El nacionalismo de los BRIC no es ninguna alternativa

PorGrace Blakeley

En 2001, Jim O’Neill, economista de Goldman Sachs, acuñó la expresión «BRIC» en referencia a Brasil, Rusia, India y China para describir las economías de mercado emergentes que parecían destinadas a impulsar el crecimiento económico mundial en las décadas siguientes. En aquel momento, estos países albergaban más del 40% de la población mundial y alrededor de una cuarta parte del PIB mundial.

El término se impuso. Los cuatro países empezaron a celebrar cumbres para fomentar la cooperación fuera de la órbita de Occidente, y una década más tarde añadieron a Sudáfrica a las reuniones (y al acrónimo).

En 2008, cada uno de los países BRIC originales había consolidado su posición como potencia mundial. Y cuando la crisis financiera hizo mella en las economías —y en la confianza— del mundo desarrollado, los BRIC estuvieron allí para recoger los pedazos. Mientras Europa y Estados Unidos se enfrentaban a la peor crisis económica desde la Gran Depresión, China lanzó un amplio programa de estímulo por valor del 20% de su PIB, sacando a la economía mundial de la recesión con enormes proyectos de infraestructuras que se extendieron mucho más allá de sus fronteras.

El gobierno de la India también lanzó varios paquetes de estímulo a lo largo del año, facilitando una impresionante recuperación. La economía brasileña se vio especialmente afectada por la crisis, pero aun así el gobierno fue capaz de poner en marcha paquetes de estímulo basados en la idea de «crecimiento con equidad», en los que las medidas para impulsar la inversión se combinaban con la mitigación de la pobreza.

Este avance económico debía acompañar al auge de la democracia y la cooperación internacional. Los hombres fuertes locales y las ideologías reaccionarias no serían rivales para el progreso material. Cuando se lanzó el Banco de Desarrollo de los BRICS en 2014, algunos comentaristas especularon con que el grupo empezaría a desafiar el poder del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, quizás incluso ofreciendo una alternativa al propio Consenso de Washington. Sin embargo, ya en 2008 había indicios de que el progreso no sería tan sencillo. A Rusia le fue peor que a las demás economías BRIC a medida que el precio de los combustibles fósiles se desplomaba en todo el mundo. Fue entonces cuando el Kremlin aprovechó el caos económico mundial para invadir Osetia del Sur. Con la atención del mundo en otra parte, había poco que se interpusiera en su camino.

Después de 2008, todos los indicios de que Rusia se estaba preparando para una gran operación militar estaban a la vista del mundo. El Kremlin empezó a consolidar sus reservas de divisas en previsión de posibles sanciones en su contra. El gobierno también aumentó las exportaciones de gas natural a Europa Occidental, asegurándose de que el continente contaría con un flujo constante del recurso procedente de Rusia.

El nacionalismo siempre ha sido una fuerza importante en la sociedad rusa, pero no cabe duda de que el Kremlin intensificó su retórica patriótica a raíz de la crisis financiera de 2008. Sin embargo, Rusia no fue el único país BRIC que experimentó un aumento del nacionalismo tras la crisis.

El giro del Sur Global hacia la derecha nacionalista

A lo largo de la última década, todas las economías BRIC han estado dirigidas en un momento u otro por ardorosos nacionalistas, algunos de los cuales —como el indio Narendra Modi— han desatado campañas de odio asombrosamente violentas. ¿Qué explica el auge de las políticas nacionalistas reaccionarias en algunas de las economías más dinámicas y de mayor crecimiento del mundo?

Intuitivamente, es más fácil entender el auge del nacionalismo en el Norte Global después de 2008. Los hogares de clase media y trabajadora estaban acostumbrados a un nivel de vida creciente en el período anterior a la Gran Recesión. Pero el crecimiento estaba siendo impulsado por la inflación de los precios de los activos —más obviamente el aumento de los precios de la vivienda— en lugar de por la inversión productiva.

