Turismo – Qué bien si no hubieras venido

Los turistas sonríen haciéndose la autofoto delante de las puertas de Auschwitz. Se zambullen en la Fontana di Trevi en Roma. Un tipo grabó su nombre y el de su novia –“Ivan + Hailey 23” – en un muro de ladrillo del Coliseo romano, de 2.000 años de antigüedad. Una “influencer” rusa fue deportada de Bali junto a su marido después de colgar una foto suya desnuda frente a una higuera de Bengala sagrada de 700 años. En Amsterdam, las despedidas de soltería con disfraces de pene acaban vomitando en las alcantarillas. Todos ellos ayudan a cambiar el clima y contribuyen a la ola de calor que afecta a buena parte del sur de Europa: el transporte turístico causa cerca del 5% de las emisiones globales, y va en aumento.

El turismo excesivo [“overtourism”] ya se estaba convirtiendo en un problema antes de la pandemia. Ahora que los viajes internacionales se están recuperando de modo inesperadamente rápido, vuelve a ser un problema de Venecia a Fiyi (popular destino del Pacífico en el que se busca más con Google el término “turismo excesivo” que en cualquier otro lugar del planeta).

De los turistas se queja todo el mundo. Pero ahora, por vez primera, unas cuantas ciudades europeas –y Amsterdam encabeza la lista- han empezado a actuar al respecto. La breve experiencia durante el confinamiento de una tranquilidad libre de turistas en estos lugares está contribuyendo a animar al cambio. ¿Tendrían que ir las ciudades en contra del capitalismo, invertir cincuenta años de historia económica (o siglos, en el caso de Venecia) e intentar ahuyentar a los turistas?

La cifra oficial de llegada de turistas internacionales se ha doblado entre 1998 y 2019, hasta llegar a 2.400 millones al año. De forma característica, el auge se vio jaleado por los sectores turísticos locales y el modelo de mercadotecnia turística financiado por el Estado. La mayoría de sus habitantes se limitaron a ver lo que sucedía. El aumento resultó especialmente agudo en unas cuantas ciudades europeas. Desde los años 90, a medida que la mayoría de las ciudades se volvían más amables y más seguras, y se multiplicaban los vuelos de bajo coste y los trenes internacionales, los viajes de corta duración a estos lugares se convirtieron en la norma.

Muchos los que hoy nos lamentamos del turismo excesivo hemos formado parte del problema. Yo crecí en los Países Bajos, y en la década de los 90 me llevé al equipo inglés de fútbol para el que jugaba a dos viajes a Amsterdam. Descubrí que mis compañeros concebían “el extranjero” como un lugar en el que no se aplicaban las anquilosadas normas que imperaban en Gran Bretaña.

Por recurrir a la frase acuñada por un concejal de Amsterdam unas décadas más tarde, viajaban a los Países Bajos de “vacaciones morales”. En Amsterdam ¡se podía beber cerveza en el desayuno! ¡Los porros eran legales! ¡Había un barrio chino con chicas en bikini sentadas en escaparates que te hacían gestos para que entraras! Mis compañeros de equipo daban vueltas y vueltas por el barrio todo el día, se traían de matute revistas de porno duro, y luego se quejaban de que Amsterdam era “cutre”.

El turismo urbano de todo el año ha crecido más rápido que las tradicionales vacaciones de “sol y playa” o de “turismo”, según escribe Kerstin Bock, de la Universidad Libre de Berlín. En Barcelona, por citar un caso extremo, la cifra de turistas con estancia hotelera se disparó de 1,7 millones en 1990 a 9,5 millones en 2019, cifra que excluye los Airbnb de la ciudad, algunos de ellos edificios enteros que se han retirado del mercado de vivienda local y se han deslocalizado de forma efectiva.

Barcelona es uno de esos diversos lugares que corren el riesgo de convertirse en Venecia: una antigua ciudad convertida en museo y a la vez parque de atracciones. Venecia tiene hoy casi tantos visitantes como habitantes, cerca de unos 49.000 en ambos casos. Y las menguantes filas de sus habitantes tienden a ser gente mayor que se mudó hace décadas, cuando la ciudad todavía resultaba asequible.

Más ominosamente para las ciudades, el total oficial de turistas es probablemente una subestimación. Sobre todo, rara vez se consideran los visitantes que se quedan con familiares o amigos, o que participan del intercambio de viviendas, o que simplemente van para el día y no se quedan a pasar la noche. Tal como dice el antiguo vicealcalde de París, Jean-Louis Missika; “Viene a Francia una cifra enorme de turistas a los que no se detecta”.

