Claudio Katz – Etapas y ondas largas a la luz del desarrollo desigual y combinado

Buenas tardes, vamos a continuar con otra clase de este curso sobre el capitalismo contemporáneo. Ya hemos evaluado las características actuales de ese sistema, analizando con especial atención la impronta neoliberal, la dinámica financiarizada y las tendencias precarizadoras del empleo o destructoras del medio ambiente. Hoy, avanzaremos en otro aspecto: los fundamentos conceptuales que podríamos utilizar para comprender el período actual.

El primer dato a considerar es el llamativo contraste con la etapa anterior de prosperidad. En los últimos 40 años la tasa de crecimiento decayó a la mitad de esa fase precedente. También es muy visible el cambio registrado en la localización del capital. El bajo crecimiento imperante en Japón, Europa y Estados Unidos contrasta con el escenario predominante en la región asiática. El contrapunto entre dos temporalidades –expansión de posguerra y estancamiento contemporáneo– converge con una disonancia geográfica. Y estas dos características han persistido en el período más reciente que inauguró la crisis del 2008. La divergente trayectoria seguida por las economías de Estados Unidos y China sintetiza esa bifurcación.

Si se observa en bloque todo el período en curso, es muy perceptible la vigencia de una nueva etapa del capitalismo. Yo creo que esta fase singular y compleja no se clarifica con los simples parámetros de una secuencia cíclica. No alcanza con recurrir al tradicional contraste entre períodos de expansión o contracción, ascenso o freno del producto, la inversión y el consumo.

El clásico contrapunto entre el estancamiento de 1914-45 con la prosperidad de 1945-1975 no nos brinda puntos de referencia sólidos para comprender lo que sucede en la actualidad. Esa inadecuación salta a la vista observando cómo la etapa en curso combina tres procesos novedosos. En los últimos cuarenta años se verifica un bajo crecimiento en Occidente y un alto crecimiento en Oriente, que no alcanza para motorizar el crecimiento global. La locomotora asiática no arrastra al vagón euro-americano y el promedio de crecimiento general resulta muy bajo en comparación al antecedente de posguerra. La pregunta a responder sería cuáles son los conceptos que nos ayudan a clarificar este singular mosaico de tres situaciones.

Conceptos ordenadores y conflictivos
La noción de etapa nos aporta una idea relevante para esclarecer el contexto actual. Fue concebida por Lenin para diferenciar períodos históricos diferenciados del propio capitalismo, que eran desconocidos por Marx. El autor de El Capital distinguió con nitidez la génesis del capitalismo (acumulación primitiva) de la maduración del sistema, pero no evaluó períodos disímiles de esa consolidación. Lenin observó, en cambio, las consecuencias del pasaje de una era de libre comercio a otra de primacía del monopolio. Enfatizó los efectos del giro protagonizado por una economía comandada por el capital industrial a otra liderada por el capital financiero.

Se ha discutido mucho sobre los aciertos y equívocos de ese diagnóstico. Pero lo que importa no es tanto la exactitud de ese registro como el concepto que guía el análisis. El mérito del líder bolchevique radicó en comprender que el capitalismo está sujeto a mutaciones cualitativas de largo plazo que se pueden sintetizar en la noción de etapa.

Este análisis de períodos diferenciados fue retomado por Mandel para conceptualizar al capitalismo tardío. Postuló que esa formación constituía una tercera época del sistema, muy distinta a la imperante en los años de Marx y Lenin. El economista belga precisó con más detalle el significado teórico de las etapas, destacando que involucran transformaciones cualitativas del capitalismo, a su vez resultantes de mutaciones en el funcionamiento de todo el sistema. Siguiendo esa pista, otros teóricos marxistas precisaron las diferencias que distinguen al primer capitalismo en el siglo XIX del segundo, prevaleciente en la primera mitad de la centuria pasada, y del tercero, predominante hasta los años 80 del siglo XX.

De esa tradición emergió el debate sobre la actual presencia de un cuarto período. Las enormes diferencias que separan al modelo neoliberal de las últimas décadas de su precedente keynesiano abonan este diagnóstico de una nueva etapa. En las clases anteriores hemos analizado las numerosas características que, en distintas áreas, diferencian al período actual del anterior.

Algunos pensadores desconfían de la noción de etapa afirmando que es un concepto vago, general e insuficiente para proveer un patrón de análisis histórico. Pero incluso aceptando esas limitaciones, nadie podría objetar el auxilio que brinda para comenzar el estudio de un nuevo escenario. Aporta un punto de arranque para constatar la presencia de un período cualitativamente distinto desde los años 80. Esa mutación está a la vista y es indispensable reconocerla en forma explícita para encarar investigaciones de mayor porte.

