ALDO CASAS*- La Revolución Rusa “a contrapelo” (II): La insurrección de Octubre

Segunda parte de una crónica sobre la Revolución de Octubre y sobre aquellos días que “estremecieron el mundo”

POR ALDO CASAS*-

En la noche del 7 de noviembre de 1917 se produce el asalto al gobierno provisional en Rusia. Acontecimiento que pasaría a la historia como la Revolución de octubre. La fecha corresponde al 25 de octubre en el calendario juliano, vigente en la Rusia Zarista y luego abolida por el Gobierno Bolchevique. En el resto del mundo, los sucesos tomaron inicio el 7 de noviembre. 

Para conmemorar una de las epopeyas más importantes de la historia de la lucha por la emancipación, publicamos un extracto de Rusia, 1917 Vertientes y afluentes del militante y escritor Aldo Casas. Segunda Parte.

Historiadores derechistas, liberales, socialdemócratas, anarquistas y comunistas anti bolcheviques han escrito miles de páginas diciendo, con distintos e incongruentes argumentos, que Octubre fue el golpe de Estado con que se impuso la dictadura de Lenin y los bolcheviques. A estos relatos se opone, en primer lugar, la victoria de la insurrección, un hecho que no debe ignorarse o minimizarse, porque la historia y el buen sentido enseñan que las aventuras izquierdistas siempre fracasan, antes incluso de intentarse.

También Kerensky creía que se enfrentaba a un grupo de fanáticos golpistas, y en las primeras semanas de octubre decía a quien quisiera escucharlo que rezaba para que los bolcheviques intentaran algo para aplastarlos y extirparlos quirúrgicamente. Y si ello no ocurrió, se debe a que, como indican sobradas evidencias, existía una masiva convicción de que era urgente poner fin a las imposturas y maniobras contrarrevolucionarias del gobierno burgués:

“En octubre, todas las condiciones se habían reunido y a la luz del día se organizó el levantamiento. Los soldados decían: “¿Hasta cuándo va a durar esta situación insostenible? Si no encontráis una salida vendremos nosotros mismos a echar de aquí a nuestros enemigos, y lo haremos a bayonetazos” (Víctor SergeEl año I de la Revolución Rusa).

Los obreros protestaban: “¿Qué han hecho para que tengamos paciencia? ¿Nos ha dado Kerensky más para comer que el zar? Nos dio más palabras y más promesas, ¡Pero no nos dio más comida! Hacemos cola toda la noche para obtener algo de carne, pan, zapatos, mientras escribimos como idiotas ‘Libertad’ en nuestras banderas. La única libertad que tenemos es la de ser esclavos y morir de hambre” (Albert Rhys WilliamsThrough The Russian Revolution).

Los campesinos tomaban sus propias decisiones: “La violencia y las ocupaciones de tierras son cada vez más frecuentes […], los campesinos se apoderan arbitrariamente de los pastos y de las tierras, impiden las labores, fijan a su voluntad los arriendos y expulsan a los mayorales y a los gerentes”. Las condiciones de vida eran inaguantables. John Reed escribió: “La ración diaria de pan descendió sucesivamente de una libra y media a una libra, después a tres cuartos de libra, y finalmente a 250 y 125 gramos. Al final, hubo una semana entera sin pan. Se tenía derecho a dos libras de azúcar mensuales, pero era casi imposible encontrarla. Solo había leche para menos de la mitad de los niños de la ciudad. […] ”. No, no fue una minoría, ni un golpe de azar, sino el resultado de condiciones políticas y sociales determinadas” (Salas, 2017: 45-46).

Recordemos que la consigna “todo el poder a los soviets” había aparecido en una pancarta agitada en las Jornadas de Abril, fue levantada por los bolcheviques en mayo, respaldada por centenares de miles de soldados y obreros de Petrogrado en las Jornadas de Junio y de Julio, tras lo cual pareció desaparecer de la escena, para reaparecer con empuje irresistible tras la derrota de la Kornilovchina. si se impuso en octubre no fue por obra y gracia de la maquiavélica conjura de Lenin y Trotsky, sino porque la inmensa mayoría de los trabajado- res que hasta semanas antes seguía a los eseristas había llegado a la conclusión de que la burguesía quería terminar con la revolución y con los soviets, apelando a “la fría y esquelética mano del hambre”, a la dictadura militar o, incluso permitiendo que el ejército alemán aplastara el bastión revolucionario que era Petrogrado. También el campesinado había hecho su experiencia. Dado que ni el gobierno, ni el PSR les hicieron caso, se lanzaron a tomar por sí mismos las propiedades de los terratenientes, y dado que los bolcheviques los apoyaban, la contrarrevolución ya no pudo lanzar a las masas del campo en contra de Lenin y los soviets.

Es claro que la insurrección de octubre fue decidida en dos reuniones sucesivas del Comité Central bolchevique, pero su éxito estuvo asentado en el previo y el generalizado rechazo de los soviets de Petrogrado, Moscú, Kronstadt, Finlandia, la Flota del Báltico y otros muchos al gobierno de Kerensky, que insistía en mandar al frente a las dos terceras partes de la guarnición, dejando indefensa a la capital cuando la Operación Albión de la marina alemana ocupaba el golfo de Riga y amenazaba con avanzar sobre Petrogrado.