La ideología individualista que surgió de este auge de los precios de los activos se asoció con la destrucción del Estado del bienestar y el declive de los sindicatos. Así que cuando el crecimiento se detuvo, todo el mundo fue abandonado a su suerte. Sin organizaciones colectivas fuertes que centraran la atención de la gente en el verdadero origen de sus males —los de la cúspide de la jerarquía social—, la prensa de derechas y los políticos nacionalistas animaron al público a culpar en su lugar a los de abajo. El chivo expiatorio por excelencia fue, por supuesto, el inmigrante de Schrödinger, que llegó a un nuevo país simultáneamente para robar puestos de trabajo y para chupar del subsidio de desempleo.

Desde entonces, el odio hacia los inmigrantes ha sido notable. También ha sido un regalo para los políticos de derechas, que han tratado de mantener el debate público centrado en cualquier cosa que no sea la pobreza absoluta a la que se enfrentan millones de personas de clase trabajadora en todo el mundo rico. Sin embargo, esta misma explicación no puede aplicarse fácilmente a las economías de mercado emergentes en las que el nacionalismo está en alza, personificadas por las potencias BRIC. Estos países experimentaron periodos de elevado crecimiento económico y, en menor medida, de reducción de la pobreza en el periodo comprendido entre la crisis financiera de 2008 y la pandemia del COVID-19.

Ahora, mientras los países ricos se ven asolados por la inflación, la agitación política y la recesión, las economías de los BRIC vuelven a superar al mundo capitalista avanzado. El grupo anunció recientemente planes para crear una nueva moneda de reserva mundial que rivalice con el poder del dólar estadounidense, noticia que se ha utilizado con gran efecto en las sanciones económicas de Occidente contra Rusia. Incluso Arabia Saudí, antaño uno de los más firmes aliados de Estados Unidos, declaró que quiere unirse al club.

Las tasas de crecimiento observadas en los BRIC y la confianza política y cultural que están generando hacen mucho más difícil atribuir el auge del nacionalismo a simples dificultades económicas. La pobreza y la desigualdad son, por supuesto, mucho más generalizadas en estos países. Pero las ideologías nacionalistas reaccionarias tienden a surgir con más fuerza en respuesta al declive económico que a la pobreza absoluta. Los nacionalistas son expertos en explotar emociones como la nostalgia para animar a las comunidades que viven un periodo de declive a culpar de la pérdida de sus antiguos privilegios a un grupo extraño.

Aunque el mundo ha avanzado mucho más lentamente en la erradicación de la pobreza de lo que muchos esperaban a principios de siglo, los BRIC están lejos de experimentar un retroceso económico. Las tasas de crecimiento son lo suficientemente altas como para sostener una creciente clase media, y muchos jóvenes de estos países se asombrarían hoy del nivel de vida de sus padres y abuelos.

Una posible explicación del auge del nacionalismo en el Sur Global procede del economista político Karl Polanyi. Polanyi sostenía con razón que lo político y lo económico no pueden entenderse por separado. Si se quiere entender el capitalismo, no basta con estudiar el intercambio en el mercado —o incluso la producción—; también hay que estudiar el Estado y la sociedad.

Polanyi afirmaba que el auge de la economía de mercado estuvo asociado a una gran transformación de la sociedad humana. Mientras que antes las interacciones económicas estaban estructuradas por redes recíprocas integradas en comunidades, el desarrollo capitalista —facilitado por el Estado— desgarró estas redes, a menudo con consecuencias devastadoras para las comunidades y los individuos implicados.

La reacción natural de los afectados fue luchar contra la constante invasión del mercado, a menudo solicitando a las instituciones estatales protección contra la mercantilización que estas mismas instituciones habían puesto en marcha. Las formas en que se manifestaba esta resistencia eran diversas, pero al menos una de ellas era el nacionalismo. Las comunidades «de dentro» pueden solicitar a las autoridades públicas protección frente a los grupos «de fuera», permitiendo que los recursos nacionales se centren en apoyar a los primeros a expensas de los segundos.

La violenta retórica antimigratoria del húngaro Viktor Orbán, por ejemplo, podría entenderse en estos términos polanyianos. Pero una lectura puramente polanyiana no capta del todo la naturaleza del nacionalismo que vemos hoy en el Sur Global, que se parece más a una ideología asertiva y a menudo agresivamente expansionista dirigida por las élites estatales que a una reacción popular a la transformación económica.