La noción de etapa nos permite enmarcar la lógica de varios debates que hemos revisado. Por ejemplo, en el contrapunto entre Brenner y Panitch sobre la ruptura o continuidad del periodo neoliberal con su precedente, subyace la idea de etapas diferenciadas. Lo mismo ocurre con la evaluación de las crisis actuales como continuidad o ruptura con las eclosiones tradicionales.

Ciertamente, la noción de etapa constituye tan sólo un punto de partida y se requieren conceptos adicionales para comprender el capitalismo contemporáneo. En esa exploración de otras categorías, las ondas largas han ocupado durante cierto tiempo un lugar privilegiado. Fueron vistas como un principio clarificador de la dinámica general del sistema.

Esa noción recoge las ideas expuestas por Kondrátiev en su evaluación de los ciclos de ascenso y descenso de la economía capitalista. Estudiando el comportamiento de la producción, ese economista ruso postuló la existencia de ciclos largos con una periodicidad recurrente de varias décadas.

Esa sugerencia fue aceptada por muchos pensadores que discutieron los determinantes y la periodicidad de esos movimientos. Mandel ofreció una interpretación muy original de esas secuencias luego de convalidar su existencia. Objetó especialmente la vigencia de fuerzas económicas motrices meramente internas y postuló que el paso de una onda larga recesiva a otra expansiva estaba determinada por desencadenantes exógenos, localizados en el ámbito político-social. Entendió que el resultado de la lucha de clases definía esos cursos y señaló que el pasaje de un período de estancamiento a otro de prosperidad requería una victoria estratégica de las clases dominantes.

Mandel destacó que sólo ese tipo de triunfos dotaba a los poderosos de la confianza requerida para introducir las inversiones de largo plazo, que exige el despegue de una onda ascendente. Entendió que el agotamiento de esa prosperidad emergía, por el contrario, de fuerzas puramente endógenas, es decir, de las contradicciones que el capitalismo recrea en su propio funcionamiento.

Su modelo tiene varios méritos que explican la gran recepción que tuvo esa tesis al poco tiempo de ser expuesta. Aporta, en primer lugar, una perspectiva de largo plazo para inscribir los vaivenes económicos de la coyuntura.

El teórico belga desenvolvió un concepto opuesto al estancacionismo [referido a la tesis del estancamiento secular], que en su época tenía gran influencia entre los economistas marxistas y keynesianos. Al destacar la presencia de las ondas largas, subrayó que el capitalismo no permanece congelado. Es un sistema sujeto a dinámicas de ascenso y descenso, que contradicen los diagnósticos de mero declive o paralización de las fuerzas productivas. El rechazo más enfático de las ondas largas provino justamente de los autores afines al estancacionismo.

Mandel evitó, en segundo lugar, el determinismo tecnológico en la interpretación de esos movimientos. Rechazó acertadamente la mirada schumpeteriana, que atribuye los procesos de expansión y contracción de la economía a impulsos derivados de la invención y la innovación. Esa mirada suele omitir que el cambio tecnológico no irrumpe por sí mismo. Está condicionado por las mismas fuerzas que determinan la presencia de fases de prosperidad o crisis económica.

Gran parte de la corriente schumpeteriana derivó en vertientes que sobresalen por el elogio del capitalismo neoliberal globalizado. Sus exponentes concurren a las reuniones de Davos para compartir el entusiasmo de gerentes, banqueros y millonarios con los diagnósticos optimistas, que presagian la irrupción de ondas largas impulsoras del florecimiento capitalista. Esos retratos de negocios prósperos y felicidad eterna tan sólo satisfacen al estrecho círculo de participantes de esos cónclaves.

Mandel evitó, en tercer lugar, la tentación institucionalista de conectar las ondas largas a una simple sucesión de órdenes sociales cambiantes. Eludió presentar cada uno de esos periodos como un resultado de compromisos sociales concertados entre las clases dominantes y las dominadas. Rechazó la idea regulacionista que pondera esas conciliaciones como un escenario indispensable para el despunte de nuevos modelos productivos. El autor de El capitalismo tardío resaltó, por el contrario, la centralidad de la lucha de clases y buscó detallar los picos y reflujos de esa confrontación. Intentó especialmente precisar las relaciones sociales de fuerzas creadas por cada desenlace de la batalla clasista e interpretó las ondas largas con la mirada puesta en esos resultados.

