Josep Fontana*- Hungría en 1956: los límites de la desestalinización/ Ver- Victor Artavia*: Hungría 1956: una revolución antiburocrática y de liberación nacional

28 agosto, 2023

 

Josep Fontana*

 

 

El 25 de febrero de 1956 Jrushchov pronunció el famoso “discurso secreto” en que denunciaba los crímenes de Stalin. Hubo un segundo discurso, mucho menos conocido, en que añadió detalles que mostraban el grado de alejamiento de la realidad en que vivía en sus últimos meses un Stalin enfermo y aislado del mundo que le rodeaba, incapaz de entender lo que sucedía en su propio entorno. Según contaba Jrushchov:

Una vez le dije a Stalin: “Camarada Stalin, tenemos una crisis en la agricultura”.

Él replicó: “¿Qué quiere decir esto de una crisis?”

Respondo: “Una crisis, no hay leche… no hay ni carne ni leche”.

­–“Eso no es correcto” me dice, e inmediatamente se pone a la defensiva a causa de esta palabra. (“La era de Stalin”, “el liderazgo de Stalin” y hay una crisis… Sólo los enemigos usan estas palabras).

Le preguntó a Malenkov: “¿Producimos más o menos carne que antes?”.

–“Más”.

Yo dije: “También yo digo que más”.

–“¿Más leche?”.

–“Más”.

–“Bien, la población ha aumentado también. Los salarios han subido. La capacidad de compra ha aumentado”.

–“Si es así, decidlo de este modo”.

No podíamos decirle estas cosas. Pero ¿qué clase de socialismo es aquel en que una persona no puede beber un vaso más de leche? (…)

Stalin dijo que había que formar un comité para estudiar esta cuestión. (…) Gastamos un montón de tiempo, no porque no entendiéramos el problema, sino porque no sabíamos cómo sugerirlo, cómo plantearlo. En consecuencia debíamos disfrazarlo de forma que no pareciese que teníamos razón, y algo se ganó de este modo.

Stalin lo leyó: “Así, dijo, [los campesinos] han de dar muchos miles de millones”. Algo así como seis o siete mil millones. “Es un juego de niños, sólo los enemigos miran la cuestión desde este punto de vista. No saben cómo viven los campesinos… –dice Stalin. Con una gallina –dice— que venda el campesino paga todas sus obligaciones, con una sola gallina”.

¿Cómo podía decir tal cosa, cuando no había visto un campesino vivo por lo menos desde hacía treinta años? Stalin, que vivía apartado en su dacha, y que desde su dacha no podía ver nada, porque estaba rodeada de árboles y de guardias. Ni con prismáticos podríais ver desde allí una persona viva, a excepción de los guardias (…).

En lugar de aceptar nuestras sugerencias, Stalin dice: “No, yo propondré mis propias ideas”. Una vez tuvimos esta propuesta, examinamos la cuestión y aumentamos los impuestos sobre los campesinos en cuarenta millares de millones de rublos. ¡Dios mío! Me fui entonces y le dije a Mikoyan: “La única esperanza de salvación es que los campesinos se subleven. Porque no hay otra salida. Porque venden todo lo que producen para pagar las obligaciones, sus obligaciones. No tienen este dinero. ¿De donde podrán sacarlo?”. Y empezamos a buscar. Pero ¿qué había que buscar? (…) La cosa acabó con la muerte de Stalin. De modo que quemamos el documento. Pero justo antes de su muerte este documento existía. Y si no hubiese muerto, no sé cómo habría acabado la cuestión. Posiblemente habría acabado con más encarcelamientos. Porque Stalin nos decía: “Hay populistas y socialistas revolucionarios”, queriendo decir “enemigos”[i].

Lo más singular de este discurso es el lugar y el momento en que fue pronunciado –en Polonia y en vísperas de una crisis de sus relaciones con los soviéticos—, lo que tiene que ver con las dificultades que los sucesores de Stalin encontraron para adaptar a las nuevas circunstancias sus relaciones con las “democracias populares” del este de Europa.

