Sobre movimiento climático, sindicatos y clases populares

JUANJO ÁLVAREZ*

11 NOVIEMBRE 2022

 

1. El ecologismo viene desarrollándose desde hace algunas décadas en torno a medio siglo si tenemos en cuenta los primeros elementos de activismo de los años setenta del siglo XX y algo más si buscamos su origen en la publicación de La primavera silenciosa de Rachel Carson, que en ocasiones es tomado como referencia inicial. En todo caso, lo cierto es que acumula una historia que, aunque no alcanza la herencia de otros movimientos como el feminismo y menos aún del movimiento obrero, sí supone un bagaje de pensamiento y de historia, particularmente en el análisis y propuesta técnica, que han estado en el centro de la actividad ecologista. Por otra parte, y aunque no es lugar para hacer una memoria del ecologismo, hay que tener en cuenta que la actividad del movimiento se desarrolla en un periodo histórico en el que la evolución social se ha desarrollado a velocidades desconocidas en cualquier otro momento, bajo el paraguas de un neoliberalismo que fagocita, a través de lo avances tecnológicos, los recursos naturales y el trabajo. Por supuesto, no hay nada nuevo en esto -que está formulado desde las bases más elementales del marxismo- pero sí lo hay en la velocidad a la que cambian los modos de producción y con ellos la extracción de bienes naturales y la modificación de fórmulas de explotación del trabajo, que nunca en la historia han avanzado y mutado a tal velocidad. Si Hobsbawm hablaba del corto siglo XX por la velocidad a la que se producen una serie de elementos históricos en el periodo entre 1914 y 1989, hoy habría que hablar de una serie de siglos históricos que se contienen dentro de un periodo de apenas medio siglo cronológico, el que se desarrolla entre la crisis del petróleo de los años 70 y el momento post-pandemia en el que habita el planeta en la actualidad.

2. El hito más reciente en el desarrollo del ecologismo se está produciendo desde 2018, y aún está por ver dónde nos lleva. Es evidente que hay un salto de conciencia que hace que las preocupaciones ecologistas pasen de ser un asunto de minorías verdes a formar parte del imaginario popular. Creo que es importante medir bien este fenómeno cuidadosamente y sin exageraciones, para no lanzar diagnósticos sobredimensionados sobre el peso de este aspecto en el campo político, pero sí parece claro que los temas que comúnmente llamamos políticas verdes han pasado a ser un elemento relevante para el conjunto de la sociedad. Hace sólo unos años, el término transición ecológica era parte de la jerga de nicho; hoy, el gobierno de Sánchez lo utiliza para denominar la cartera ministerial de una de sus vicepresidentas, y lo mismo sucede en la burocracia europea; al mismo tiempo, se lanzan series sobre el colapso y se escribe en medios generalistas ingentes cantidades de artículos sobre problemas ecológicos y análisis sobre debates tan bizarros como el colapso. Los planes verdes para la economía mundial están en auge, con presupuestos astronómicos -algo más en el caso de EE.UU, menos ambiciosos pero con una enorme propaganda en el caso de los fondos Next Generation de la UE- y la política verde ha empezado a jugar, parece que definitivamente, en la mesa de los mayores.

La respuesta ecologista estuvo capitalizada en un primer momento por el movimiento climático juvenil, con un acierto inicial que le llevó a acumular una gran capacidad de movilización. La reiteración de movilizaciones exitosas durante todo el año 2019 demostró que la hipótesis inicial, que diagnosticaba una preocupación climática muy extendida en el ámbito juvenil, era acertada. Más allá de esto, la amenaza del clima fue el elemento común para una generación que se veía a si misma sin ningún futuro, destinada a pagar una crisis inmobiliaria y financiera en la que no habían tenido ninguna responsabilidad y que cerraba cualquier opción de vida digna, tanto en lo laboral como en el acceso a la vivienda o a unos servicios públicos cada vez más menguantes.

