¿Nos salvará la ciencia de las fake news?

Por Samuel Johsua

E pur se muove (Y, sin embargo, gira; atribuido a Galileo)

En una obra que se inscribe en la evolución del trabajo de Hubert Krivine, cuyo propósito es defender la necesidad de un marco racional para tratar los asuntos humanos y los de la naturaleza; el autor no podía dejar de prestar atención a la multitud de fake news que aturden a la gente a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Como es habitual en él, lo hace de forma accesible a los lectores legos en la especialización propia de los círculos eruditos y sin que ello comprometa el rigor de sus observaciones.

Define la fake news de manera general “como una afirmación engañosa que evita introducir el relato o las intenciones de quien lo difunde ya que el efecto no depende mucho de ello”. Entre ellas destaca, aunque no sólo, la posverdad, que como dice Treiner en el epílogo, es “un estado que pretende estar más allá de lo verdadero y de lo falso, que suprime esta distinción”.

Aunque obviamente aborda las polémicas aún vigentes que acompañaron la emergencia de la epidemia de la covid, su punto de vista es más amplio:

“El campo de las fake news es, sin embargo, inagotable: abarca desde la la propagación persistente de los antiguos mitos, cuando se aceptan literalmente, hasta la fabricación deliberada de rumores falsos con fines políticos”.

Entonces, ¿recurrir a la ciencia es una panacea? Krivine viene a demostrar que eso sería ignorar dos hechos relevantes: por un lado, que las noticias falsas son una característica propia de la historia de la ciencia; por otro, que las condiciones para confiar en los fundamentos de la ciencia, incluso cuando están bien orientados, son cualquier cosa menos fáciles. A ello se añade con demasiada frecuencia, y con razón, la cuestión habitual de la falta de confianza en las autoridades, sean quienes sean, y aquí radica buena parte del problema.

El libro no evalúa todas las fake news, sería imposible; se limita a lo que el autor conoce mejor por su profesión (es físico) y/o considera particularmente tóxico.

Una de las particularidades del enfoque de Krivine en este libro es que trata por igual todas las creencias, sean de las fuentes que sean, y ello incluye “el peligro real de interpretar literalmente los textos sagrados”, con la pretensión, por ejemplo, de regular el lugar de la mujer y sus derechos, o justificar “la colonización israelí de Palestina en nombre de la Torá”.

Aunque no sea ese el núcleo del libro, el autor nos recuerda que abandonar el mito tiene un precio, antes de recordar, siguiendo la reflexión de François Jacob sobre las aportaciones respectivas del mito y la ciencia, que:

“Las preguntas generales sólo se respondían de forma limitada, pero las preguntas concretas daban lugar a respuestas cada vez más generales”.

Sin duda, nunca lo suficiente, ya que, como decía Pascal, “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. Y, además, las religiones ateas –me viene a la mente el estalinismo– pueden tener efectos igualmente espantosos, nos recuerda Krivine.

Así pues, Hubert Krivine nos viene a mostrar que la cuestión debatida es tan antigua como la historia de la humanidad. Pero es cierto que, como la imprenta en su momento, la aparición de internet ha alterado el alcance de la cuestión. Así, hace notar que “si se busca información sobre la auriculoterapia –una especie de acupuntura aplicada en la oreja porque evoca la forma del feto– se encontrarán más de 20mil webs, y casi ninguna dirá que es ineficaz”.

Sigue a ello una larga historia de la que el autor cita muchos ejemplos y que cuenta con su parte de fake news sociales y de puras mentiras (como las famosas y falsas armas de destrucción masiva supuestamente a disposición de Sadam Husein). Y lo mismo en el ámbito científico, tanto más turbadoras cuanto que adoptan la apariencia de elaboraciones “reales” so pena de perder toda credibilidad. En este caso pueden darse desde simples y descaradas falsedades hasta hipótesis totalmente refutadas pero cuyos autores siguen defendiendo a muerte. Salvo que los mecanismos para dotar de credibilidad a estos casos científicos pueden ser sofisticados, lo que hace la cuestión aún más delicada. En resumen: que la increíble indulgencia de los medios de comunicación para con los hermanos Bogdanov[1] escapa a toda sutileza, más o menos.

En estos casos científicos u otros, ¿cuáles son las razones para que triunfen? Porque, si queremos ir más allá de las puras y simples mentiras de Estado, tiene que haberlas. El autor nos propone una lista para la reflexión:

  • La apuesta de Pascal[2] (puede ser poco probable, pero si fuera verdad, ¡qué bueno sería!)
  • El sesgo de la confirmación (nos inclinamos a seleccionar datos que confirman lo que queremos creer)
  • El retorno a la normalidad (por ejemplo, confirmar la eficacia de las oraciones para que llueva, algo que acabará ocurriendo al cabo de un tiempo)
  • El argumento de autoridad, incluida su forma sofisticada de oponer la llamada ciencia proletaria a la ciencia burguesa.
  • El conocido efecto placebo
  • El efecto fantasmagórico del secreto militar (que supuestamente oculta la llegada de platillos volantes, por ejemplo).