El 31 de agosto el Soviet de Petrogrado había reclamado el traspaso de todo el poder a los soviets y el 9 de septiembre condenó explícitamente la política de coalición con la burguesía que mantenía el CEC. Mientras tanto, Lenin desde su refugio en Finlandia clamaba: “Los bolcheviques pueden y deben tomar el poder”, advirtiendo al Comité Central que las condiciones estaban más que maduras. Pero Zinoviev y Kamenev (y con ellos la mayoría de la dirección) se oponía a la insurrección, sostenían que llevaría a que Petrogrado y los bolcheviques quedasen aislados del resto de Rusia y luego aplastados y proponían esperar la siempre incierta reunión de la Asamblea Constituyente. Trotsky era también partidario de la insurrección, pero consideraba que debía prepararse con formulaciones defensivas, al amparo de la legalidad soviética, y ejecutarse en coincidencia con la reunión del II Congreso Panruso de Soviets de Obreros y Campesinos, el magno evento que concitaba la atención y expectativa de obreros y campesinos. Los cuadros de Petrogrado y la Organización Militar, casi siempre alineados con el ala izquierda, advertían que las masas no “empujaban” al partido como ocurriera en junio y julio: existía una tensa expectativa a la espera de signos claros y convincentes que indicaran llegado el momento de una acción decisiva.

Finalmente, alarmado e indignado por las dilaciones y ambiguos procedimientos de la mayoría del Comité Central, Lenin dejó Finlandia por su cuenta y riesgo y se instaló (siempre clandestinamente) en un suburbio de Petrogrado, exigiendo una reunión del CC que se realizó el 10 de octubre, donde, tras horas de discusión, su posición fue respaldada.

Dado que los preparativos siguieron demorándose, fue preciso que el 16 de octubre una reunión ampliada del CC ratificara (y precisara) la fecha de la insurrección. De manera independiente pero convergente, el 9 de octubre el Soviet de Petrogrado (única autoridad reconocida por la guarnición de la capital) había dispuesto la confor- mación de un Comité Militar Revolucionario. Éste designó delegados en todas las unidades, asegurando el control de las mismas. Las fuerzas con las que contaba no eran abrumadoras, pero sí decisivas: el casi total respaldo de la guarnición de la ciudad y de los barrios obreros de Petrogrado.

 

La Revolución Rusa “a contrapelo”

 

En las primeras horas del 24 de octubre, fue Kerensky quien intentó un golpe de mano: declaró el estado de sitio, impidió la publicación de Pravda, reclamó el envío de tropas desde el frente, y movilizó al Batallón de Mujeres y a los junkers. El CMR respondió pasando a la ofensiva con el plan insurreccional fijado para esa misma noche (previa a la reunión del II Congreso). Reabrió Pravda, dispuso la detención de los oficiales que no reconocían la autoridad del CMR y la ocupación de comisarías, imprentas, puentes, edificios oficiales, banco estatal, estaciones ferroviarias y las centrales telefónica y eléctrica. En trece horas Petrogrado quedó en manos de soldados y obreros revolucionarios a las órdenes del Soviet. En la insurrección tomaron parte activa unos treinta mil hombres. No fue necesario recurrir a la huelga general, movilizar los barrios obreros, ni atacar cuarteles militares, pues ya estaban ganados antes de la insurrección.

A media mañana el gobierno solo controlaba su sede, en la que permaneció recluido hasta ser detenido (una sumatoria de impericia e imprevistos demoró la toma del Palacio de Invierno hasta la madrugada del 26 de octubre). Entre el 28 de octubre y el 2 de noviembre la insurrección obrera triunfó también en Moscú, y tras dos o tres semanas se había extendido prácticamente a toda Rusia. El derrocamiento del gobierno burgués en la capital fue prácticamente incruento.

Tal como estaba previsto, el 25 octubre 1917 (que pasaría a ser el 7 noviembre con el nuevo calendario) pudo reunirse en el Palacio Smolny el II Congreso Panruso de Soviets de Obreros y Soldados. Desde las primeras horas de la mañana, los diputados de los diversos partidos comenzaron a reunirse por separado en el Palacio Smolny. Tras interminables cabildeos, en nombre del CEC saliente Fiodor Dan dio por iniciada reunión a las 22:45 horas. De los 670 diputados presentes, 300 eran bolcheviques, los que en alianza con los eseristas de izquierda, algunos mencheviques internacionalistas y delegados “sin partido” constituían una sólida mayoría favorable al poder soviético. Los bolcheviques propusieron que la mesa para dirigir el congreso fuese integrada proporcionalmente, pero el bloque menchevique-SR rechazó integrarla y el grupo de Martov se abstuvo, por lo que la mesa quedó compuesta por doce bolcheviques y siete eseristas de izquierda. Martov hizo una moción en favor de buscar un acuerdo entre los partidos socialistas, lo que fue aprobado casi por unanimidad. Pero poco después, so pretexto de que había combates en torno al Palacio de Invierno, los SR y los mencheviques anunciaron que se retiraban del Congreso. Martov insistió en que debía lograrse un acuerdo con quienes acababan de intentar romper el congreso, lo que mereció una dura respuesta de Trotsky, tras lo cual también parte de los mencheviques internacionalistas se fue de la sesión. Kamkov, vocero de los eseristas de izquierda, anunció que sus diputados se mantendrían en el congreso y pidió otro cuarto intermedio para insistir en la búsqueda de un frente de los partidos socialistas soviéticos. El cuarto intermedio se aprobó pero no se logró avance alguno. A las dos de la madrugada se anunció que había sido tomado el Palacio de Invierno, que estaban provisoriamente detenidos los integrantes del gobierno derrocado y que los ejércitos del frente respaldaban lo actuado por la guarnición de Petrogrado y el Comité Militar Revolucionario, a pesar de que el prófugo Kerensky intentaba organizar un contraataque. Poco después Lunacharski encuentra por fin la posibilidad de leer en voz alta un llamamiento a los obreros, soldados y campesinos. Pero no es un simple llamamiento: por la sola exposición de lo que ha sucedido y de lo que se prevé, el documento, redactado a toda prisa, presupone el comienzo de un nuevo régimen estatal.