Sin embargo, el elemento identitario en torno a lo juvenil y la focalización en el clima, dentro de la amplia gama de desafíos ecológicos que afronta la sociedad, supuso también un límite para el crecimiento del movimiento. Como se suele decir, en el pecado llevaban la penitencia: el castigo de aquellos movimientos consistió en la imposibilidad de ampliar la movilización a sectores no juveniles. Y cuando surgió la pandemia mundial, el movimiento sufrió por dos motivos centrales: primero, y de forma brutal, porque un movimiento centrado en la presencia en la calle difícilmente puede sobrevivir a meses de confinamiento y medidas persistentes de distancia social; segundo, porque en el plano social el momento exigía una explicación sobre temas en los que el clima no podía explicar nada. En política, quien no puede dar una explicación sobre los fenómenos que tensionan la sociedad, está fuera de juego, y durante la pandemia esto sucedió más aún, puesto que era un fenómeno de impactos sociales absolutamente imprevistos que se sucedían a velocidades vertiginosas.

Pasado el momento de las restricciones, Occidente parece haber apostado por una vía de normalización de la covid, asumiendo que será una de tantas enfermedades endémicas -pero no pandémicas- que afectan a la sociedad. El balance en términos ecológicos es, como suele suceder, heterogéneo y está atravesado por unos tiempos rotos. El movimiento ha sufrido un impacto fuerte en su capacidad de movilizar y sigue buscando un relato que sea capaz de explicar el conjunto de agresiones y desafíos ecológicos que pueblan el mundo en la segunda mitad del siglo XXI. El horizonte de 2030 como límite para las transformaciones necesarias ha sido desbordado por la emergencia de otros conflictos y, sobre todo, por la complejidad de los mismos. Cuando apenas empezábamos a entender la dimensión ecológica de la crisis sanitaria, surgieron los presupuestos de recuperación, y apenas cerrado ese debate llegó una nueva guerra a las puertas de la vieja Europa, que hoy parece más vieja que nunca. En tiempos ya antiguos, Machado destrozaba el nivel intelectual de la vieja Castilla ridiculizando a los “filósofos nutridos de sopa de convento” que no veían la guerra llegar a las puertas de su casa; hoy, la burocracia europea, pretendidamente moderna, apenas es capaz de dar una respuesta que signifique algo en el panorama internacional. El movimiento climático se encuentra en un momento similar: a duras penas es capaz de aportar algunas propuestas a la altura, pero en ningún caso un escenario alternativo que es, como señala Stathis Kouvelakis, imprescindible para cambiar las coordenadas políticas.

En los dos años que han pasado desde la pandemia, los movimientos tácticos para reactivar el movimiento climático han ido en ascenso. Desde las reuniones o asambleas dedicadas a este propósito hasta los encuentros programáticos, el impulso de recuperar el pulso del movimiento ha sido una constante. Esto tiene una lectura ambivalente: por una parte, se dibuja un panorama dominado por la añoranza de lo que fue y pudo llegar a ser el movimiento climático; nostalgia comprensible, porque ha sido el movimiento ecologista más importante, pero políticamente impotente. Por otra parte, da cuerpo a un sano impulso que busca encontrar nuevas formas de movilizar y dar consistencia social a la respuesta que necesitamos.

De otro lado, quien sí ha aprovechado sus recursos para acometer una reformulación verde es el capital. Hoy están a la vanguardia política de la reforma ecológica buena parte de los gobiernos mundiales, particularmente aquellos que se sitúan en el espectro del progresismo, que no sólo encuentra en estos tema un contenido concreto, sino también un escenario de modernización que le permite articular lo que los sectores alternativos no encuentran: un escenario común de modernización y avance. Y en este paraguas no sólo se incluyen las organizaciones propiamente gubernamentales, sino un amplio espectro de elementos sociales que se recogen en lo que llamamos el Estado ampliado: sólo así se explica que buena parte de los cuadros de lo que hace dos años era el movimiento climático estén hoy asalariados por fundaciones, organizaciones ecologistas o, directamente, por el propio gobierno, en un totum revolutum que acoge, bajo el ala de las políticas progresistas verdes del Estado, a un porcentaje muy alto de lo que en otros momentos aspiraba a ser movimiento antagonista.