La cuestión había comenzado, en los primeros tiempos después de la muerte de Stalin, con el intento de Beria de hacer una política de “nuevo curso”, cuya intención real era desembarazarse de la carga económica que significaba sostener a estos gobiernos, y en especial al de la República democrática alemana. Los errores de los dirigentes de la Alemania oriental, que apostaron a la muerte de Stalin por un endurecimiento de su política de “construcción del socialismo”, creyendo que con ello harían méritos ante los nuevos dirigentes de la URSS, condujeron al levantamiento de los trabajadores alemanes en junio de 1953. Este fracaso de la política de “nuevo curso” de Beria fue precisamente uno de los pretextos que justificaron su destitución y ejecución[ii].

Tres años más tarde, en el verano de 1956, volvieron a surgir los problemas que planteaba la dificultad de llevar la “desestalinización” al campo de las relaciones con las democracias populares. Todo comenzó en Polonia, con los alborotos de Poznan, el 28 y 29 de junio de 1956, provocados por el malestar de los trabajadores al rechazar el gobierno sus peticiones de mejoras. El orden fue restablecido por el ejército polaco, con 52 muertos y numerosos heridos, y los rusos no hubieron de intervenir. Pero el retorno a la actividad política, en el mes de octubre, de Gomulka, un dirigente polaco que había sido desplazado por las purgas estalinistas, acusado de nacionalismo, preocupó a los dirigentes rusos, y en especial a Rokossovsky, el militar soviético de origen polaco que había sido nombrado ministro de Defensa y jefe del ejército de Polonia en 1949.

En el momento en que el comité central del partido polaco iba a elegir a Gomulka y a destituir a Rokossovsky, los rusos hicieron avanzar tropas hacia Varsovia y una delegación de dirigentes soviéticos –con Jrushchov, Molotov y Bulganin— se presentó en la capital polaca para presionar al partido comunista. En plenas negociaciones Gomulka se enteró del avance de los tanques rusos y consiguió de Jrushchov que el avance se detuviese.

Al producirse en Polonia grandes manifestaciones de apoyo a estos cambios, que concluyeron con una concentración de más de medio millón de personas en Varsovia, los soviéticos optaron por no intervenir, temiendo un levantamiento popular, y aceptaron que los polacos eligieran a Gomulka como primer secretario del partido y destituyeran a Rokossovsky. Podían tolerarlo, dado que Gomulka conservaba un régimen comunista y mantenía su país dentro del pacto de Varsovia (el acuerdo defensivo de los países del este, paralelo a la OTAN, que se había firmado en mayo de 1955).

Mientras tanto surgían también inquietudes sociales en Hungría, donde en la primavera de 1955 Imre Nagy –que había llegado al poder en 1953, por influencia de Malenkov y de Beria, en su etapa liberalizadora— había sido desplazado por el estalinista Matyás Rákosi. Los soviéticos creyeron en este caso que bastaría con que mostrasen su apoyo a Rákosi para resolver la situación.

Pero los acontecimientos de junio en Polonia animaron a la oposición húngara, en unos momentos en que ya no se podía liquidar la agitación con los viejos métodos de la etapa estalinista. A diferencia de lo sucedido en Polonia, sin embargo, aquí el conflicto se producía en el interior del partido y podía alcanzar una mayor gravedad. Los soviéticos decidieron que no querían una repetición de los sucesos polacos y enviaron a Mikoyan, quien, contra lo que esperaba Rákosi, que contaba con su apoyo para mandar a la cárcel a Nagy y a centenares de “conspiradores”, le recomendó que dimitiese y nombró en su lugar a Ernö Gerö, al propio tiempo que en Moscú se preparaba un plan preventivo de intervención rápida contra un posible levantamiento húngaro[iii].

Pese a lo inseguro de la situación, Gerö marchó de vacaciones a Rusia, y aunque en la primera semana de octubre, cuando regresó, las cosas estaban todavía peor, decidió volver a marchar, esta vez a Yugoslavia, del 15 al 23 de octubre. A las pocas horas de su regreso, el 23 de octubre mismo, una gran manifestación de estudiantes daba apoyo a los polacos, pedía que se introdujesen cambios parecidos en su país –“independencia nacional y democracia”— y derribaba una gran estatua de Stalin.