Pero su modelo afrontó varios problemas que nunca encontraron soluciones satisfactorias. Mandel no logró explicar la lógica repetitiva de esos movimientos y su inexorable secuencia pendular. En el ciclo capitalista corriente hay recesión, depresión, recuperación, prosperidad y auge, hasta un cenit que inaugura la sucesión inversa. Este curso sigue la secuencia habitual de la acumulación y todos los economistas reconocen y miden esos movimientos de coyuntura. Pero la traslación de esos vaivenes a ondas de largo plazo no se sostiene con fundamentos tan sólidos.

Mandel era plenamente consciente de ese problema y por esa razón rechazó la mera secuencia endógena de las ondas en su polémica con la interpretación schumpeteriana. En este debate se alejó también de Kondrátiev, afirmando que no existe ningún automatismo en el largo plazo que explique la periodicidad de esos movimientos. Pero se limitó a constatar el inconveniente sin resolverlo.

Los propios shumpeterianos han quedado entrampados en la misma dificultad en sus estudios más recientes. Destacan el acortamiento de los plazos de las revoluciones tecnológicas, observando que la primera irrupción de ese tipo duró 160 años y la última apenas 30. Si existe una estricta correspondencia entre la innovación radical y las ondas largas, ¿cómo podrían mantenerse movimientos económicos regulares de 40 años bajo el impacto de temporalidades tan distintas del cambio tecnológico?

El escollo más importante del enfoque de Mandel fue registrado por los colegas de su propio círculo. Resaltaron cuán problemática era la inclusión de la lucha de clases en las ondas largas. El prolífico pensador exploró entonces la idea de una secuencia propia de esa lucha, entremezclada con las ondas. Fundamentó esa mirada en una vasta bibliografía sobre los ciclos de insurgencia, que resaltaban la periodicidad de la lucha social, midiendo la intensidad de esas confrontaciones. Pero esos mapas aportaron más indicios que mediciones contundentes de una conexión estrecha entre los ciclos de la economía y las batallas sociales.

La tesis de Mandel de un determinante externo del ascenso económico –proveniente del desenlace de la confrontación clasista– presentó ciertos parentescos con la paradoja estudiada por Brenner para explicar por qué el inicio del capitalismo quedó localizado en Inglaterra y no en Francia. La respuesta del historiador norteamericano fue la lucha de clases. Ilustró cómo la Revolución francesa legó un clima de inestabilidad que obstruyó la acumulación de capital, en contraposición a la restauración monárquica inglesa, que sentó las bases para el desarrollo sostenido del capitalismo. La mayor sujeción de los explotados indujo a un crecimiento en Inglaterra, que fue obstruido en Francia por los efectos de la convulsión social.

Ese mismo principio adoptó Mandel para conectar el ascenso de las ondas largas con los escenarios de confianza inversora de los capitalistas. Señaló que esos incentivos provienen de los éxitos conseguidos por los dominadores en el manejo de las tensiones con los dominados. Destacó que la derrota de los explotados induce a los poderosos a retomar con mayor entusiasmo los negocios, facilitando de esa forma un despunte económico prolongado.

Pero incluso aceptando esa secuencia, no queda clara la lógica de su repetición. La lucha de clases podría estar sujeta a distintos ciclos, pero no a periódicas regularidades, dada la intrínseca imprevisibilidad de la acción colectiva. ¿Cómo se puede combinar el ciclo regular de las ondas largas con un ciclo irregular de las luchas de clases? Bensaïd planteó ese interrogante sin encontrar respuestas entre sus interlocutores. Sugirió que resulta muy difícil conceptualizar el empalme de ambos ciclos.

A pesar de esos baches, el modelo de Mandel tuvo una gran acogida en su época y fascinó a muchos seguidores. La causa de ese éxito radicó en la explicación que ofreció para comprender el crecimiento de posguerra. Propuso una interpretación acabada de “los treinta años gloriosos” de sostenida prosperidad, que detalló en su monumental estudio de El capitalismo tardío. Con la teoría de las ondas largas ofreció también un fundamento para comprender los periodos precedentes a esa configuración. Pero las limitaciones de ese concepto comenzaron a emerger con mayor nitidez en los años 80 y 90 y se tornaron muy visibles en el nuevo siglo. Los intentos de aplicar esa noción al escenario actual afrontan obstáculos de todo tipo.