“Los plenos poderes del Comité Ejecutivo Central conciliador han expirado. El gobierno provisional ha sido depuesto. El Congreso toma el poder en sus manos”. El gobierno soviético propondrá una paz inmediata, entregará la tierra a los campesinos, dará un estatuto democrático al ejército, establecerá un control de la producción, convocará en el momento oportuno la Asamblea constituyente, asegurará el derecho de las naciones de Rusia a disponer de sí mismas. “El Congreso decide que todo el poder, en todas las localidades, es entregado a los soviets”. Cada frase leída provoca una salva de aplausos. “¡Soldados, manteneos en vuestros puestos de guardia! ¡Ferroviarios, detened todos los convoyes dirigidos por Kerenski a Petrogrado!… ¡En vuestras manos están la suerte de la revolución y la de la paz democrática!” (Trotsky, 2016: 1024-25).

El llamamiento fue recibido con entusiasmo, pero la votación debió demorarse debido a sucesivas mociones que insistían en la necesidad de alcanzar algún tipo de frente único revolucionario o gobierno compartido de los partidos socialistas (otros mencheviques de izquierda, el Partido Socialista Polaco, el Bund…). Finalmente el llamamiento fue aprobado casi por unanimidad (2 votos en contra y 12 abstenciones) y a las seis de la mañana se levantó la sesión, que se reiniciaría a las nueve de la noche de ese 26 de octubre. Tras en- caminar la resolución de cuestiones secundarias, Kamenev cedió la palabra a Lenin. Su aparición en la tribuna provoca aplausos interminables. Los delegados de las trincheras no se hartan de mirar al hombre misterioso que les han enseñado a detestar y que han aprendido, sin conocerlo, a amar. “Apoyado firmemente en el borde del pupitre y contemplando a la multitud con sus ojos pequeños, Lenin esperaba sin interesarse aparente- mente por las ovaciones incesantes que duraron varios minutos. Cuando los aplausos terminaron, dijo simplemente: ‘Ahora vamos a dedicarnos a edificar el orden socialista‘ ”.

No ha quedado acta del congreso. Las taquígrafas (…) habían abandonado el Smolni […]. La frase de introducción que John Reed pone en labios de Lenin no se encuentra en ninguna crónica de los periódicos. Pero coincide con el espíritu del orador. Reed no podía inventarla. Es así, precisamente, como Lenin debía empezar su intervención en el congreso de los soviets, sencillamente, sin pathos, con una seguridad irresistible: “Ahora vamos a dedicarnos a edificar el orden socialista” (Trotsky, 2016: 1029-30).

Tras aprobar los decretos sobre la paz y sobre la tierra, correspondía designar al órgano gubernamental del régimen soviético:

“(…) en lo que hacía al poder central, indudablemente la consecuencia lógica era que el lugar del viejo gobierno provisional sería tomado por el comité central ejecutivo permanente de los soviets, elegido por el congreso y que incluía a representantes de distintos partidos políticos. Pero esto no fue así: para sorpresa de muchos delegados, se anunció que las funciones del gobierno central serían asumidas por un nuevo Consejo de Comisarios del Pueblo cuyo patrón enteramente bolchevique fue leído al Congreso el 26 octubre por un portavoz del partido bolchevique. La cabeza del nuevo gobierno era Lenin, y Trotsky era comisario del Pueblo (ministro) de Relaciones Exteriores” (Fitzpatrick, 2015: 87).

Hay quienes sostienen que los bolcheviques estaban predispuestos a la conformación de un gobierno con mayoría bolchevique y composición pluralista pero no es lo que ocurrió. A la proclama contrarrevolucionaria del “Comité Panruso de Salvación del País y la Revolución” (SR-mencheviques y kadetes), a la deserción de Martov y a las reticencias de los eseristas de izquierda, se respondió conformando un gobierno “homogéneo”, puramente bolchevique. Esto sentó un alarmante precedente y preparó una crisis que pudo haberse evitado. El Comité Ejecutivo Central del Soviet de Obreros y Soldados quedó conformado por 62 bolcheviques, 29 SR de izquierda y otros 10 socialistas (entre ellos 6 socialdemócratas internacionalistas próximos a las posiciones del diario de Gorky [Novaja Zizn]).

El Consejo de Comisarios del Pueblo (Sovnarkom) presidido por Lenin debió lanzarse a una actividad frenética. Durante las dos primeras semanas se debieron enfrentar el asalto de Kerensky y el general Krasnov intentando retomar Petrogrado, que estuvo acompañado por una sublevación de eseristas y kadetes, tratando al mismo tiempo de asegurar la victoria militar del Soviet en Moscú, donde la lucha fue particularmente dura y sangrienta. Una de sus primeras decisiones fue disponer un alto el fuego inmediato en los frentes de guerra con las Potencias Centrales; Trotsky, Comisario de Asuntos Exteriores, llevó el peso de las negociaciones con Alemania y el 2 de diciembre se firmó el armisticio. Paralelamente, se decretó la confiscación de los latifundios y la entrega de las tierras a los soviets campesinos, el control obrero de la industria y la nacionalización de la banca. Se reconocieron los derechos de las nacionalidades, incluyendo el derecho a la autodeterminación y la libertad de separarse.

Reflexiones post festum: ¿Dos revoluciones o un proceso revolucionario?

