Argentina: 24 de marzo: La derecha intenta remontar su derrota ideológica, tratando de minar consensos populares/ Ver- Jorge Halperín*:¿Me van a matar, coronel?

27MAR23 

Por GUILLERMO CIEZA*

La derecha argentina no pudo zafar de la condena de la sociedad al terrorismo de Estado impuesto por la dictadura del 76, pero sigue dando batalla.

En la sociedad argentina se ha madurado un consenso político de que el golpe de marzo del 76 abrió paso a una dictadura. Se reconoce que se produjeron miles de violaciones a los derechos humanos, que existieron robos de bebes, torturas, campos clandestinos de detención y 30.000 desaparecidos. Y también que ha sido correcta la decisión de enjuiciar y mandar a la cárcel a sus responsables. Ese consenso político es de avanzada en relación a lo sucedido en otros países de la región como Uruguay, Brasil, Paraguay y Chile que también fueron víctimas del Plan Cóndor. Lo es también con relación a otros países de CentroAmérica como Guatemala, Honduras, El Salvador, donde feroces dictaduras dejaron miles de desaparecidos. Y también a países como España, donde no solo no se ha investigado y enjuiciado al franquismo, sino donde grupos políticos como VOX se hacen cargo de su herencia.

Monumento de homenaje a desaparecidos en Esquel, vandalizado por la derecha.

El golpe militar del 24 de marzo se sigue repudiando masivamente, aún con marchas divididas. La cifra de 30.000 desaparecidos, no salió de los expedientes, sino que, contabilizando los casos conocidos,  fue construída por los organismos de derechos humanos a partir de una estimación política. En ese momento histórico había miles de casos en que, por temor, las desapariciones no habían sido denunciadas.  Las diversidades fueron sintetizada ejemplarmente cuando las madres afirmaron: “todos los desaparecidos son nuestros hijos”.

Y esa diversidad incluían a: trabajadores industriales, empleados administrativos del estado, pequeños productores, jornaleros rurales, estudiantes, artistas, judíos, gitanos, originarios, migrantes de países vecinos, personas con distintas orientaciones sexuales, partidarios de la lucha armada, pacifistas, partidarios de la insurrección, peronistas de izquierda, socialistas, radicales, troskistas, comunistas, anarquistas, rockeros, sacerdotes y monjas comprometidos, con los pobres o de la teología de la liberación, científicos, etc,  Fijar un número y elevarse por encima de todas las diversidades fue un hallazgo excepcional, que también nos puso a la vanguardia en un mundo donde lo más frecuente es que cada grupo político o social defendiera a las víctimas de la represión de la dictadura por separado. A modo de ejemplo, muchos países quienes defendían a los presos de los partidos políticos con actuación parlamentaria, no defendían a los presos políticos de la guerrilla. Y viceversa.

La derecha argentina ha advertido cual es la correlación de fuerza en esos debates y esto obliga a personajes como Macri, cuya familia fue uno de los beneficiarios directos de la dictadura, referirse a ese momento histórico “como un período que nos entristece a los argentinos”. Gracias a esa batalla ideológica  ganada en la Argentina, solo un marginal puede ponerse la camiseta de la dictadura.

Sin embargo la derecha trabaja para minar ese consenso. En los últimos años lo ha hecho por distintos caminos. Uno de ellos ha sido cuestionar el número de 30.000 desaparecidos. Hace un tiempo lo planteó el ex funcionario macrista,  Darío Lopérfido, que fue acompañado por declaraciones de Graciela Fernández Meijide.  Más recientemente ha insistido en el tema Javier Milei, exigiendo que le presenten las actas de todas las desapariciones.

Otro de los caminos elegidos por la derecha ha sido exaltar una diversidad. Por ejemplo decir:  . “eran todos montoneros”.  Hace pocos días, la concejal de Chacabuco, Ana Gorosito, que avala los crímenes horrendos de la dictadura, posteó el 24 de marzo. “Feliz día del montonero”, exaltando la acción de militares tirando detenidos desde los aviones.