La ciencia como antídoto, a pesar de todo

Sin ocultar sus limitaciones, ya que no existen recetas milagrosas para evitar estos errores. Paradójicamente, parafraseando al antiguo responsable de la guerra estadounidense en Irak, Donald Rumsfeld, Treiner da en su epílogo la siguiente definición de conocimiento científico: “Hay cosas que sabemos bien, cosas que sabemos menos bien, cosas que ignoramos y cosas que no sabemos que ignoramos”.

Luego Krivine nos recuerda algunos elementos de la buena práctica científica que deberían servir de ayuda: la capacidad de predicción, la universalidad de los resultados, la reproducibilidad, la refutabilidad, la coherencia (ya sea interna a una línea de razonamiento o externa, es decir, en relación con el conjunto de los conocimientos aceptados), etc.

¿El Corán y la Biblia contra la ciencia, o a su lado?

El autor entiende que uno pueda sorprenderse (o hasta escandalizarse en el caso de los creyentes) de que esta cuestión se aborde bajo el epígrafe de fake news. Y es que en este asunto hay que distinguir dos actitudes:

  • “Lo que los científicos creen cierto hoy es falso y será refutado mañana”. La ciencia es parcial, frágil y fluctuante, a diferencia de la verdad revelada.
  • El Libro Sagrado contiene la verdad, por supuesto, pero está oculta y debemos aprender a leerla”.

Sólo la segunda actitud es compatible con el reconocimiento de un campo autónomo del desarrollo del conocimiento científico. Pero Krivine nos recuerda que se pasa demasiado fácilmente por alto que hay miles de millones de personas que hacen una lectura literal de los Libros Sagrados. Y que la segunda actitud es el resultado de una dura batalla que no puede decirse que haya concluido totalmente. En 1992, tras una investigación que duró 13 años, una comisión del Vaticano concluyó que en el caso Galileo[3]… los errores fueron compartidos. Y la batalla con los creacionistas se libra en todo el planeta.

Así pues, Krivine hace bien al volver detenidamente sobre una cuestión que se creía zanjada en la pequeña minoría secularizada, la de abrir a los creyentes la posibilidad de una relectura compatible con los datos científicos. No hace falta ser ateo para ello, esa es otra cuestión. El propio Galileo no lo era. Es cierto que dio un paso decisivo al afirmar que “el gigantesco libro (…) del universo (…) está escrito en lenguaje matemático” (y, por lo tanto, no bíblico). Pero no rechaza el Libro. Simplemente afirma (por supuesto, provocando un escándalo en su momento) que:

“La intención del Espíritu Santo es enseñarnos cómo ir al Cielo, no cómo va el Cielo”.

Compárese con la orgullosa respuesta de Laplace a Napoleón:

  • “Monsieur de Laplace, no encuentro ninguna mención a Dios en su sistema.
  • Señor, no necesitaba esa hipótesis”.

A la inversa, como dice Lecointre en su preámbulo:

“Acudir a la ciencia para probar a Dios es un planteamiento cientificista, en el sentido de que le gustaría que la ciencia respondiera a la totalidad de las cuestiones del conocimiento y a los problemas concretos que se plantea el ser humano”.

Dos ámbitos separados que deben seguir estándolo.

¿A quién creer?

Entonces, ¿viva la ciencia? Por desgracia, es más complicado. Como nos recuerda Lecointre,

“(…) Nuestros científicos no son colectivamente prescriptores en materia de valores, filosofía o política, ni son responsables de la toma de decisiones”.

Una terrible cita de Hannah Arendt nos recuerda una parte crucial del problema:

“Cuando todo el mundo miente todo el tiempo, el resultado no es que te creas las mentiras, sino que ya nadie se cree nada. Un pueblo que ya no puede creer en nada no puede formarse una opinión. Se le priva no sólo de su capacidad de actuar, sino también de su capacidad de pensar y juzgar. Y con gente así, se puede hacer lo que se quiera”.

Un gran problema, por supuesto. No hace falta ser un conspiracionista para sospechar permanentemente de los de arriba. También está, evidentemente, la cuestión de perseguir el beneficio por encima de todo: ¿cómo no desconfiar per se de las afirmaciones de Big Pharma[4]? Y en lo que toca a la parte conspirativa del problema existe, además, un hecho muy estudiado por los sociólogos y que Krivine también aborda: el poder de los débiles que creen hacerse fuertes porque guardan una verdad oculta sólo accesible a los iniciados. Así que, ¿qué importa que no nos demos cuenta de los verdaderos complots de los poderosos, que son quienes realmente no dejan de conspirar?

De ello se puede extraer una conclusión: mientras no se elimine la búsqueda del beneficio como norma, mientras no se imponga la democracia más abierta, la venganza de los débiles (que ya no creen en nada) será inevitable. Lo que no quiere decir que no haya que combatirla a pies juntillas (como hace Hubert Krivine con cada libro) pues en realidad sirve para fortalecer a los poderosos al desviar el rechazo a un callejón sin salida, a veces mortal en el sentido original, como ocurre con ciertas manifestaciones de racismo de masas.