La revolución comenzó con la insurrección de febrero que derribó al zarismo y abrió paso al Gobierno Provisional (burgués) y a los soviets de obreros y soldados; apenas ocho meses después, en octubre, otra insurrección derrocó al gobierno burgués, traspasó todo el poder a los soviets y se conformó un gobierno obrero y campesinoExiste amplia coincidencia en que la insurrección de febrero fue fundamentalmente espontánea, con la irrupción de amplias masas con nula o escasa preparación política y una vertiginosa radicalización. Se logró, en un mismo movimiento, enfrentar y neutralizar a la Policía, subvertir la disciplina y orden jerárquico del ejército, voltear al zar y construir en la capital del imperio un soviet… Pero la revolución dejó en manos de políticos burgueses la conformación del gobierno provisional. La de octubre, en cambio, fue una insurrección concebida y dirigida por los bolcheviques (con fuertes discusiones dentro y fuera del partido), “técnicamente” preparada y ejecutada por Trotsky y el Comité Militar Revolucionario del Soviet de Petrogrado. El derrocamiento casi incruento del Gobierno Provisional en la capital (no así en Moscú) aseguró que el 25 de octubre pudiera sesionar el II Congreso Panruso de los soviets que por mayoría decidió el traspaso de todo el poder a los soviets, anunció medidas revolucionarias de inmediata aplicación y designó al gobierno obrero y campesino que se denominó Consejo de Comisarios del Pueblo (Sovnarkom).

Desde entonces, en la discusión sobre la Revolución de Febrero y la Revolución de Octubre la mayoría de los historiadores e investigadores han concentrado su atención en la especificidad de cada uno de esos acontecimientos y todo lo que los diferenciaría. Existe pues la idea recibida de que en la Rusia de 1917 hubo dos revoluciones y, por añadidura, dos revoluciones de distinta naturaleza: democrático-burguesa la de febrero, obrera y socialista la de octubre. De esa idea de las dos revoluciones se derivó una especie de grilla interpretativa que desde los tiempos de la Tercera Internacional suele utilizarse para “caracterizar” el desarrollo de cualquier revolución con arreglo al “calendario” ruso, aunque eso de “amoldar” revoluciones harto diferentes al modelo y calendario ruso puede llegar a analogías disparatadas. Dejando de lado esas exageraciones heurísticas, cabe preguntar: ¿Es acertado y útil insistir en que hubo dos revoluciones, diferentes y de diversa naturaleza? ¿No existen acaso fuertes elementos de continuidad que dan un carácter procesual a la revolución en 1917?

Es posible que el relato de “las dos revoluciones” dificulte la comprensión de lo ocurrido porque violenta la unidad dialéctica del proceso y de algún modo reintroduce una concepción etapista de la revolución, el canon evolucionista de la Segunda Internacional que había sido desafiado por quienes afirmaban que la revolución rusa podría asumir el carácter de revolución ininterrumpida (al decir de Lenin) o de revolución permanente (según la formulación de Trotsky), progreso teórico muy distante de la manía clasificatoria empeñada en etiquetar “revoluciones de febrero” y “revoluciones de octubre” urbi et orbi.

Cierto es que la Revolución de Febrero se auto-limitó por el oportunismo de dirigentes mencheviques y eseristas y las confusas ilusiones de obreros y soldados en la colaboración de clases, y dejando así el gobierno en manos de la burguesía, con el aval del Soviet. Pero ese fue el comienzo y no el fin de la revolución. ¿Qué significó y cómo ocurrió la coexistencia entre el gobierno burgués y los soviets de obreros y soldados revolucionarios? No basta con reconocer que esa diarquía fue algo así como un gobierno con dos cabezas: más importante es destacar que, al margen del gobierno formal, la existencia y desarrollo de los soviets estableció una normatividad, una especie de “carta magna” no escrita pero socialmente reconocida según la cual eran los soviets de obreros, soldados y campesinos quienes retenían la “decisión en última instancia” en lo referido a la suerte de la revolución y la democracia que de ella debía derivarse. De hecho, las contiendas sociales y políticas que se desarrollaron en 1917, incluyendo la insurrección de octubre (e incluso la tardía e intempestiva Asamblea Constituyente de enero de 1918) se inscribieron en esa informal convención. Existió pues una accidentada continuidad entre febrero y octubre. Como señala en un reciente libro Tamas Krausz:

“La Revolución de Febrero no tiene historia independiente porque los acontecimientos en Rusia no adoptaron un rumbo democrático-burgués [y apoyándose en una extensa nómina de autores rusos y occidentales contemporáneos agrega:] Considerando las distintas razones de cada punto de vista, la historiografía reciente tiende a interpretar que la revolución de febrero habría señalado el comienzo de un nuevo proceso revolucionario, un proceso que no podría ser interrumpido “artificialmente”. (…) La literatura moderna sobre Lenin también es sensible al hecho de que lo que está en juego aquí es un proceso unificadoEl Estado y la Revolución documenta que Lenin abandonó su anterior concepto de una revolución de “múltiples fases” en virtud de este proceso” (Ibíd., 275-276).

En lo referido a la Revolución de Octubre como creación de los bolcheviques, el mismo autor puntualiza:

“Es una verdad trivial que la Revolución de Octubre fue resultado de un movimiento de masas mucho más amplio que el bolchevismo. Puede incluso afirmarse que la Revolución de Octubre no fue ciertamente un revolución bolchevique, en cuanto a sus fuerzas motrices –al contrario del mensaje que transmite el título del volumen de E. H. Carr–. Se convirtió en “revolución bolchevique” en el transcurso de las luchas políticas cuando, por razones prácticas, Lenin y los bolcheviques comenzaron a apropiarse de la ideología y organización de la revolución misma. Sus anteriores aliados, que habían sufrido derrotas y a consecuencia de ellas estaban en proceso de fragmentación, en general los ayudaron a hacerlo. No fueron simplemente “eyectados” por los bolcheviques de la historia de la revolución, dado que luego ellos mismos se declararon categóricos opositores de la Revolución de Octubre. Además, desde el punto de vista de los adversarios de los bolcheviques, –por múltiples razones y argumentos– la misma revolución había sido el punto de partida de toda esa violencia” (Krausz, 2017: 274).