Aplicaciones actuales
Se han ensayado distintos caminos para explicar el contexto actual con el instrumental de las ondas largas. Varias tesis que postulan la preeminencia de un ciclo ascendente atribuyen ese curso a los efectos de la impactante revolución informática. Pero olvidan que una mutación tecnológica radical no es siempre sinónimo de crecimiento sostenido. Puede acontecer el primer fenómeno sin que ocurra el segundo. También el inicio, maduración y agotamiento de la innovación puede procesarse en distintos escenarios económicos. Basta observar que Estados Unidos es al mismo tiempo el epicentro de la informatización y el ámbito de una crisis productiva derivada del declive de su competitividad para notar cuán significativas son esas asimetrías.

El diagnóstico de una onda larga ascendente –que habría emergido luego de la crisis de los años 70 con el comienzo del neoliberalismo– carece de verificación empírica. Estados Unidos, Europa y Japón no han contado con tasas de crecimiento acordes a un ciclo sostenido de prosperidad. Ningún analista serio convalidaría esa evaluación.

McDonough presentó otra justificación más plausible de la presencia (o más bien de la proximidad) de una onda ascendente. Predijo un crecimiento global uniforme liderado por EE UU como corolario de la gravitación norteamericana en la gestación de una nueva clase dominante transnacional. Esa mirada tuvo muchos partidarios en los años de la Tercera Vía de Clinton y Tony Blair. Despuntaba como una tesis creíble, porque se sostenía en la impresión que China acompañaría ese enlace. Pero esa perspectiva quedó desmentida por toda la secuencia de acontecimientos que sucedió al colapso financiero del 2008. En lugar de una clase dominante internacionalizada se afianzó la disputa entre las grandes potencias en un clima de guerra fría que ha erosionado la continuidad de la globalización.

El único indicio de una onda larga ascendente ha sido la expansión de China, pero las tendencias opuestas que predominan en Occidente desmienten los diagnósticos de vigencia de ese ciclo a escala mundial. Y las ondas largas sólo operan a ese nivel global, definiendo la tónica general del capitalismo.

La caracterización opuesta de una onda larga descendente, que renueva la caída iniciada en los años 70, ha sido expuesta por varios analistas. Husson postuló que presentaba la originalidad de una recuperación de la tasa de ganancia, sin complemento equivalente en la tasa de acumulación. Evaluó que China podía encarnar una reversión de esa tendencia, pero al mismo tiempo señaló que esa potencia no definía el rumbo de la economía mundial ni era capaz de arrastrar al resto.

Pero el registro de esa incidencia de China también afecta al supuesto de una simple continuidad de la onda descendente. Para sostener este último diagnóstico hay que prescindir no sólo de China, sino también del dinamismo de otras economías asiáticas. En los hechos se razona identificando cualquier onda ascendente con la trayectoria de posguerra y las consiguientes mejoras del poder adquisitivo y del ingreso de los consumidores. Es la mirada que tradicionalmente ha postulado la escuela regulacionista al asemejar los ciclos de prosperidad con el protagonismo del Estado de bienestar.

Otras justificaciones de la continuada presencia de una onda descendente ponen el acento en el declive de la tasa de ganancia como principal determinante de esa trayectoria. Algún economista destaca la existencia de ciertos indicios de crecimiento desde los años 80, pero al mismo tiempo subraya que operan como serruchos de una preeminente tendencia descendente.

A diferencia de Mandel, estas miradas optan por una interpretación más endógena de las ondas, soslayando conexiones con la lucha de clases u otras variables extraeconómicas. Se focalizan en el comportamiento de la tasa de ganancia como regulador central de esos movimientos y evalúan diversos escenarios estimando la dinámica futura de ese indicador. Con esta visión ilustran un declive de la tasa de ganancia que induciría la continuidad de la onda descendente. Pero una caída tan prolongada terminaría contradiciendo la propia lógica ondulante de esos movimientos y sugeriría más bien la presencia de regresiones continuadas, en sintonía con los enfoques marxistas más ortodoxos de la crisis capitalista.

También arriesgan distintas fechas para la eventual reversión de la sostenida onda descendente. Su pronóstico más audaz es un viraje en el año 2030 que, a su vez, podría desembocar en una dinámica ascendente hasta 2046, con el consiguiente agotamiento y ulterior escenario de crisis superlativa. Ya destacamos los problemas de esos megapronósticos en las clases de estudio de la obra Wallerstein.

Estas miradas resuelven la principal objeción a la permanencia de una onda larga descendente –creada por el continuado crecimiento de China– sugiriendo el carácter no capitalista de esa economía. Pero aceptando esa caracterización, persiste aún el problema de la evidente incidencia del gigante asiático sobre el rumbo general de la economía mundial. A diferencia de lo ocurrido con la Unión Soviética, China no está desconectada del mercado capitalista. La onda larga de posguerra podía evaluarse con total prescindencia de lo dinámica imperante en el denominado campo socialista. Pero esa desvinculación no rige para el escenario actual.