Sin aguardar las órdenes de un Gerö recién llegado de viaje, las fuerzas de seguridad comenzaron a disparar sobre los manifestantes desarmados que querían apoderarse de una emisora de radio en Budapest. Las cosas evolucionaron rápidamente y los soviéticos decidieron intervenir –la petición de ayuda de Gerö, que había de legitimar esta intervención, llegó a Moscú cinco días más tarde— con el pleno apoyo de Jrushchov y la oposición de Mikoyan, que sostenía que los húngaros podían resolver el problema por si mismos.

De acuerdo con el plan de intervención, las fuerzas rusas estacionadas en Hungría ocuparon Budapest, mientras acudían en su apoyo otras divisiones que entraban desde Rumania y Ucrania: en total 31.500 soldados, con 1.130 tanques y aviones. Era un error: esta clase de fuerzas no servían para controlar una situación de revuelta urbana y no hicieron más que agravarla, provocando que tropas húngaras se pusieran al lado de los rebeldes.

Hubo centenares de muertos por los dos bandos, mientras el partido comunista soviético estaba desconcertado, sin saber cómo actuar. Las noticias que enviaban Mikoyan y Suslov desde Hungría les indujeron a no seguir con una intervención militar en gran escala, confiando en que se pudiera llegar a una solución “a la polaca”. Esperaban que una “Declaración sobre los principios de desarrollo y de refuerzo posterior de la amistad y la cooperación entre la URSS y los demás países socialistas”, publicada el 30 de octubre, podía ayudar a establecer las bases para una negociación. Pero llegaba demasiado tarde.

Los dirigentes rebeldes húngaros, empeñados en recuperar la dimensión humana del marxismo, iban mucho más allá que los polacos. En las reuniones que Mikoyan y Suslov mantenían con Nagy y Kádár, los húngaros plantearon sus exigencias: querían restablecer el gobierno de cuatro partidos que estaba en el poder en 1945, la retirada de las tropas soviéticas y el inicio de negociaciones para retirarse del Pacto de Varsovia y proclamarse neutrales.

Esto sucedía en plena crisis de Suez, cuando los rusos temían que una eventual victoria de sus enemigos podía poner en peligro su posición en el oriente próximo, de modo que decidieron que lo que pedían los húngaros podía significar el inicio de una desintegración del “campo socialista” y les debilitaría en exceso. El 31 de octubre, un día después de haberse publicado la “Declaración”, viendo que los acontecimientos revolucionarios eran cada vez más graves y que Nagy expresaba su deseo de abandonar el pacto de Varsovia, cambiaron otra vez de opinión y acordaron intervenir militarmente en gran escala para restablecer el orden, puesto que temían que el ejemplo de Hungría podía extenderse a otros países de su área (de hecho se estaban produciendo manifestaciones de estudiantes en Checoslovaquia, en Rumania e incluso en Moscú y en Georgia).

El 31 de octubre el presidium del partido decidía intervenir, aunque Mikoyan, que no se encontraba en Moscú, amenazó incluso con suicidarse si no se reconsideraba la decisión. En la discusión participó Liu Shaoqui, que se mantenía en contacto telefónico constante con Mao, dado que los soviéticos habían invitado a los chinos a participar en la decisión que se tomase. “No sé cuántas veces cambiamos de opinión en uno y otro sentido”, dijo en sus memorias Jrushchov. El primero de noviembre Janos Kádár era llevado en avión a Moscú para que entrase en Hungría acompañando a las tropas rusas. Sabemos que Kádár no aprobaba la invasión, que se resistió a secundar esta farsa y que dijo a los dirigentes soviéticos que la revuelta húngara tenía como objetivo librarse de los compinches de Rákosi, pero que no pretendía derribar el sistema, sino democratizarlo.

Mientras tanto Nagy y sus partidarios pedían ayuda a la OTAN y a la ONU, engañados por la “política para la liberación pacífica de las naciones cautivas” que pregonaban los norteamericanos, aunque tenían que haber recordado que el secretario de Estado John Foster Dulles había dicho públicamente  que no se enviarían tropas norteamericanas a Polonia, ni en el caso de que los rusos la invadieran.