Fuerzas motrices y contenido social

El proceso revolucionario de 1917 estuvo política y simbólicamente dominado por el protagonismo de la clase obrera y partidos y la disputa entre grupos políticos que se reivindicaban socialistas, maximalistas o anarquistas. Sin embargo, la clásica caracterización de revolución obrera y socialista resulta, a la luz de todo lo que hoy se sabe, excesivamente sumaria. Una definición alternativa deliberadamente descriptiva podría señalar que fue una revolución de obreros y campesinos, plurinacional (por el aporte de quienes lucharon contra la cárcel de pueblos que era el imperio) e internacionalista (dada la solidaridad y comunidad de intereses construida con quienes luchaban en contra la guerra y en pro de la emancipación social en Alemania y Europa). Una revolución hecha por el Narod, en el sentido etimológico-político que el término ganó en la Rusia desde 1905: pueblo trabajador (obreros, campesinos, plebe urbana) enfrentado a la nobleza, terratenientes y burgueses. Este concepto de lo plebeyo que es también de clase y admite la influencias tanto de las fracciones del POSDR como del Partido Socialista Revolucionario, ayuda a comprender que la revolución chocó tan radical y violentamente con los intereses sociales y comportamientos políticos de “los de arriba” porque fue, precisamente, de honda raigambre plebeya. Como escribiera con sencilla profundidad Moshe Lewin:

“Porque estaba orientada al campesinado pobre, a los soldados y a los obreros, esta revolución que no podía ser socialista sí podía emparentarse, no obstante, y aunque fuera de un modo lejano, con esa ideología y convertirse en una revolución “plebeya”. Y ésa fue la clave de su triunfo: los bolcheviques lograron movilizar a un ejército sensacional formado por las clases populares” (Lewin, 2018: 320-321)

Fue pues una revolución plebeya, con cuatro tumultuosos afluentes que se potenciaron mutuamente, aunque en determinados momentos y circunstancias también se enfrentaron violentamente.

Revolución obrera. Fue impulsada por el proletariado de las grandes ciudades y principales centros industriales y mineros, que era numéricamente reducido pero combativo y concentrado en inmensas fábricas, capaz de concertar rápidas y efectivas acciones colectivas. Carecía de la disciplina y complejas tradiciones sindicales y políticas del movimiento obrero europeo, pero atesoraba una formidable experiencia de lucha legal e ilegal y las lecciones relativamente próximas de la revolución de 1905. La cuestión irresuelta del poder quedó planteada desde la conformación misma de los soviets, pues el “doble poder” pronto se tradujo como “doble impotencia”. Exigieron desde marzo inmediatas mejoras en las condiciones de vida y de trabajo: jornada de ocho horas, salario mínimo, agua caliente en las cantinas, supresión del trabajo infantil, regulación de los salarios semanales… La adhesión a los “moderados” mencheviques y SR fue socavada por una acelerada polarización y radicalización de la lucha de clases. Para enfrentar el lock-out y sabotaje de las patronales, los trabajadores crearon comités de fábrica, exigieron acceder a los registros contables para conocer la real situación de las empresas y, en última instancia, debieron asumir el control de algunas. No era sin embargo un proletariado homogéneo. Muchos de los obreros con experiencia militante habían sido incorporados al ejército y había nuevos contingentes de trabajadores provenientes del campo, así como un masivo ingreso de las mujeres al mundo fabril. Existían también clivajes según oficio, nivel de calificación, el tamaño de las empresas y la relación de estas con la industria bélica y el Estado, etcétera. Si bien gran parte de los trabajadores llegados desde el campo carecía de tradiciones sindicales, diversos estudiosos coinciden en que el carácter asambleario de los comités de fábrica y los soviets, lejos de alejarlos, pudo parecerles un símil urbano de las discusiones en el Mir. La industrialización databa de finales del siglo XIX, el mundo obrero incorporaba rasgos del igualitarismo agrario y muchos de los recién llegados no vendían su fuerza de trabajo de manera individual sino como miembros de grupos de trabajo (artel).

“Una revolución hecha por el Narod, en el sentido etimológico-político que el término ganó en la Rusia desde 1905: pueblo trabajador (obreros, campesinos, plebe urbana) enfrentado a la nobleza, terratenientes y burgueses”

La revolución campesina fue decisiva, pues la abrumadora mayoría (el 80%) de la población vivía en las aldeas. El campo ruso conjugaba atraso, muy baja productividad y miseria extrema, con una antigua tradición de rebeliones agrarias abonadas por la prédica de populistas y eseristas. Y a la sorda resistencia que ofrecía la obschina (comuna rural) a la mercantilización de la tierra y el desarrollo del capitalismo agrario, se sumó el impacto de la guerra. Los soldados, campesinos con uniforme, contribuyeron de manera directa al triunfo de la insurrección en febrero y fueron ellos los que dictaron el Prikaz 1 asestando un golpe demoledor al ordenamiento jerárquico militar y los regimientos receptaron ávida- mente las ideas revolucionarias. Incluso en la Rusia profunda el campesinado se alejó del gobierno burgués y del PSR cuando advirtió que estos querían continuar con la guerra y postergar sine die la distribución de la tierra. Desde junio se lanzaron a ocupar tierras y su simpatía política comenzó a desplazarse hacia los eseristas de izquierda y los bolcheviques, y estos, que siempre habían propagandizado la unidad obrero y campesina (smitchka), terminaron adoptando el programa agrario de los eseristas. Como bien señala un estudioso colombiano, la revolución campesina fue:

