Los trabajos y tristezas de uno de tantos

Por Daniel Campione.

Quiero evocar a mi abuelo paterno, siciliano, oriundo de un pueblo cercano a Siracusa cuyo nombre tal vez nunca supe, o al menos no recuerdo.

Según su documento de identidad argentino se llamaba Ernesto, pero su nombre de nacimiento era Silvestre, misterios de los registros de migraciones de la época. Según la versión de mi padre mi abuelo mismo había decidido cambiarlo: No quería desenvolverse en América con un nombre tan “campesino”.

Llegó al país a comienzos del siglo XX. Recuerdo su castellano casi perfecto y sin acento, algo llamativo para alguien que nunca concurrió a la escuela, y había aprendido a leer ya avanzada su adolescencia. Su explicación era que fueron argentinos los que le enseñaron a leer y escribir, y en nuestro idioma. Y eso lo indujo a casi abandonar la lengua italiana, y a desarrollar al mismo tiempo un meticuloso gusto por el vocabulario preciso y la pronunciación correcta. Seguramente también influyó el hecho de que quería sentirse un “argentino auténtico”, como tantos migrantes.

Anarquista y poeta.

Fue anarquista en su juventud, “la idea” lo seducía, en su crítica radical de una sociedad que poco le ofrecía. No se contó entre los realizadores del sueño de “ascenso social” tan ponderado por los admiradores retrospectivos de aquellas primeras décadas del siglo XX.

Trabajos no muy calificados en obras en construcción fueron su perenne medio de subistencia.

Discutió mucho con compatriotas captados por el supuesto socialismo de Benito Mussolini. A veces con talante pedagógico, otras en tono airado, procuraba convencerlos de que el fundador del fascismo era un fraude gigantesco, además de un acendrado enemigo de la clase trabajadora.

Cómo tantos obreros de nuestro país fue un participante activo de la campaña a favor de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti. Décadas después, aún lo escuché hablar con un fondo de ira de aquel punto culminante de la injusticia de la burguesía. Una foto de ambos, recortada de un periódico, colgó en el comedor de su casa durante décadas.

Sus convicciones no le impidieron constituir una pareja permanente. Convivió con mi abuela hasta la prematura muerte de ella, y tuvieron ocho hijos. Hasta contrajeron matrimonio oficial, para escándalo de algunos compañeros de ideas, críticos implacables del modelo convencional de familia.

Conoció épocas de desempleo y pobreza. Recordaba en su vejez haber roto zapatillas casi nuevas en la vana búsqueda de trabajo. Más de una vez procuró en las cosechas de la pampa el ingreso que las obras en construcción le negaba durante lapsos en exceso prolongados. Conoció los trenes de trabajadores nómadas que trataban de viajar gratis. Alguna vez un inspector lo bajó y cubrió a pie los muchos kilómetros que le restaban para el regreso.

Mientras tanto mi abuela laboraba como costurera en un rincón de la casa, robándole horas al sueño y al cuidado de sus muchos hijos.

Con los años su fervor libertario se atenuó… Pasó al sindicalismo revolucionario y luego al radicalismo, al menos como votante. La crítica y la protesta social no dejaron de tener un lugar en las conversaciones hogareñas, pero ya no fueron objeto de acción práctica, volcada en la calle.

Tuvo inclinaciones de poeta que le venían de su padre, mí bisabuelo, un bardo analfabeto. En ocasiones recitaba sus creaciones en verso, a veces acompañadas por melodías también de su invención, que cantaba con la voz ya quebrada por la edad. Lamentaba que ninguno de sus hijos e hijas hubiera heredado su gusto por la poesía, cortando así la saga familiar de versificadores.

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Lo recuerdo ya anciano, entre fines de la década de 1960 y principios de la siguiente. En medio del.entusiasmo por la carrera espacial, que cautivaba a mi padre y era gran tema de la época, criticaba los viajes astronáuticos. Los juzgaba artificios del imperialismo para engatusar a los pueblos y hacerlos olvidar de sus padecimientos. Incluso dudaba de su existencia real, convencido de la casi infinita capacidad para el engaño por parte de los poderosos de la tierra.

Vivía en Pilar, un barrio muy modesto por aquellas épocas, muy anteriores a los countries y barrios cerrados que poblarían la zona décadas más tarde. Murió allí con más de ochenta años, siempre dedicado a su pequeña huerta y sin dejar de hablar de política con apasionamiento hasta la hora final.

No fue un abuelo cariñoso, lo que no le impidió cautivarme con los poemas y canciones de su invención, como ya escribí. La dureza de su carácter reflejaba los rigores a los que lo sometió su existencia.

Vaya mí homenaje a ese trabajador y luchador, uno entre millones, cuyo paso por América no estuvo signado por el éxito económico sino por la rebeldía contra la injusticia del orden social.

Imagen: Foto de Sacco y Vanzetti, en la época en que eran juzgados por las falsas acusaciones que derivaron en su ejecución.

Tomado de tramas.ar

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