Un trabajo de Jacques Lévy, de la École Polytechnique Fédérale de Lausana, que recurre a datos telefónicos, descubre una “gran sorpresa”: en 2022-23, hubo de media en Francia 5,5 millones de clientes de operadores no franceses de telefonía, frente a los algo menos de 2 millones solamente de visitantes extranjeros que estiman los “datos oficiales”. En algunos vecindarios de París, afirma el artículo, la cifra de visitantes por kilómetro cuadrado rebasaba las 100.000 personas. Para comparar: los 20.000 habitantes por kilómetro cuadrado hacen de París la ciudad más densamente poblada de Europa. He aquí una dolorosa paradoja del turismo urbano: las ciudades que atraen a más visitantes están atestadas, antiguos lugares que carecen de espacio hasta para sus residentes. No se encuentra uno mucho turismo en la periferia de Houston.

Están desbordándose las frustraciones europeas frente a los turistas. Mi edificio de apartamentos en París está repleto de coléricos avisos en ingles chapucero que rezan: “EL CONSERJE DE ESTE EDIFICIO NO ESTÁ AUTORIZADO A ENTREGAR O RECIBIR LLAVE O PAQUETE ALGUNOS DESTINADOS A INQUILINOS DE CORTA DURACIÓN”.

Una tarde, estando en casa, me vi molestado por una mujer norteamericana que difundía su ruidosa conversación por el altavoz de su teléfono desde el balcón del apartamento de al lado. En un París superpoblado, esto es algo que no se hace entre vecinos. Cuando le pedí que parase, pareció sorprenderse: había descubierto que su foto de Instagram estaba habitada.

Por momentos, la retórica antiturística europea resuena como un eco de la retórica antiinmigración europea. Una frase corriente es: “Nos estamos viendo inundados de invasores de pésima conducta que se niegan a adaptarse a nuestra cultura superior”. A decir verdad, los turistas, por supuesto, no gozan del monopolio del mal comportamiento. Probablemente se comporten peor de media en lugares marcados con una imagen de “vacaciones morales”, como Amsterdam y Bali, y mejor en París, con su intimidatoria etiqueta.

Pero es verdad que la mayoría de los turistas se esfuerza por mezclarse en la ciudad sin ser notados. El domingo pasado por la mañana me di una vuelta en bici por algunos de los puntos más turísticos de París, empezando por Notre-Dame. Los turistas vienen probablemente a estos antiguos lugares para elevarse al ver que unas cuantas creaciones humanas sobreviven a los siglos. Así que vuelan desde cualquier lugar del mundo, se sientan en la tribuna de madera que hay ahora para los espectadores frente a Norte-Dame, y contemplan la catedral, sólo para darse cuenta, casi al instante, de que no saben cómo verla.

¿Qué es lo que tendrían que estar mirando? Para alguien que no haya crecido con la iconografía del catolicismo o conozca por su formación el arte medieval, es difícil saberlo. Puede que vengan con guía…pero el micrófono del guía y su séquito de multitudes que bloquean la acera exasperan a los lugareños. Por ende, la mayoría de los turistas viaja con sus seres queridos, y se ven bombardeos con idiomas confusos y códigos de comportamiento, y tratan de relajarse. Y así, tras unos pocos segundos, la gente se rinde, busca su teléfono, se hace la autofoto y la cuelga en las redes.

Las redes sociales han hecho que empeore una antigua tendencia de los turistas a tratar los lugares que visitan como telón de fondo. La gente visita una ciudad, en espíritu, con sus “followers” digitales. Cualquier lugareño con el que topen puede parecer un extra en un plató escénico, alguien que está ahí para dar color a las fotos o actuar de funcionario auxiliar de información turística.

Tampoco hice yo otra cosa que dedicarle una mirada a Notre-Dame. Seguí luego en bici a lo largo del río Sena hasta el Pont des Arts, el puente cuyos laterales están cubiertos por antiestéticos paneles de cristal para evitar que los turistas les enganchen “candados del amor” a los márgenes. Desde allí, giré a la derecha hasta el Louvre y le eché un vistazo a las colas. En mi última visita al museo antes de la pandemia, había entrado en la sala de la Mona Lisa sólo para darme de bruces con el desbarajuste de un par de cientos de personas haciendo fotos. En algún punto en la distancia había un pequeño retrato de una mujer. Luego me di por vencido en lo tocante a monumentos parisinos, hasta que la pandemia paró el turismo. Durante un respiro entre confinamientos, visité el Louvre y el Musée d´Orsay, y disfruté del gran arte. Puede que no vuelva más a esos lugares.