“(…) una rebelión espontánea, que careció de un centro de coordinación de sus acciones con la particularidad de extenderse cual llamarada por todo el territorio del imperio. (…). A esta furia campesina le correspondió un importante papel en la recreación de la situación revolucionaria –enlazando los sucesos de febrero, revolución que depuso al zar, con los de octubre del 17–, debido a que con sus actuaciones emprendidas durante el proceso de apropiación de la tierra desarticuló por completo los resortes políticos y militares del poder estatal en la campiña y redujo a cero las capacidades de actuaciones de quienes deseaban preservar el statu quo. Por último, la rebelión agraria dio origen al surgimiento de una inmensa red de soviets campesinos elegidos por las asambleas aldeanas o comunales en sustitución de la vieja institucionalidad, lo cual reforzó la autoridad y la legitimidad de las acciones campesinas. Entre los elementos específicos, particulares a esta experiencia rusa, se encuentra la inmediata reconstitución de las obschinas (…) En este sentido, la revolución agraria tuvo como corola- rio la modificación del carácter social del campesinado en su conjunto, en dirección hacia un mayor igualitarismo, produciendo una seredniakizatsia (seredniak alude al campesino medio en Rusia) del campo, es decir, una homogenización de la estructura social” (Fazio Vengoa, 2017: 31-33).

Revolución de las nacionalidades oprimidas. La Revolución Rusa no fue protagonizada solo por los rusos. Con el derrocamiento del zarismo, el viejo Estado fue sacudido por una constelación de levantamientos nacionales tendientes a demoler la “cárcel de pueblos” que era el imperio zarista (Polonia, Finlandia, los países bálticos, Georgia, Ucrania, Armenia, los pueblos musulmanes…). Se multiplicaron las exigencias de autodeterminación o independencia y aparecieron (especialmente en el flanco occidental del inmenso territorio) poderes e instituciones representativas que desafiaban la autoridad del Gobierno Provisional y del CEC, sin que eso necesariamente los aproximara a los soviets y los bolcheviques. La revolución (y esto se acentuaría con la guerra civil) se desarrolló sobre un inmenso mosaico compuesto por múltiples espacios organizacionales políticos e institucionales, nacionales y supranacionales, en un contexto bélico de generalizado desgobierno. La historia de la Revolución Rusa resulta incompleta si no integra la historia de la revolución en y de las naciones no rusas, pero eso excede los límites de este ensayo (y mis conocimientos sobre el tema). La revolución socialista internacional.

Finalmente, pero no en importancia, es preciso insistir en que la Revolución Rusa fue simultáneamente resultante e impulsora de la actualidad de la revolución mundial. La ruptura de lo que era un eslabón débil en el sistema mundial de estados ya desarticulado por la guerra marcó también el desigual inicio de la revolución socialista en Europa. Desde febrero Lenin sostuvo que la Revolución Rusa era “un eslabón en la cadena de revoluciones proletarias socialistas suscitadas por la guerra mundial” (1985, tomo 33: 4) y veía en los soviets de obreros y campesinos la prefiguración del tipo de estado-comuna que requería el socialismo. Por eso decía que la revolución en Rusia tenía ya un carácter transicional aunque, dialécticamente, propusiera una agenda económica inmediata relativamente prudente (tal y como hizo después de Octubre y hasta el comienzo de la guerra civil). Como ha escrito Antonio Louçã, Lenin reivindicaba como objetivo el socialismo, sin precisar empero las características y ritmos de dicha transición:

“Cuán lejos podrá avanzar, y cuánto tendrá en común con las aspiraciones socialistas del proletariado europeo, depende, principalmente, de que también se inicie un proceso revolucionario en las más modernas potencias industriales. Lenin no hace del atraso ruso una ley de bronce que impide que el país marche por la vía socialista. Si –pero éste es un gran “si”– el estallido de la revolución rusa es seguido por un efecto dominó en las potencias europeas, Rusia no quedará fuera del proceso internacional de construcción del socialismo. […] En verdad, las referencias de Lenin a la revolución rusa como “socialista” no se basaban tanto en el radicalismo con que era cuestionada la propiedad privada, como en las expectativas puestas en los diversos procesos revolucionarios que estaban en curso más allá de la frontera, sobre todo el futuro de Alemania, aún por definir” (Louçã, 2017: 20).

No existía en realidad una concepción acabada y mucho menos compartida sobre las transformaciones que implicaba el carácter procesual de la revolución socialista o, dicho en otros términos, de la transición desde el capitalismo al socialismo o el comunismo. Había acuerdo en que era imprescindible liquidar el poder político de la burguesía y el viejo Estado zarista, así como expropiar sectores estratégicos de la economía (muchos de los cuales estaban en manos de capitales extranjeros) y extender el control obrero, considerando todo esto como pasos hacia el socialismo, pero cuánto y cómo se podría tomar y gestionar quedaba por verse.

Tampoco existían opiniones comunes sobre qué significaban el “capitalismo de Estado” del que solía hablar Lenin, ni de los mecanismos que el poder soviético debería emplear para la eficaz gestión/re-construcción del aparato productivo. La incertidumbre era aún mayor en la referido a las políticas hacia el campo: los principales dirigentes bolcheviques tenían marcadas diferencias entre sí, y todos cambiaron de posición más de una vez. Similar o mayor confusión existía sobre el régimen soviético y las relaciones entre el gobierno obrero y campesino, la dictadura del proletariado y el rol de los partidos políticos. Como bien señala un socialista estadounidense contemporáneo:

“A la vista de estas zonas grises conceptuales, no sorprende que las posiciones políticas y los debates de los bolcheviques se centraran generalmente en cuestiones concretas, políticas y económicas. En estos debates, se invocaban diferentes categorías para describir la revolución, pero no eran el punto de partida analítico. En otras palabras, la evolución de la meta-categorización bolchevique de la revolución ten- día a reflejar de forma confusa posiciones y debates políticos muchos más sustanciales” (Blanc, 2017a).