En el plano de discusión política no institucional, el marco está dominado por los debates sobre el colapso. No hay casi nada en este debate que sea de utilidad política: o bien se orienta hacia posiciones pseudo-anarquizantes que parecen coquetear con la idea de que el desastre ecológico y social abrirá de nuevo las puertas a una sociedad primigenia. No hay por dónde empezar la crítica a semejante absurdo político y teórico. De otro lado, quienes polemizan, a veces de forma gratuita, con estas posiciones, no parecen tener más objetivo que hacer ver lo insensato del ecologismo para, de esa manera, presentarse como los verdes sensatos que sí lograrán avances reales, aunque sea costa de un cinismo rampante teñido de real politik. Mientras, el auténtico poder sigue en su política de modernización ecológica y cooptación de cuadros y organizaciones civiles.

Contra todo pronóstico, está surgiendo una propuesta sólida en el mundo sindical. Pese a la decrepitud de las burocracias sindicales en toda Europa, el sindicalismo sigue agrupando a la mayor masa de clase obrera organizada en el mundo occidental. Desde ciertos sectores del movimiento ecologista, se ha venido formando una crítica hacia la falta de definición del sujeto en la noción de transición. En efecto, las ideas interclasistas han sido mayoritarias en el discurso del ecologismo, como si se pudiera realizar una transición en el modelo social sin abordar la lucha de clases. Tradicionalmente, esto había sido alimentado por las derivas discursivas pero también por el rechazo mutuo que mantenían los sectores sindicales y ecologistas, enfrentados en las políticas de mantenimiento de los puestos de trabajo y de reducción del impacto económico, lo que en Francia se ha denominado a veces bajo la vistosa alternativa entre llegar a fin de mes y al fin del mundo.

Sin embargo, hoy se efectúa un reencuentro forzado por la crisis ecológica, y es que está en ciernes una reconfiguración de la producción industrial. Bajo el horizonte de cierre determinado por límites ecológicos cada vez más inmediatos, el sector industrial empieza a reconfigurar sus posiciones. De esta forma, el sujeto llamado a realizar la transición, es decir, las clases populares, reaparecen en su forma más clásica. En el Estado español, la primera manifestación visible fue el conflicto de Nissan Zona Franca. El balance de ese conflicto fue básicamente el que se podía esperar, con un añadido positivo en la obtención de algunos resultados para los y las trabajadoras; en Nissan se perdió un conflicto que se jugaba en plazos muy rápidos y en el que los sectores del sindicalismo radical eran muy minoritarios, pese a que el conjunto de los y las trabajadoras y de las organizaciones sindicales, incluso las de concertación, llevaron a cabo una lucha fuerte y obtuvieron algunos resultados. El objetivo inicial, mantener en funcionamiento la planta con un compromiso de inversión en clave ecológica por parte del Estado, no fue conseguido, y la posibilidad de nacionalización ni siquiera llegó a calar en sectores representativos de la base obrera. Sin embargo, queda como una primera experiencia, que no se podía ganar, pero que adelanta y puede prefigurar otras luchas.

También nos aporta algunas lecciones. Para empezar, la aproximación del mundo sindical y ecologista empieza a romper el tabú de la imposibilidad del diálogo mutuo, y hoy organizaciones como CGT se posicionan y lanzan actividades muy centradas en la cuestión ecológica, no sólo desde el plano ideológico, sino también desde planteamientos propiamente sindicales. De esta forma, se supera la limitación de los sindicatos de clase de carácter estatal, que estaban en una posición meramente discursiva, o a veces ni siquiera. Con ello, amplían un polo que hasta ahora estaba constituido casi exclusivamente por LAB y ELA, y que, por lo tanto, estaba limitado a Euskal Herria.

