizaciones formales e informales basadas en la raza, la etnia, la religión, el parentesco y otras identidades sociales. Los trabajadores pueden utilizar estas redes para sortear las vicisitudes de la competencia en el mercado laboral acaparando recursos y oportunidades de empleo; la utilidad de estas estrategias da lugar a ideologías justificadoras del racismo, el etnocentrismo y similares.

Estas identidades colectivas, al igual que la clase, se basan en la estructura económica del capitalismo. Sin embargo, con el tiempo, el hecho de que los trabajadores den prioridad a su identificación con —digamos— miembros de su raza o correligionarios hace que sea menos probable que forjen coaliciones grandes y duraderas para promover sus intereses y facilita que los capitalistas enfrenten a los trabajadores entre sí (si un sindicato se niega a admitir a trabajadores no blancos, por ejemplo, tarde o temprano se encontrará con que los patronos emplean a esos trabajadores excluidos como esquiroles).

Por lo tanto, la razón para tratar las culturas de solidaridad de clase como especialmente importantes no es que consideremos de forma chovinista que la opresión de clase es moralmente más importante que otras jerarquías sociales, como acusan algunos críticos malhumorados. Es porque organizarse en función de la clase es la única estrategia factible a largo plazo para resistir y finalmente superar la dominación capitalista y socavar así la base material de la opresión racial y de otras formas de opresión.

Clase, política y política de clase en el siglo XXI

De ello se deduce que la formación de clases —la transformación de los trabajadores de una «clase en sí» a una «clase para sí» consciente y organizada, en términos de Marx— es una propuesta extremadamente delicada. Los incentivos materiales generados por la estructura económica del capitalismo desalientan la organización colectiva de clase y, en su lugar, empujan a los trabajadores a buscar medios individualizados de perseguir sus intereses o, de lo contrario, a recurrir a redes de parentesco, raza, etc., que les enfrentan a sus potenciales compañeros de armas.

Gracias a los heroicos esfuerzos de organizadores de izquierdas ideológicamente comprometidos por construir culturas de solidaridad, el movimiento obrero nació y creció a pasos agigantados a finales del siglo XIX y principios del XX. Estos organizadores contaron con la ayuda de circunstancias propicias. La rápida industrialización llevó a un número cada vez mayor de trabajadores a las grandes fábricas y a los densos centros urbanos y disminuyó el miedo de los trabajadores al desempleo de larga duración. En la mayor parte del mundo capitalista, los trabajadores estaban políticamente privados de sus derechos, lo que reforzaba su sentimiento de injusticia y ponía de manifiesto la necesidad de organizarse en función de su clase para exigir derechos políticos y económicos. Los trabajadores vivían cerca unos de otros en los barrios marginales de la ciudad, segregados de otros elementos de la sociedad, lo que facilitaba la toma de conciencia de sus intereses comunes y la forja de una identidad colectiva.

Estos hechos estructurales e institucionales fueron terreno fértil para el crecimiento de poderosos movimientos obreros y partidos socialistas. Esas organizaciones lucharon por una «humanización» parcial del capitalismo, redistribuyendo la riqueza y los ingresos hacia las clases pobres y trabajadoras. Durante un tiempo, especialmente en la segunda posguerra, el rápido crecimiento económico permitió a los empresarios absorber (a regañadientes) las demandas redistributivas de los sindicatos y los partidos de izquierda. Sin embargo, el descenso de los beneficios a partir de la década de 1960 obligó a los empresarios a ser menos tolerantes y los capitalistas empezaron a contraatacar, aplastando con éxito a los sindicatos y haciendo retroceder el Estado del bienestar en gran parte del mundo desarrollado.