Las desventajas del turismo se entienden ya hoy de modo amplio. La pregunta es. ¿qué se puede hacer con ello? Reducir de modo deliberado el turismo supondría un paso valiente, aun suponiendo que fuera factible en un mundo en el que están surgiendo miles de millones de nuevos consumidores. El sector turístico contabiliza un 4% del producto interior bruto europeo, lo que se eleva a un 10% si se toman en cuenta sus vínculos con otros sectores económicos, según datos del Parlamento Europeo.

El turismo proporciona empleos que no pueden deslocalizarse. Los visitantes contribuyen a financiar el mantenimiento de monumentos y museos. Y algunas ciudades, sobre todo en el sur de Europa, poco más tienen que su patrimonio. Cuando desaparecieron los turistas durante la pandemia, lugares como Florencia y Barcelona se dieron cuenta con inquietud de qué pocas alternativas tenían.

Hay algunas cosas evidentes que se podrían llevar a cabo para controlar (y monetizar mejor) la afluencia turística. Una de ellas consiste en subir los impuestos, a veces de modo considerable. Al fin y al cabo, los turistas son por definición lo bastante ricos como para permitirse el lujo de pasar la noche en otra ciudad. Y también usan los recursos que se sufragan gracias a sus contribuyentes. París impone una tasa de sólo 5 euros la noche a los visitantes que se alojan en hoteles clasificados como “palacios”, en los que la tarifa por habitación puede superar los 2000 euros; la tasa es de 2,88 euros para un hotel de cuatro estrellas, y así sucesivamente. “Supone una cantidad absolutamente ridícula” es lo que bufa Missika. Muchas ciudades, entre ellas Londres, presionadas por el sector hotelero, ni siquiera imponen tasas turísticas. Manchester se convirtió hace poco en la primera ciudad del Reino Unido en imponer una: una libra esterlina por noche. Eso está a años luz de Bhután, en donde la tasa turística diaria inicial es de 200 dólares.

Muchos destinos planean hoy centrarse en lo que llaman “turistas de calidad”, eufemismo habitual para describir a gente opulenta de elevados gastos. La palabra “calidad” es debatible. Un amigo mío de Alemania Oriental pasó sus años de adolescencia tras el Muro de Berlín leyendo sobre la antigua Grecia. Se imaginaba que un día, cuando estuviera jubilado y gozara de las mayores facilidades de viaje reservadas a los pensionistas germano-orientales, visitaría esos lugares por los que sentía reverencia. De repente, cuando tenía 20 años, cayó el Muro. Al verano siguiente, sin dinero, llenó la mochila de latas de comida, y llevó a cabo su peregrinaje a Grecia. Convengo en que era un turista de calidad. En cualquier caso, las grandes creaciones humanas pertenecen a buen seguro a la Humanidad, y no sólo al lugar en el que resulta que han quedado.

Con todo, resulta fácil identificar y tratar de excluir a los grupos que no se corresponden con ninguna definición de “turistas de calidad”: borrachos de despedidas de soltería, o pasajeros de crucero que abarrotan las calles de una ciudad durante algunas horas, sin gastar casi nada, y que vuelven luego a comer a bordo, mientras su barco contamina el aire de la ciudad. Venecia prohibió en 2021 los cruceros en la laguna y otras ciudades están imponiendo restricciones.

Otra tendencia consiste en que las ciudades alienten la “diseminación” de los turistas. Esto entraña a menudo limitar el crecimiento de hoteles y Airbnbs en centros urbanos con exceso de visitas, mientras se permiten en zonas periféricas y ciudades cercanas. En teoría esto puede funcionar, en cierta medida. Los turistas que se quedan en la periferia parisina podrían al menos desayunar y cenar cerca, impulsando la economía local. Podrían toparse con joyas por descubrir: hay muchos lugares que tienen poco turismo.

Pero hay problemas con la diseminación. Uno de ellos es que los turistas quieren ver las atracciones. Donde quiera que los pongas, encontrarán el modo de llegar al Louvre. El problema se puede exacerbar cuando la diseminación sí que funciona: si hay más turistas que visitan los alrededores de París, la mayoría de ellos reservará tiempo para ir al Louvre. Tal como dice Isabel Mosk, estratega turística independiente holandesa: “Creo que la diseminación no es más que una excusa para seguir creciendo”.

Hay una solución más radical al turismo excesivo: el decrecimiento. Cuando se trata de esquivar turistas, hay una ciudad europea que va por delante: Amsterdam, y está bien situada para actuar así. Entre 1995 y 2019 la economía regional de Amsterdam creció un 132%. Era relativamente poco de ese crecimiento lo que provenía del turismo: los impulsores del crecimiento eran la información, la comunicación (IT incluida) y los servicios financieros.