Contradiciendo al secretario de Estado norteamericano, el 27 de octubre Radio Free Europe no sólo incitó a los húngaros al sabotaje de ferrocarriles y líneas telefónicas y a reunir armas “para los luchadores de la libertad”, sino que afirmó que si los revolucionarios conseguían establecer un mando central recibirían ayuda extranjera. Al día siguiente se radiaron instrucciones sobre la guerra de guerrillas y se dijo que las Naciones Unidas darían apoyo a los rebeldes si seguían luchando; el 30 de octubre se difundieron enseñanzas sobre la lucha contra los tanques y el 4 de noviembre se dio a entender que, si los húngaros podían resistir hasta el día siguiente a la elección presidencial norteamericana, que había de tener lugar el 6 de noviembre, era prácticamente seguro que el congreso norteamericano declararía la guerra a la URSS[iv].

No ha de extrañar, por ello, que años más tarde se haya acusado a estas emisiones, escasamente controladas por Washington, de haber causado “la muerte de miles de jóvenes húngaros”, que fueron incitados a participar en una lucha suicida, alentados con falsas promesas de ayuda exterior. El mes de junio pasado, con motivo de la visita de Bush a Budapest, los supervivientes del levantamiento de 1956 le exigieron que pidiese perdón por estos hechos. Que a Bush no se le ocurriese otra cosa que poner el levantamiento de 1956 como un ejemplo para Irak no deja de resultar más bien siniestro.

La conducta del gobierno norteamericano no tenía nada que ver con la propaganda radiofónica que había creado estas expectativas [1]. Foster Dulles  encargó expresamente al embajador Bohlen que tranquilizase a Jrushchov diciéndole que los Estados Unidos no tenían intención alguna de “buscar aliados militares entre los satélites soviéticos” y se dieron instrucciones expresas para que las tropas de la OTAN evitasen cualquier actuación que pudiese parecer provocativa. Los norteamericanos, que habían decidido abandonar a los húngaros en manos de los rusos, de acuerdo con la nueva política de tolerancia mutua surgida de las conversaciones de Ginebra, se limitaron a presentar el tema al Consejo de Seguridad y a utilizarlo en el terreno de la propaganda[v].

Los rusos comunicaron a sus aliados, incluyendo a los  yugoslavos, lo que se disponían a hacer y el 4 de noviembre comenzó la invasión militar soviética que liquidó la revolución húngara en cuatro días (hubo pequeños focos de resistencia durante tres días más) y llevó al poder un gobierno prosoviético presidido por Kádár. Nagy fue ahorcado en 1958.

En 1956 –como más tarde, en Praga, en 1968—, los dirigentes soviéticos fueron incapaces de aceptar unos cambios que hubieran podido hacer viable un socialismo que recuperase las grandes esperanzas que animaron en sus primeros años a los fundadores de las “democracias populares”, nacidas de la lucha contra el fascismo. Incluso cuando, como sucedió en el caso de Hungría en 1956, no cabía pensar que las exigencias democratizadoras formasen parte de una estrategia de sus enemigos en la guerra fría, el miedo a que la voluntad de cambio se extendiese en el interior del “campo socialista”, y llegase incluso a la propia Unión soviética, les llevó a optar por una solución inmovilista.

Jrushchov había acabado su segundo discurso secreto diciendo:

 “Después de la muerte de Stalin conseguimos un aumento en la agricultura. Lo cual significa que entendemos las cosas y podemos encontrar la solución adecuada. ¿Por qué no la encontramos antes? Por culpa de una persona que lo frenaba. Y no podíamos hacer absolutamente nada”.

“Stalin nos decía que el mundo capitalista nos engañaría, porque éramos como unos cachorrillos ciegos. Pero si ahora volviese, le enseñaríamos lo que hemos hecho y le mostraríamos cómo hemos conseguido limpiar la atmósfera”.

Lo que estaba claro en 1956 era que si los sucesores de Stalin habían conseguido cambiar en algunos terrenos, en el de las relaciones que habían de regir en el interior de lo que se daba en llamar el “campo socialista”, y que necesitaban de cambios muy serios si se pretendía que alguna vez existiese realmente tal “campo”, seguían presos de los mismos miedos y los mismo errores que habían heredado del pasado.