Son avances aun pequeños pero importantísimos en la configuración de lo que hemos dado en llamar polo popular ecosocialista. Con esto queremos referirnos a la superación del ecologismo como tal para formar una alianza en clave amplia de las clases populares frente a las élites capitalistas que nos conducen al desastre ecológico y social. No se trata de una mera proclama, sino de una necesidad histórica que dé articulación colectiva para construir un sujeto antagonista, y parece evidente que ningún movimiento sectorial podrá construir ese sujeto, por mucho que tenga que aportar y por mucho trabajo que haya realizado hasta el día de hoy.

Aunque suene a tópico, creo que es correcto decir que vivimos momentos históricos. La amenaza de una catástrofe ecológica y social de dimensiones planetarias está a la vista, y la articulación política de ese desafío se está organizando en estos momentos. Insistimos en la idea de que estos son los años en los que los desafíos que el ecologismo había previsto están empezando a tomar cuerpo real, y que ese aterrizaje tiene dimensiones políticas de primer orden que se articularán en términos de lucha de clases. Por supuesto, eso no quiere decir que la lucha de clases sea un elemento inamovible y que tengamos que entederla como se hacía hace un siglo; muy al contrario, se ha dicho en infinidad de ocasiones que la clase obrera es diversa, y de hecho hablamos más de clases subalternas o populares que de clase obrera como tal, porque ser un trabajador explotado bajo el régimen salarial es sólo una de las formas de estar subordinado política y socialmente. Sin embargo, la necesidad de visibilizar las diversas opresiones ha sido priorizada sobre el hecho común de la opresión, sea ésta de clase, de género, de raza o de orientación sexual.

Creo que esto es una manifestación de la debilidad de los proyectos emancipatorios. Más allá de que las alianzas deban realizarse en fórmulas orgánicas compartidas o en acuerdos tácticos más amplios, lo cierto es que la dispersión del trabajo político en compartimentos que funcionan prácticamente aislados es una debilidad que atenaza y limita las posibilidades de crear un horizonte anticapitalista sólido. Visto a la inversa, los momentos revolucionarios en la historia nunca han visto semejante desagregración, sino al contrario, han estado protagonizados por un mestizaje fuerte que, bajo diversas fórmulas organizativas, ha sido capaz de mantener objetivos comunes. Sólo la debilidad nos empuja a aislarnos en guetos ideológicos.

El neoliberalismo es seguramente la forma del capitalismo que más ha cuidado el elemento cultural; bajo ese manto se ocultan múltiples trampas que habrá que derribar progresivamente, pero cuando esas guerras puntuales se dan desde el espectro de una multiplicidad de movimientos aislados, la capacidad del sistema para absorberlos se convierte en un muro casi infranqueable. Es lo que, desgraciadamente, ha pasado con sectores del ecologismo que hoy están bajo el paraguas del Estado ampliado y operan en una dinámica que se asimila a la de un lobby. Para romper estas estrategias, que son consustanciales al sistema, necesitamos encontrar espacio de encuentro orgánico mucho más fuertes, lo que es tanto como decir que tenemos que romper la forma de organizarnos políticamente desde hace décadas. Esa es también la fómula para poner en marcha espacios con fuerza suficiente para resistir la cooptación del Estado y pérdida de cuadros y bases. Pero sin esos marcos organizativos comunes, no habrá horizonte alternativo. La buena noticia es que esos marcos empiezan a asomar, de alguna forma, en el sector sindical, que aún agrupa a grandes sectores de las capas subalternas, y algo podría cocinarse en ese caldo, aún pequeño, pero propicio.

*Juanjo Álvarez: es miembro del Área de Ecología de Anticapitalistas.

 

Fuente: Viento Sur

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