Muchos restaurantes, cafés de cannabis y burdeles tienen ya que importar trabajadores migrantes. El “cinturón de canales” del Amsterdam central, al que concurre la mayoría de los destinos turísticos, está hoy poblado de gente opulenta que no quiere molestias nocturnas de los turistas montados en “bicicletas de cerveza”. Los residentes quieren también otras opciones de tiendas al por menor que no sean las “tiendas Nutella” orientadas a los turistas (la marca italiana no tiene relación con Holanda, pero untarla en los gofres se ha convertido de algún modo en una nueva atracción turística).

La ciudad ha tratado de diseminar a los turistas. Cayendo en la cuenta de que muchos vendrán sólo a destinos con la marca “Amsterdam”, las autoridades otorgaron al castillo medieval del cercano Muiden la denominación en inglés de “Amsterdam Castle Muiderslot”, mientras que la playa de Zandvoort” se convirtió en “Amsterdam Beach”. Han abierto sus puertas más hoteles (a menudo con el añadido de “Amsterdam” a su nombre) en ciudades cercanas carentes de encanto. Pero la diseminación no ha reducido el turismo. En 2010 Amsterdam dio la bienvenida (si es que esa es la palabra) a 5,3 millones de huéspedes hoteleros. Para 2019, ya eran 9,2 millones, aparte de millones más que se quedan en los Airbnb.

En 2021, la corporación municipal se fijó un objetivo máximo de 20 millones de visitantes anuales. Pero ya se ha previsto que se supere ese número este año. Si no se hace algo, probablemente haya más en 2024.

De manera que Amsterdam se está poniendo en movimiento y actuando. La ciudad con categoría quiere deshacerse de la caduca imagen populachera, renovándose en su marca como destino cultural. En el barrio chino, por el que en ciertos puntos pasan 900.000 peatones a la semana, las autoridades han cerrado cientos de escaparates de las trabajadoras sexuales, y han impuesto modestamente horarios de cierre más tempranos a cafés y burdeles. Se ha prohibido fumar marihuana al aire libre en el centro de la ciudad. En un giro radical que pocos previeron un decenio atrás, probablemente sea más fácil hoy comprar “hierba” en Nueva York que en Amsterdam. La ciudad espera también convertir algunos hoteles en viviendas y oficinas.

Es limitado lo que puede hacer una ciudad para repeler a los turistas, pero el Estado holandés está hoy cooperando en ello. Este mes ganó una batalla en los tribunales para reducir el número de vuelos al aeropuerto de Schiphol por razones medioambientales. Un turista que toma el tren a Amsterdam desde Colonia podría ser “sostenible”; otro que venga en avión a reacción desde California, no.

Parece incluso que el Estado se esté saliendo de las actividades de promoción turística. El logotipo internacional oficial de los Países Bajos, que solía ser un tulipán junto a la denominación reconocible, si bien inexacta, de “Holanda” (en realidad, Holanda no es más que la parte occidental del país) se cambió en 2019 a un “NL Netherlands” (“Países Bajos”) más sobrio, en el que sólo la ondulante “L” aludía al tulipán desechado. “El símbolo del tradicional tulipán está demasiado ligado al turismo y los souvenirs”, explicaba uno de los diseñadores del logotipo.

Cualquiera que ponga en duda el deseo de cambiar de Amsterdam debería echarle un vistazo a su nueva campaña de anuncios, “Mantente alejado”, dirigida inicialmente a jóvenes varones británicos como mis compañeros de equipo de hace tanto tiempo. Cualquiera que pertenezca a esa “diana” demográfica, y que haga en la Red búsquedas tales como “despedidas de soltería en Amsterdam”, puede encontrarse con el video de un borracho que es detenido, encima del subtítulo “¿Vienes pues a Amsterdam para una noche de farra? ¡Mantente alejado!”

Una campaña basada en el “Mantente alejado” supone a buen seguro una primicia en la historia de la mercadotecnia del turismo. Podría acabar siendo el inicio de una tendencia.

 

escritor y periodista británico criado en los Países Bajos, es columnista del diario londinense Financial Times. Se formó en las universidades de Oxford y Harvard, y es bien conocido por sus libros (“Fútbol contra el enemigo”, Barcelona, Contra, 2012) y artículos sobre fútbol, con sus colaboraciones en The Guardian, The Observer y El País. En 2007 fue galardonado con el Premio Internacional de Periodismo Manuel Vázquez Montalbán en su modalidad de periodismo deportivo.

Fuente:

Financial Times Weekend, 15 de julio de 2023

Traducción: Lucas Antón

Tomado de sinpermiso.info

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