Pero entonces, la ciencia, ¿es frágil y sólida al mismo tiempo? En Un mundo feliz, Aldous Huxley avanzó una máxima tantas veces reiterada:

“La filosofía nos enseña a dudar de lo que nos parece evidente. La propaganda, en cambio, nos enseña a aceptar como evidente lo que sería razonable poner en duda”.

Y, por tanto, ¿dudar también de la ciencia aún a riesgo de caer en la propaganda? Por cierto, ¿no dudan constantemente los propios científicos? Muchos se refieren a un falso modelo galileano como al de un sabio aislado aún teniendo razón frente el orden establecido. Error. Sí, existía un orden establecido contra él, pero no, no estaba solo; la mayor parte de la Europa culta de la época estaba más o menos abierta a la hipótesis de Copérnico.

Más allá de eso, sin embargo, nos enfrentamos aquí a un problema de inmensa complejidad. La duda científica –indiscutible– no es una duda generalizada. Si nos remitimos al Don Juan de Molière y su famoso “Creo que dos y dos son cuatro y cuatro y cuatro, ocho”, ¿todo va bien? Pero si hablamos de la teoría de conjuntos, resulta que uno más uno puede ser… uno. Aunque esta duda no anula la fórmula de Don Juan; la completa, incluso la supone. Y he aquí el problema. Dada la inmensa e inevitable especialización de la producción científica, la duda queda circunscrita sobre todo a la comunidad científica y, por así decirlo, prohibida al exterior (salvo que tenga una deriva peligrosa).

Ello supone una gran dificultad para quienquiera que luche por la emancipación de los pueblos y la generalización de la democracia. Lo indicó en su época el helenista Jean-Pierre Vernant. Señaló la concordancia de apariencia entre la democracia ateniense y su ágora con la de la demostración matemática. Siendo esta última, afirmaba, un antídoto indispensable contra el posible poder de los demagogos. Puedo ser el único que sostenga esto con el teorema de Pitágoras, si alguien me sigue en mi demostración soy yo el que tiene razón si lo demuestro. O, como solía decirles a mis alumnos de didáctica de las ciencias: la verdad de un teorema matemático no se decide en clase por votación.

No es que el pueblo sea siempre incompetente. El ejemplo reciente de la Convención sobre el Clima demuestra lo contrario. Personas seleccionadas por sorteo convenientemente expuestas durante mucho tiempo a explicaciones posiblemente contradictorias de los científicos, llegaron a conclusiones muy bien argumentadas y bastante radicales, además. Pero he aquí la cuestión: mientras estas personas convencionales ganaban en competencia, la masa del pueblo permanecía en el mismo punto. Y habría que hacer el mismo esfuerzo para todas las cuestiones científicas, en todas las disciplinas, lo cual es imposible, lo que lleva, por tanto, a una cuestión inquietante sobre la naturaleza de la democracia.

Hacer lo mejor requeriría poner fin al menosprecio cultural de la ciencia que señala Krivine. En la buena sociedad, no saber nada acerca del bosón de Higgs[5] carece de importancia. Pero no diferenciar entre los periodos azul y rosa de Picasso es un signo de ser menos que nada. Sin embargo, aunque la relación con la ciencia mejorara, como muestra Krivine, no se puede evitar una parte importante de la delegación en los científicos. Que sea lo más medida y controlada posible –para salvaguardar las contradicciones de los propios científicos–, está bien. Pero es inevitable.

Por ello, generar confianza es una cuestión clave. Con dos armas: por un lado, el avance general de la cultura científica, porque, como dice Lecointre:

“Explicar de forma didáctica los criterios del conocimiento y cientificidad es una forma de frustrar la instrumentalización o el mal uso de la ciencia y evitar en buena parte de la desconfianza de nuestros conciudadanos hacia ella”.

Y por otra, dejar de lado la búsqueda del beneficio –el capitalismo, para decirlo abiertamente–. Pero sigue siendo difícil evitar la contradicción señalada por Vernant. A menos que, antes incluso de llegar a esos límites inevitables, deshacerse de los callejones sin salida de las fake news sea una cuestión de salud pública. Porque, como dice Treiner, “un mito, como toda obra literaria, tiene vocación de unir… (pero) los hechos alternativos… portan la violencia y la muerte”.

Y en esta tarea, es imprescindible poner el libro de Hubert Krivine en manos de todo el mundo.

Notas de la traducción:

[1] https://es.wikipedia.org/wiki/Escándalo_Bogdanov

[2] https://es.wikipedia.org/wiki/Apuesta_de_Pascal

[3] https://es.wikipedia.org/wiki/Caso_Galileo

[4] Se conoce por Big Pharma a las teorías de la conspiración que sostienen que la comunidad médica en general y las empresas farmacéuticas en particular, especialmente las grandes corporaciones, operan con fines siniestros y en contra del bien público ocultando tratamientos eficaces, o incluso causando muchas enfermedades con fines de rentabilidad económica u otras razones,  https://en.wikipedia.org/wiki/Big_Pharma_conspiracy_theories

[5] https://es.wikipedia.org/wiki/Bosón_de_Higgs

Contratemps

Traducción: viento sur

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