La mirada que presenta Louça de la continuada onda descendente está focalizada en la polémica con la corriente schumpeteriana. Pone en tela de juicio la propia vitalidad de la revolución tecnológica actual, contrastando los indudables avances informáticos con su acotado impacto en la productividad, los ingresos y el nivel de actividad. Un significativo grupo de economistas de la heterodoxia estadounidense apuntala ese cuestionamiento, con un amplio arsenal de evidencias empíricas.

Pero el problema conceptual se localiza en otro plano. Si la onda larga continúa descendiendo al cabo de tanto tiempo: ¿tiene sentido la periodicidad que presupone ese concepto? Cuando en los años 80 Mandel señaló la persistencia de la onda descendente iniciada a fines de los 60-principios de los 70, razonaba con las temporalidades lógicas de esos movimientos. Pero al subrayar la continuidad del mismo fenómeno cuarenta años después, aparecen los problemas de esa concepción. El descenso registrado supera los promedios aceptados para esos movimientos y, de hecho, contradicen su periodicidad. No es lo mismo registrar ondas ascendentes y descendentes de 40 años que debatir una caída de 60 años, subrayando además que no se vislumbra ninguna reversión del declive.

En síntesis: el trípode del periodo actual –estancamiento de las economías desarrolladas y ascenso de las asiáticas, que no impulsan el crecimiento global– no parece condecir con el esquema de las ondas largas. Esa combinación no encaja con un modelo centrado en registrar ascensos y descensos de los largos ciclos económicos. Los autores que subrayan la preeminencia actual de una fase ascendente omiten el débil crecimiento de Occidente y los que sostienen la tesis opuesta desconocen la expansión de Oriente.

Otra interpretación más llamativa ha sido planteada por Mason al postular que el periodo actual desmiente la preeminencia de ondas ascendentes y descendentes por la simple extinción histórica de esos movimientos. Sostiene que luego de haber operado en los últimos dos siglos con el parámetro de Kondrátiev, el capitalismo ya no está sujeto al movimiento de las ondas. Y atribuye esa inadecuación a la consolidación de un nuevo modelo de capitalismo cognitivo, asentado en la revolución digital.

Mason estima que la informatización impide al sistema recrear su propio pilar, que es la fijación mercantil de los precios. Considera que los nuevos procesos de imitación gratuita que introduce la digitalización socavan los cimientos de una economía asentada en normas de escasez y abundancia. Prevé incluso la proximidad de un devenir poscapitalista y subraya que las ondas largas se han extinguido con la mutación en curso. Con el mismo razonamiento schumpeteriano que asigna a la tecnología una impronta determinante del curso de la sociedad, Mason arriba a conclusiones opuestas al optimismo informatizacional. En lugar de facilitar la eternidad del capitalismo, la revolución digital estaría obstruyendo la subsistencia de ese sistema.

Pero Mason no aporta indicios efectivos de su postulado. Salta a la vista que la informatización es compatible con el capitalismo. Basta sólo con observar la capitalización de las 5 grandes empresas de alta tecnología, que actualmente lideran el movimiento accionario de Wall Street. Es evidente que la revolución digital aportó más oxígeno que obstáculos a la continuidad del sistema económico actual.

Mason arguye otra razón para dictaminar el ocaso de las ondas largas. En contraposición a la tesis de Mandel, afirma que en el pasado esos ciclos fueron motorizados por las luchas sociales de los trabajadores. Supone que los cursos ascendentes siempre derivaron de las mejoras conquistadas por los asalariados. Estima que esos avances indujeron a los capitalistas a innovar para seguir en carrera frente a sus competidores. Considera que en las últimas décadas el debilitamiento estructural del proletariado ha neutralizado esos efectos, obstruyendo también el incentivo de los empresarios a invertir en gran escala y a desencadenar oleadas de crecimiento prolongado.

Pero la conexión entre luchas populares, comportamiento de los capitalistas, la tasa de innovación y crecimiento no parece seguir ese patrón invariable. Las mismas objeciones a la controvertida relación que estableció Mandel entre desencadenantes exógenos e impactos endógenos de las ondas se extiende a Mason, aunque el signo de ese efecto sea opuesto. Las grandes derrotas y victorias de los trabajadores no aportan un sustento suficiente para imaginar la preeminencia de un modelo de ondas repetitivas, como guía ordenadora del capitalismo.