Notas:
[1] Hubo, al parecer, una conversación entre Eisenhower y Dulles, que estaba en un hospital, convaleciente de una operación de cáncer de colon, en que el presidente le habría dicho que pensaba que habían estado incitando a los húngaros a sublevarse durante los últimos años y que ahora que estaban en un apuro les volvían la espalda. A lo que Dulles habría contestado: “Siempre hemos estado en contra de una rebelión violenta”.
[i] ”Khruschev second secret speech” en Cold War International History Project. Bulletin, 10 (marzo 1998) “Leadership transition in a fractured bloc”, pp. 44-49
[ii] Mark Kramer, “The early post-Stalin succession struggle and upheavals in East-Central Europe. Internal-External linkages in Soviet policy making”, en Journal of cold war studies, I (1999), 1, pp. 3-55.
[iii] Jeno Györkey y Miklós Horváth, eds., Soviet military intervention in Hungary, 1956, Budapest, Central European University Press, 1999; Mark Kramer, «The Soviet Union and the 1956 crises in Hungary and Poland: Reassessments and new findings», en Journal of contemporary history, 33 (1998), 2, pp. 163-214.
iv] Michael Nelson, War of the black heavens. The battles of Western broadcasting in the cold war, Londres, Brasseys, 1997, pp. 72-84.
[v] Chris Tudda, “’Reenacting the story of Tantalus’: Eisenhower, Dulles, and the failed rethoric of liberation”, en Journal of Cold War Studies, 7 (2005), nº 4, pp. 3-35.

 

 

*Josep Fontana:

Josep FontanaJosep Fontana (Barcelona, 1931-2018) historiador. Doctor en Historia por la Universidad de Barcelona.Fue profesor de historia económica e historia contemporánea en las Universidades de Barcelona y Valencia. Fundador y director del Instituto Universitario Jaume Vicens Vives de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.Historiador marxista, militante comprometido con la resistencia democrática al franquismo y con la causa del socialismo. Fue militante del PSUC desde 1956 hasta principios de los años 80.Dirigió colecciones de historia en distintas editoriales y recibido diversos premios a la investigación y doctorados honoris causa.En El Viejo Topo colaboró con artículos como ¿Por qué nos conviene estudiar la revolución rusa? así como publicando conferencias (Todo está por hacer y todo es posible) y concediendo entrevistas (buen ejemplo es esta Entrevista sobre Cataluña). También formo parte de la edición número 15 de Sin Permiso República y socialismo, también para el siglo XXI (2017).

De su extensa obra cabe destacar La quiebra de la monarquía absoluta (1814-1820) (1971), Historia: análisis del pasado y proyecto social (1982), La historia después del fin de la historia (1992), Europa ante el espejo (1994), Introducción al estudio de la historia (1999), La historia de los hombres (2000), Por el bien del imperio. Una historia del mundo desde 1945 (2011), El futuro es un país extraño. Una reflexión sobre la crisis social de comienzos de siglo (2013), La construcció de la identitat (2014) y El Siglo de la Revolución. Una historia del mundo desde 1914 (2017). La construcció de la identitat (2014), El Siglo de la Revolución. Una historia del mundo desde 1914 (2017) y su última publicación,  L’ofici d’historiador (2018).

 

Fuente: El Viejo Topo

 

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Hungría 1956: una revolución antiburocrática y de liberación nacional

 

Contrario a estas interpretaciones, lo que sucedió en Hungría fue una revolución anti-burocrática y de liberación nacional. En el centro de los acontecimientos estuvo la clase obrera organizada en Consejos Obreros, en torno a los cuales se nucleó el resto de clases y grupos sociales hartos de la opresión militar soviética y la dictadura de los funcionarios del Partido de los Trabajadores Húngaros[1] que, aunque decían representar a la clase obrera y gobernar por el socialismo, en realidad constituían una capa social privilegiada que monopolizó el poder y usufructuó en beneficio propio la producción social.

Por todo esto, resulta necesario analizar a fondo esta revolución, la cual representó el último eslabón de las rebeliones obreras en el período 1953-1956 y el mayor desafío al dominio estalinista sobre los países del Glacis.

A lo largo del presente acápite realizaremos una periodización de esta revolución, donde destacaremos los principales alcances y límites del proceso.

 

Seguir leyendo en el siguiente enlace:

 

 

Hungría 1956: una revolución antiburocrática y de liberación nacional

 

*Victor Artavia: Historiador. Dirigente de la Corriente Internacional Socialismo o Barbarie.

 

Fuente: Izquierda Web

 

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