En lugar de exaltar un sentimiento de decadencia y nostalgia, los políticos de estos Estados celebran el orgullo nacional de sus ciudadanos, señalando los asombrosos avances económicos y políticos logrados en los últimos años, a menudo (y no injustamente) culpando a Occidente de interponerse en el camino de nuevos progresos. El nacionalismo del presidente chino Xi Jinping, por ejemplo, no parece tanto una respuesta a las demandas públicas de protección frente al mercado como la afirmación agresiva de un modelo económico totalmente distinto.

Falsas dicotomías

La mayoría de los líderes políticos del Sur Global describirían sin duda sus políticas como «desarrollistas», en contraste con el enfoque neoliberal de la macroeconomía que se aplica en gran parte del mundo rico. Pero tanto el desarrollismo como el neoliberalismo, a pesar de las diferentes lógicas de gobernanza, son formas de justificar el poder del Estado.

El político neoliberal pretende utilizar la competencia del mercado como criterio para evaluar la gobernanza. Si una determinada política se ajusta a las reglas del «mercado», es buena. Si no, es mala. Obsérvese que esto no tiene mucho que ver con la reducción del Estado: el Estado puede crecer mucho, siempre que intervenga para promover los intereses del capital.

El desarrollismo se basa en fundamentos muy diferentes. Los políticos desarrollistas tratan de promover la prosperidad y la estabilidad nacionales para justificar su gobierno.

Según este modelo, las políticas no se evalúan en función de si se ajustan a la lógica del mercado; se evalúan en función de si hacen que un Estado funcione mejor que otro. Uno de los puntos de referencia más importantes en este juego de medición internacional es el PIB. A menudo, los políticos de los mercados emergentes presentan sus propuestas políticas en términos de su impacto en el crecimiento económico, que se supone que conduce al desarrollo.

Por supuesto, estas narrativas no se limitan al Sur Global. Las ideologías neoliberales y desarrollistas son desplegadas selectivamente por partidos de todo el mundo. El Partido Laborista del Reino Unido, por ejemplo, ha intentado jugar al juego del desarrollismo muchas veces a lo largo de su historia, y la confianza del actual líder del partido, Keir Starmer, en la idea del crecimiento como algo primordial puede verse como una reversión de esta tendencia.

Lo que estamos viendo en el Sur Global es un tipo de nacionalismo desarrollista que se centra en promover la gloria de la nación y la prosperidad del pueblo y en librar a la nación de los agentes extranjeros que intentan socavar su fuerza.

Algunos podrían preguntarse si este tipo de nacionalismo desarrollista debería considerarse un problema. ¿No deberíamos entenderlo como una especie de socialdemocracia moderada, no muy distinta del consenso de posguerra en el Reino Unido o de las Trente Glorieuses en Francia?

La razón por la que el nacionalismo desarrollista —o, como yo lo llamaría, el nacionalismo capitalista de Estado— debería ser motivo de preocupación es que, la mayoría de las veces, socava en lugar de apoyar la fuerza de las clases trabajadoras organizadas en los Estados en los que se despliega.

Al fin y al cabo, el capitalismo de Estado sigue siendo capitalismo. Sigue implicando una sociedad organizada en torno a los intereses del capital, aunque la composición de la clase capitalista y de quienes gobiernan con su consentimiento sea diferente de la que estamos acostumbrados a ver en el mundo rico. De hecho, es la estructura de clases de estas sociedades la que tiende a conducir a la adopción de políticas desarrollistas. Los Estados de las zonas pobres del mundo —a menudo antiguos súbditos imperiales— adoptaron más tarde relaciones de clase capitalistas, por lo que su clase capitalista nacional es más pequeña y débil en relación con el capital internacional. Por lo tanto, las élites nacionales suelen necesitar protección frente a los competidores extranjeros, razón por la cual tienden a confiar más en el Estado que sus homólogos de los países ricos.

Esta es precisamente la razón por la que las ideologías nacionalistas son tan atractivas para los líderes políticos de economías poderosas y en crecimiento como China, Rusia y la India. El modelo de desarrollo capitalista de Estado depende de la idea de que una élite tecnocrática puede superar las enormes divisiones de clase que marcan las economías capitalistas emergentes y aplicar políticas que promuevan el «interés nacional».