Es verdad que estas cuestiones fueron abordadas en el libro El Estado y la revolución (escrito entre agosto y septiembre de 1917 y publicado al año siguiente). Uno de sus más serios biógrafos nos dice que acá Lenin “reconstruye los escritos más importantes de Marx y Engels” sobre el Estado “para movilizar la tradición con la finalidad de realizar el Estado comunal”, de tal modo que “la revolución se presenta a través del objetivo inmediato (la toma del poder) y de la meta final (asociación voluntaria de comunidades libres) y se muestra a la revolución política como impulso inicial de la revolución social” (Krausz, 2017: 249). Efectivamente, Lenin escribe en este libro que “el Estado de este período debe ser inevitablemente un Estado democrático de manera nueva (para los proletarios y los desposeídos en general) y dictatorial de manera nueva (contra la burguesía)” (Lenin, 1985, tomo 33: 36).

Lenin pone en evidencia que los estados burgueses pueden adoptar formas extraordinariamente variadas, pero que todas (incluida la democracia burguesa) imponen la “dictadura de la burguesía”, para concluir en que la liberación de la clase oprimida será imposible sin una genuina “revolución popular” que destruya “la máquina del poder estatal” o “la máquina burocrático-militar del Estado”. Retoma la convicción ya enunciada por Marx de que la finalidad del comunismo es también el fin del Estado, precisando: “La sustitución del Estado burgués por el Estado proletario es imposible sin una revolución violenta. La supresión del Estado proletario, es decir, la supresión de todo Estado, solo es posible mediante un proceso de ‘extinción’ ” (Lenin, 1985, tomo 33: 22-23). Dice Lenin que la “dictadura del proletariado” deberá ser una especie de “semi Estado” del tipo de la Comuna (o los soviets), necesaria para quebrar el poder y la violencia de la contrarrevolución y, también, para poner en manos de los obreros y campesinos las tareas legislativas y ejecutivas unificadas eliminando o reduciendo al mínimo los costos y privilegios de la burocracia.

Advierte mi amigo Antonio Louçã que el libro “reflexiona extensamente sobre la experiencia de la Comuna de París y postula para el Estado soviético un camino de autodisolución gradual que solo tiene sentido en tanto se esté en camino a socialismo” (Louçã, 2017: 24), pero (…) la verdad es que El Estado y la revolución –para muchos un paréntesis “anarquista” en la obra de Lenin– fue, en tanto profecía, un fracaso. Pocos meses después, con la guerra civil extendiéndose como mancha de aceite por toda Rusia, el Estado soviético seguía ya un camino diametralmente opuesto al que indicara El Estado y la Revolución: más coacción, más aparato militar y más represión policial contra las fuerzas de la restauración (Ibíd.).

Y sin embargo, en las discusiones que siguieron al fin de la guerra civil, Lenin advierte que ese Estado que él encabeza (…) no es realmente “obrero”–sino, como mucho, “obrero y campesino”, con el agravante de una acentuada deformación burocrática. Las concepciones de El Estado y la Revolución, pese a no ser directamente invocadas, dan pruebas de vitalidad en medio de la polémica. No se trataba, finalmente, de una aberración “anarquista”, ni de un desvarío “utopista” de Lenin, ni tampoco, como sostiene Carrere d’Encausse, un cínico camuflaje para preparar la toma del poder, sino de una brújula para establecer en qué punto se encuentra la revolución y hacia dónde se dirige.

Si el Estado no camina hacia su autodisolución, la sociedad no está entonces caminando hacia el socialismo. Y, dado que ni la más enérgica dictadura proletaria puede imponer el socialismo por decreto, es forzoso constatar que la NEP constituye un retroceso que consiste por un lado en concesiones al campesinado y, por otro, al capitalismo de Estado (Louçã, 2017: 26).

Los planteos de El Estado y la revolución tuvieron, y en gran medida conservan, una formidable fuerza política, pero contienen también afirmaciones hoy insostenibles, como las siguientes:

“La cultura capitalista ha creado la gran producción, las fábricas, los ferrocarriles, el correo, el teléfono, etc., y, sobre esta base, la inmensa mayoría de las funciones del antiguo “poder estatal” se han simplificado tanto y pueden reducirse a operaciones tan sencillas de registro, contabilidad y control que son totalmente asequibles a cuantos saben leer y escribir, pueden ejecutarse por el corriente “salario” de un obrero, pueden (y deben) ser despojadas de toda sombra de algo privilegiado y “jerárquico”.

La completa elegibilidad y movilidad de todos los funcionarios en cualquier momento y la reducción de su sueldo al nivel del corriente “salario de un obrero” (…) unen por completo los intereses de los obreros y de la inmensa mayoría de los campesinos y, al mismo tiempo, sirven de puente que conduce del capitalismo al socialismo. Estas medidas atañen a la re- organización estatal, puramente política, de la sociedad; pero es evidente que adquieren su pleno sentido e importancia solo en conexión con la “expropiación de los expropiadores”, ya en realización o en preparación, es decir, con la transformación de la propiedad privada capitalista de los medios de producción en propiedad social” (Lenin, Ibíd.: 45-46).