Yo expongo ahora estas reservas a la teoría de las ondas largas, luego de haber compartido una afinidad inicial con esa concepción. Al igual que muchos economistas marxistas de mi generación, ese enfoque me aportó un patrón de razonamiento para explicar la prosperidad de los años 50-60 y la crisis de los 70. Ese esquema nos permitía contar, además, con una guía para evaluar puntos de eventual inflexión y cierre de la crisis.

Pero también expuse varias objeciones a ese enfoque señalando la inconsistencia del patrón de repetición regular. Por eso distinguí la noción cualitativa de onda del criterio cuantitativo de fase, con la intención de subrayar que lo importante no era calcular cuánto dura (o cuando se termina) ese período. El énfasis debía ser puesto en reconocer la presencia de una nueva etapa del capitalismo y en describir sus características. Este propósito se inscribió más en la tradición leninista de evaluar los cambios registrados en el sistema que en la trayectoria de los economistas contemporáneos preocupados por medir ciclos y prever coyunturas.

La existencia de un nuevo período de capitalismo mundializado, precarizado, financiarizado y digital ya es incuestionable y muy pocos autores objetan la preeminencia de este escenario. El concepto de etapa sintoniza a pleno con ese reconocimiento. Por el contrario, el estudio de las ondas largas ha perdido el interés del pasado por los evidentes problemas que afronta esa noción para clarificar la dinámica de la economía contemporánea.

Un concepto alternativo
Los inconvenientes que rodean a las ondas largas deberían inducirnos a retomar la exploración de otro concepto igualmente presente en la obra de Mandel: el desarrollo desigual y combinado. El teórico belga utilizó esa noción con mayor frecuencia y en numerosos planos, pero en ningún momento notó las tensiones de este criterio abierto con los encasillamientos cerrados que exige el modelo legado por Kondrátiev.

En este segundo terreno de análisis también está presente la huella de Lenin. El líder bolchevique introdujo el principio del desarrollo desigual para interpretar el capitalismo ruso, en polémica, primero, con el evolucionismo gradualista de Plejánov y, luego, con el menchevismo. Rechazó la imagen del capitalismo como un sistema gobernado por la simple sucesión de períodos asentados en el agotamiento de fases precedentes. Destacó que ese régimen social estaba sujeto a turbulencias, convulsiones y disonancias de todo tipo.

Trotsky añadió a esta visión el principio de un desarrollo también combinado. Destacó que el capitalismo está sujeto a una variedad de amalgamas que potencian su dinámica contradictoria. Destacó que esas combinaciones operan a escala mundial a través de mixturas de formaciones económico-sociales distintas, con grados diferenciados de madurez histórica. Señaló que el capitalismo mundial reúne bajo el mismo paraguas de un mercado común a una gran diversidad de modalidades avanzadas y precapitalistas.

El teórico de la revolución permanente analizó también esas combinaciones a escala nacional, ejemplificando en el caso de Rusia cómo la modernidad en las urbes coexistía con formas extremas de atraso agrario. Esta misma mixtura registraron posteriormente los economistas de la CEPAL, en su evaluación del retraso latinoamericano. Introdujeron el término de “heterogeneidad estructural” para dar cuenta de ese tipo de combinaciones.

El desarrollo desigual y combinado registra cómo el arribo tardío de las economías retrasadas al mercado mundial les permite copiar las tecnologías ya disponibles para acelerar su propio desarrollo. Esa captura dio lugar a la teoría del catch-up que expusieron muchos economistas heterodoxos. La intención de Trotsky no era ilustrar esos cursos alternativos de desenvolvimiento capitalista, sino destacar la intensidad que presentan las contradicciones del sistema en los países intermedios, afectados por desequilibrios potenciados. De esas tensiones dedujo la presencia de procesos revolucionarios de mayor porte. Su teoría de la revolución permanente se inspira en el registro de esas contradicciones.

Durante mucho tiempo los marxistas no supieron qué hacer con el concepto legado por Trotsky. Se limitaron a reproducirlo de manera trivial, sugiriendo en los hechos alguna variedad superficial del principio de interdependencia. Pero en los últimos años comenzó una revisión más fructífera que reconoce la gran distancia que separa al mundo actual de la era bolchevique. Las formaciones económicas actuales –que se estudian con los criterios del desarrollo desigual y combinado– involucran mixturas al interior del propio capitalismo, sin grandes resabios de modalidades anteriores. Interconectan distintos planos de una misma estructura social, en el marco de una economía globalizada, que genera una gran variedad de enlaces interactuantes.