Esta idea de un interés nacional unificador es lo que justifica el poder que ejercen los planificadores capitalistas de Estado en nombre del bien mayor. La mayoría de las veces, esta autoridad se utiliza contra los trabajadores. Pero a veces también puede utilizarse contra el capital, con vistas a garantizar la estabilidad del statu quo. No hay más que ver las recientes medidas del Partido Comunista de China contra los multimillonarios de la tecnología del país. Sin embargo, para que las élites ejerzan este poder legítimamente, la gente debe identificarse con la idea de nación. En las grandes y diversas sociedades del Sur Global, donde el Estado-nación centralizado es una innovación más reciente, los líderes políticos tienen que trabajar muy duro para reforzar la idea de nación y garantizar la lealtad de la gente hacia ella.

Una de las formas más fáciles de hacerlo es construir un chivo expiatorio interno o externo que pueda ser presentado como el enemigo del pueblo. En India, por ejemplo, el nacionalismo hindú de Modi tiene como chivo expiatorio a la población musulmana del país. En China, los musulmanes uigures del remoto oeste del país son el objetivo.

En el exterior, una potencia extranjera se erige en enemigo número uno. En este sentido, los intentos de Donald Trump de encender una nueva guerra fría con China han sido un regalo para el Partido Comunista del país. La élite china puede, no sin razón, presentarse a sí misma como defensora de la valiente nación advenediza, atreviéndose a desafiar la hegemonía estadounidense mientras la primera potencia militar y económica del mundo intenta intimidarla hasta la sumisión.

Estas estrategias han tenido mucho éxito a la hora de justificar los intentos de las élites de centralizar el poder y reprimir la disidencia, facilitando al mismo tiempo la acumulación de capital. En todas las economías BRIC, el nacionalismo, el autoritarismo y la desigualdad extrema van de la mano, ya que la idea del interés nacional se utiliza para justificar la represión de cualquier grupo que se considere una amenaza para el statu quo.

Con Occidente acosado por el estancamiento, los conflictos de clase y la agitación geopolítica, es probable que el nacionalismo capitalista de Estado que se observa en las economías BRIC no haga sino crecer. Los líderes de estos Estados podrán señalar el caos en el que está sumido el mundo rico como prueba de la superioridad de su modelo de autoritarismo desarrollista. Y a medida que este nacionalismo se fortalezca, la conciencia y la organización de clase se debilitarán.

La cuestión sigue siendo, sin embargo, cómo afrontarán las élites de las economías BRIC retos como la crisis del coste de la vida, el envejecimiento demográfico y el colapso climático. Cada uno de estos factores implica tasas de crecimiento inferiores a aquellas en las que se basa la estabilidad del pacto desarrollista.

Si los políticos no consiguen demostrar que persiguen el interés nacional, pueden perder su legitimidad. Ya están empezando a surgir grietas en China, donde la combinación de estancamiento económico, crisis financiera y extralimitación estatal en respuesta a la pandemia de COVID ha desencadenado una reacción popular. Y resulta difícil imaginar durante cuánto tiempo podrá la economía rusa seguir dependiendo casi por completo de los ingresos procedentes del gas natural mientras permanece aislada del resto del mundo.

Los políticos de estos Estados seguirán culpando a sus chivos expiatorios de cualquier problema que surja, mientras argumentan que la única alternativa al capitalismo de Estado es el neoliberalismo decadente y esclerótico del tipo que se practica en el mundo rico.

Afortunadamente, algunos trabajadores están empezando a luchar contra la estéril dicotomía entre democracia y desarrollo en la que se basa este argumento. Los trabajadores de China, Brasil y la India se han declarado en huelga este año, y aunque el gobierno ruso afirma que los trabajadores rusos no hacen huelga, hay pruebas de que en 2021 se produjeron allí varios cientos de ellas.

En algunos casos, como las huelgas generales nacionales de 2020 en la India, las mayores de la historia del país, estas acciones se han basado en coaliciones extraordinariamente amplias entre trabajadores de los sectores formal e informal, así como agricultores, académicos y activistas. Estas acciones son especialmente perjudiciales para la legitimidad del régimen nacionalista porque cuestionan la idea de que las élites del país tienen el monopolio de la definición y promoción del «interés nacional», y eso es lo que más temen todos los políticos nacionalistas.

Tomado de jacobinlat.com

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