Aquí no solo se exagera y presenta de manera unilateral el progreso aportado por “la cultura capitalista”. Se afirma equivocadamente que las actividades de “registro, contabilidad y control” serían “sencillas operaciones técnicas”. Y este error se torna más grave porque se ignora o no se le da ninguna importancia a un hecho en realidad decisivo: la expropiación de los capitalistas de ninguna manera elimina la división social jerárquica del trabajo, la subordinación de cada operario y del “trabajador colectivo” a quien tiene el comando de la empresa, la alienación en suma del trabajo asalariado. Semejante omisión permite hipostasiar “la reorganización estatal, puramente política, de la sociedad” como si ella pudiera asegurar la comunidad de intereses de obreros y campesinos y ser el puente hacia la socialización, etcétera.

Lo que se instaló en realidad fue una explosiva tensión: la necesaria violencia en defensa de la revolución (y los derechos del pueblo trabajador) pasó a ser utilizada también para poner límites a la democracia soviética y a la acción política de las masas y los partidos soviéticos. El gobierno surgido de Octubre nació apostando a la iniciativa y autoactividad de las masas, pero al mismo tiempo y contradictoriamente el partido bolchevique fue movilizado para asegurar desde el Estado orden, disciplina y eficiencia. Ambas orientaciones se desarrollaron como tendencias contrapuestas teórica y prácticamente.

Lenin insistió en la importancia de las formas directas de gobierno obrero en oposición a la república burguesa, criticó la tradición lassalleana del socialismo de Estado –vale decir, de la “introducción del socialismo” por intermedio del poder del Estado– y a la centralización impuesta desde arriba que había sido postulada entre otros por Bernstein llegó a oponer la posibilidad y ventajas de una “centralización desde abajo. Y sin embargo…

Dígase, para terminar, que es equivocado e inconducente tratar de interpretar las acciones y los dichos de Lenin y los bolcheviques tomando en consideración solamente sus autodefiniciones ideológicas y posturas políticas, dejando de lado o asignando una mínima importancia al comportamiento de los otros actores y las alternativas históricas determinadas en que debieron intervenir. La historia no es un movimiento autogenerado por ideologías y concepciones políticas, a las que deben imputarse incluso las distorsiones que luego se constaten. Carece de asidero suponer que los eventos y encrucijadas de la revolución hubieran sido enteramente previsibles y que si la revolución adoptó en algún momento un camino “errado” ello debe achacarse a la voluntad de Lenin. Pienso que no se equivocaba Rosa Luxemburgo cuando en 1918 y desde la cárcel escribió:

“En el momento actual, cuando nos esperan luchas decisivas en todo el mundo, la cuestión del socialismo fue y sigue siendo el problema más candente de la época. No se trata de tal o cual cuestión táctica secundaria, sino de la capacidad de acción del proletariado, de su fuerza para actuar, de la voluntad de tomar el poder del socialismo como tal. En esto, Lenin, Trotsky y sus amigos fueron los primeros, los que fueron a la cabeza como ejemplo para el proletariado mundial […] suyo es el inmortal galardón de haber encabezado al proletariado internacional en la conquista del poder político y la ubicación práctica del problema de la realización del socialismo, de haber dado un gran paso adelante en la pugna mundial entre el capital y el trabajo. En Rusia solamente podía plantearse el problema. No podía resolverse. Y en este sentido, el futuro en todas partes pertenece al “bolchevismo” ” (Luxemburgo, 1976: 202).

 

 *Aldo Andrés Casas:

Córdoba, 1944. Integra el Consejo de redacción de Herramienta. Revista de debate y crítica marxista y aporta a los Portales ContrahegemoníaWeb y Darío Vive. Antropólogo, colaboró en el Seminario “Poder, política y procesos de resistencia: problemas y enfoques en Antropología Social” (FFyL-UBA) y participó de diversas cátedras libres en facultades de Buenos Aires, La Plata, Rosario y Mar del Plata. Miembro del Consejo Asesor Académico de la Escuela de formación política José Carlos Mariátegui (2012). Es autor de Los desafíos de la transición. Socialismo desde abajo y poder popular (2011) y colaboraciones en libros de reciente publicación como Socialismo desde abajo (2013), Cuadernos de Estudio Nuestroamericano (2013), La otra campaña. El país que queremos, el país que soñamos (2011), Poder popular y nación (2011), Pensamiento crítico, organización y cambio social (2010), Primer Foro Nacional de Educación para el Cambio Social (2010), Reflexiones sobre poder popular (2007). Es autor también de Drogadicción, salud y política (2002) y, anteriormente, Después del estalinismo. Los Estados burocráticos y la revolución socialista (1995). Fue compilador de Escritos sobre revolución política, de Nahuel Moreno (1990), de Un siglo de luchas. Historia del movimiento obrero argentino (1988) y redactor del Programa del MAS (1985). Activista estudiantil, social y político desde comienzos de la década 1960, ingresó en 1965 al Partido Revolucionario de los Trabajadores y militó sucesivamente en el PRT-La Verdad, el Partido Socialista de los Trabajadores (PST) y el Movimiento Al Socialismo (MAS). Como periodista e internacionalista, residió en Venezuela, Portugal, España, Francia y Polonia. En diversos períodos participó en el Comité Ejecutivo de la IV Internacional (SU), en el Secretariado de la Cuarta Internacional (C.I.) y en los organismos de conducción de la Liga Internacional de los Trabajadores (Cuarta Internacional). Durante más de tres décadas escribió regularmente en diversas publicaciones del movimiento trotskista. En 2002 confluyó junto a compañeros de diversas tradiciones políticas en el colectivo Cimientos y luego, como parte del mismo, ingresó al Frente Popular Darío Santillán en 2007. Actualmente mantiene relaciones de colaboración con el FPDS-Corriente Nacional.

 

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