Esta historia nos lleva al periodo neoliberal, del que los trabajadores aún no han podido salir. Durante décadas han sufrido el estancamiento de los salarios y la erosión de los bienes públicos. Al principio, señala Chibber, los trabajadores respondieron retirándose de la actividad política y la vida cívica. Pero en los últimos años han sido testigos de expresiones activas de descontento, en forma de un repunte de las huelgas (aunque todavía a niveles históricamente bajos), así como de explosiones de ira en las urnas en forma de apoyo a partidos y candidatos populistas y anti-establishment, tanto de izquierdas como de derechas.

Este patrón de desafección y enfado de la clase obrera es comprensible en términos materialistas, al igual que los obstáculos a una renovación del movimiento obrero organizado y de los partidos políticos de masas de la clase obrera. Los factores estructurales e institucionales subyacentes al nacimiento y expansión de la vieja izquierda ya no existen. A escala mundial, las economías capitalistas se están desindustrializando, lo que ha supuesto un menor crecimiento del empleo, la dispersión de los trabajadores en empresas más pequeñas y una menor seguridad laboral. En la mayoría de las democracias capitalistas, los trabajadores tienen ahora plenos derechos políticos y ya no están geográficamente aislados en sus propias comunidades densamente pobladas, sino dispersos en los suburbios entre otras clases.

Estos hechos significan que el proyecto de organizar a los trabajadores tiene un carácter totalmente diferente al que tenía a finales del siglo XIX y principios del XX. «El estatus electoral y las condiciones sociales de los trabajadores trabajaban antes en tándem con la estructura de clases para empujar a los trabajadores hacia una identidad común», escribe Chibber, «pero ya no es así». Hoy en día, su estatus electoral y sus condiciones sociales separan a los trabajadores, exacerbando la tendencia a adoptar modos de resistencia individualizados o parroquiales.

De vuelta a la clase

The Class Matrix no está exento de defectos. Chibber no ofrece ni defiende explícitamente en ninguna parte una definición de los intereses materiales, una noción fundamental para su explicación de la motivación humana en el capitalismo y para su distinción entre las explicaciones materialistas y culturalistas de la estructura social. Tampoco discute las conexiones entre intereses, preferencias y motivaciones, un tema que durante mucho tiempo ha obsesionado tanto a filósofos como a científicos sociales, y sobre el que Chibber hace algunas suposiciones controvertidas que no saca del todo a la superficie (muy brevemente: parece trabajar con una definición de los intereses materiales como componentes universales del bienestar, enraizados en las necesidades y capacidades biológicas humanas, que regulan sistemáticamente las preferencias y motivaciones de las personas en todos los contextos culturales…. se trata, sin duda, de una concepción plausible y defendible de los intereses, pero no creo que evidente).

Por último, muchas de las formulaciones del libro sugieren una dicotomía entre las formas individualistas de resistencia a la dominación y la acción colectiva basada en la clase. Pero como ya se ha dicho, y como el propio Chibber reconoce en algunos momentos, las estrategias colectivas de promoción de intereses también pueden adoptar la forma de dependencia de colectividades raciales, étnicas y no clasistas. Hay, por supuesto, una similitud importante entre las formas individualistas de resistencia y la dependencia de redes parroquiales para acaparar ventajas: significan no unir a los trabajadores para desafiar al capitalismo desde la raíz y son, por esa razón, en última instancia contraproducentes.

Sin embargo, se trata de críticas sobre la presentación más que sobre el fondo. En general, The Class Matrix es una exposición clara, convincente y sistemática de la opinión de que la clase es una realidad objetiva que conforma de forma predecible y racional el pensamiento y la acción humanos, una realidad que debemos abordar seriamente si queremos comprender la sociedad contemporánea y sus mórbidos síntomas.

Los socialistas de hoy nos enfrentamos a la difícil tarea de construir culturas de solidaridad en un terreno diferente y menos favorable que el de nuestros predecesores. Si podemos hacerlo y cómo exactamente, son cuestiones que Chibber deja en manos de sus lectores. Pero su contribución a la comprensión de lo que es la clase, y por qué todavía importa, probablemente será indispensable para encontrar las respuestas.

Tomado de jacobinlat.com

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