Los trabajos de la Nueva Geografía y especialmente los ensayos de Harvey indagan esa conexión. Postulan que la mundialización motoriza otra forma de territorialización del sistema. El capital se desplaza, localiza y relocaliza a una velocidad muy superior al pasado, empujado por un apetito de ganancias, que exige invertir a un ritmo más acelerado en los nuevos lugares seleccionados para esa apuesta. Esta reconfiguración potencia la dinámica del desarrollo desigual y combinado mediante una renovada fragmentación de los espacios.

Este abordaje es también pertinente para comprender las nuevas modalidades de la crisis capitalista. Lo veremos en detalle en la evaluación del concepto de sobreproducción itinerante. La mirada de Harvey nos ofrece, además, una caracterización más realista de la globalización. No presenta a la economía mundial como el espacio único e indiferenciado que imagina el transnacionalismo y tampoco lo retrata con la pauta de las viejas regionalizaciones. Destaca las nuevas contradicciones que despuntan con la creciente internacionalización del capital. Esos desequilibrios emergen al compás de la nueva escala que presenta el desarrollo desigual y combinado.

¿Cómo se produce en la actualidad la mixtura de modernidad y atraso que destaca ese principio? Es evidente que han desaparecido los escenarios de la Rusia zarista, que combinaba fábricas tarylorizadas con vestigios de servidumbre agraria. Lo que emerge en el siglo XXI en las periferias intermedias es un entrelazamiento de la innovación digital con formas primitivas de capitalismo improductivo ancladas en el despilfarro de la renta. La inteligencia artificial coexiste con la informalidad laboral, en urbes atosigadas por una masa de explotados que sobrevive con empleos precarios.

El indicador más visible del desarrollo desigual y combinado contemporáneo se verifica en el privilegio del retrasado, es decir, en un corolario de ese principio. Esa ventaja explica el extraordinario desarrollo logrado por China, copiando las innovaciones que utilizó para organizar su propio modelo productivo. Ese esquema combinó los viejos cimientos socialistas con complementos mercantiles y parámetros capitalistas. Y esa mixtura le permitió retener el excedente, con políticas económicas ajenas al neoliberalismo y la financiarización.

El desarrollo desigual y combinado nos permite entender también cómo opera la competencia por el usufructo de las distintas porciones de la plusvalía generada en las cadenas globales de valor. La disputa por ese excedente forjado en los nuevos centros de acumulación difiere sustancialmente del pasado, pero reordena a los ganadores y perdedores, siguiendo la misma tónica del principio enunciado por Trotsky.

Alemania ya no compite con Inglaterra por consumar en décadas los avances que su rival forjó al cabo de siglos. Ahora son las potencias emergentes de Asia las que relegan al viejo centro europeo, pero introduciendo en sus propias economías desequilibrios proporcionales a su acelerado desenvolvimiento.

El principio del desarrollo desigual y combinado fue tradicionalmente presentado como una ley, pero con esa acepción la norma arrastra una cuestionable carga de exigencias predictivas. En tanto ley, debería pronosticar quién resultará victorioso en la disputa entre las potencias ya asentadas y las que llegaron tarde. Esa previsión es muy difícil de enunciar e incentiva controvertibles debates sobre el desemboque de la denominada transición hegemónica.

Se han escrito incontables textos para augurar quién ganará la batalla por la primacía global, pero nadie ha logrado demostrar que China saldrá airosa frente a Estados Unidos o viceversa. Me parece que el desarrollo desigual y combinado es más útil como principio que como ley. Nos permite entender la dinámica subyacente del avance asiático sin obligarnos a forzar discutibles pronósticos.

En la mirada marxista, el foco de atención del desarrollo desigual y combinado no está en el catch up. Ese interés más bien sintoniza con la tradición desarrollista, que busca definir cuál sería la política económica más acertada para mejorar la competitividad capitalista de las economías rezagadas. Habitualmente se omite que ese eventual avance no depende tan sólo de una estrategia adecuada, sino de la presencia de ventajas (o desventajas) objetivas en el escenario mundial.

El desarrollo desigual y combinado presupone que no existen ganancias compartidas en la competencia capitalista. Los logros de los victoriosos invariablemente se consiguen a costa de las desventuras de los relegados. Un país puede incluso situarse al comienzo en el pelotón de los ganadores para quedar posteriormente demolido por la propia carrera de los negocios. Es lo que padeció Alemania. Arrancó desde atrás en el siglo XIX, empató con Inglaterra a principio de la centuria posterior y se vio forzada a continuar la disputa por medios bélicos hasta quedar arrasada por dos guerras mundiales. Otras naciones también pueden padecer las desgracias (y no los beneficios) del que llegó tarde, como ilustró Trotsky para el caso de Rusia.

En síntesis, el desarrollo desigual y combinado nos ofrece un instrumento analítico para evaluar la dinámica capitalista de largo plazo, sorteando los inconvenientes que interpone la teoría de las ondas largas. No incluye supuestos de repetición, ni exige considerar inexorables regularidades. Tampoco impone desemboques predeterminados y nos ofrece criterios analíticos abiertos para interpretar los complejos problemas del capitalismo contemporáneo.

Es un principio que realza, además, el rol de los sujetos asignando a estos actores un protagonismo omitido (o forzado) en la teoría de las ondas largas. Reconoce que las clases dominantes y dominadas son determinantes de desenlaces históricos muy variados y no restringe esa evaluación a definir la apertura o el cierre de una onda ascendente.

Trotsky dedujo una teoría completa de la revolución para los países intermedios en la primera mitad del siglo XX a partir del desarrollo desigual y combinado. En mi opinión lo importante no es la vigencia (o los problemas) de esa concepción, sino la potencialidad mayúscula de ese razonamiento. El marxismo historicista de Trotsky –que realzaba la gravitación de los sujetos– sintoniza a pleno con el desarrollo desigual y combinado y no encaja tanto con las ondas largas, a pesar de la vaga simpatía que mostró el revolucionario ruso por Kondrátiev.

El desarrollo desigual y combinado ha sido objeto, además, de llamativas aplicaciones recientes. Rosenberg amplió su alcance al señalar que no es un concepto restringido al entendimiento del capitalismo. Lo interpretó como un principio intersocietal que resulta pertinente para comprender el desenvolvimiento general de todas las sociedades. Postuló que no esclarece lo ocurrido tan sólo en las últimas dos centurias, sino también la dinámica de procesos precedentes. Rosenberg estima que ese principio ilumina la multiplicidad del desarrollo histórico y la consiguiente interacción entre distintas sociedades. Remarca la existencia de una norma articuladora de procesos de coexistencia, diferenciación e interacción, que resuelven numerosas incógnitas del pasado precapitalista.

Esta mirada ha suscitado una intensa polémica con autores que aceptan la vigencia del desarrollo desigual para todo el curso de la historia, pero acotan al capitalismo la significación del elemento combinado. Consideran que en los períodos previos a este sistema rigieron normas de interrelación, pero no de mixtura entre distinto tipo de sociedades. Este debate permite esclarecer varios interrogantes de la transición al capitalismo.

La teoría del desarrollo desigual y combinado aporta finalmente un principio más sólido que las sucesiones hegemónicas para evaluar la disputa entre Estados Unidos y China por el liderazgo global. Rehúye, ante todo, la controvertida centralidad del concepto hegemonía como sustituto de imperialismo y toma distancia del enfoque que concibe la historia contemporánea como una secuencia de liderazgos seculares sustitutos (Holanda, Gran Bretaña, Estados Unidos). De este patrón analítico Wallerstein no dedujo la próxima primacía de China, sino un ocaso terminal del capitalismo con fechas muy definidas. Tampoco Arrighi previó el inexorable liderazgo chino, sino que sugirió una variedad irresuelta de escenarios.

Pero las miradas más recientes de la transición hegemónica optan en su gran mayoría por un pronóstico de victoria asiática con razonamientos próximos al resurgimiento de Oriente, que entrevió Gunder Frank en sus últimos textos. En estas visiones reaparecen inconvenientes semejantes a la problemática de las ondas largas, en una versión historiográfica más familiar a la teoría del auge y declive de los imperios.

En síntesis: los conceptos de etapa y la noción de desarrollo desigual y combinado nos aportan los instrumentos más fructíferos para continuar nuestro análisis del capitalismo contemporáneo. Las ondas largas abrieron rumbos promisorios para esa comprensión, pero afrontaron objeciones que no fueron zanjadas. En las próximas clases estudiaremos otras nociones igualmente fructíferas para la investigación que auspiciamos en este seminario.

Claudio Katz es economista, investigador del CONICET,
profesor de la Universidad de Buenos Aires y miembro de Economistas de Izquierda (EDI)

* El siguiente texto transcribe una clase del seminario sobre el capitalismo contemporáneo que dictó Claudio Katz en julio-noviembre 2019 en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.

Tomado de vientosur.info

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