 

Este tipo de estrategias por el momento no ha tenido impacto en la Argentina, pero sí en países como Perú, donde sucesivos gobiernos intentaron descalificar a cualquier activista social o político acusándolo de ser parte de Sendero Luminoso. En el país Andino, este intento de desligitimación politica, que se conoce como “terruqueo”, fue nuevamente aplicada en las últimas protestas contra Dina Boluarte, pero con poco éxito.

Finalmente el discurso de la derecha se propone desconocer todo interés de clase o avasallamiento de la soberanía nacional en estos hechos. Un reciente artículo de Jorge Fontevechia titulado: “Un estùpido, un ambicioso y un borracho”, pone el énfasis en las personalidades de Videla, Massera y Gualtieri para afirmar que estos personajes emergen cuando la democracia es reemplazada por sistemas monstruosos. Como es de esperar, no hay ninguna mención a de que huevos nacieron esas serpientes.

La política de la derecha ha sido desde siempre quebrar los hilos históricos donde se asientan conclusiones de largos período de la lucha popular y también romper consensos populares.  La derecha es conciente que esos momentos y certezas que rompen la fragmentación popular, son los más peligrosos para su dominio. La política de la derecha se viste de novedad y a veces de rebeldía, pero detrás de esa cascara siempre aparece la vocación de debilitar las certezas populares.

La elevación de los consensos populares solo es posible si los defendemos y si nos apoyamos en ellos para ir por más. Para identificar el origen de los sistemas monstruosos que menciona Fontevechia, basta leer la carta a las Juntas de Rodolfo Walsh. Para señalar a los hilos conductores entre los viejos y nuevos padecimientos que vive nuestro pueblo, basta identificar a sus eslabones. Uno de ellos, Cárlos Pedro Blaquier, acaba de morirse sin condena, después de 40 años de democracia.

 

*GUILLERMO CIEZA: Escritor y militante político. Fue miembro de las Fuerzas Peronistas (FAP) (1971-1979). Coordinador de la Cátedra Che Guevara, Universidad Nacional de La Plata (1977).

Fuente: Tramas- PERIODISMO  EN MOVIMIENTO

 

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¿Me van a matar, coronel?

 

28 de marzo de 2023

Por Jorge Halperín*

 

 (Fuente: NA)

. Imagen: NA

 

–¿Me van a matar, coronel?

Le pregunté angustiado en los primeros días de abril de 1976, en medio del golpe, al gerente general de Petroquímica Mosconi, coronel ingeniero Pedro Villa, ante su anuncio de que me estaban investigando junto a dos excompañeras de la carrera de Antropología también vinculadas con la firma.

 

Acababan de secuestrar al exesposo de una de ellas, gerenta de Recursos Humanos, por ser miembro del Partido Revolucionario de los Trabajadores.

Nos investigaban porque la paranoia de la flamante dictadura incluía el temor de que se hubiera formado una célula terrorista en esa empresa estatal que dependía de YPF y Fabricaciones Militares.

Lo potenciaba el dato de que unos años antes la acción guerrillera de Taco Ralo fue protagonizada por exestudiantes de Antropología.

–¿Me van a matar, coronel?

–No creo. Pero por un tiempo no vengas por la empresa. Movete por lugares con mucha gente, fijate si te siguen. Yo te voy a informar cuando tenga novedades.

“¡No creo!” En ese instante sentí que estaba colgado de la punta del Obelisco por mi dedo meñique.

Hay una cuenta tenebrosa de víctimas trágicas del terrorismo de Estado. El resto, les que no perdimos la vida ni fuimos torturades en campos de concentración, es decir les mayoríes, vivimos también la larga noche de la dictadura.

Ser un sospechoso para la dictadura. En enero de 1976 me habían invitado a escribir los textos de la revista interna de Petroquímica General Mosconi, que tenía una impronta nacional y popular, reivindicando a los generales Mosconi y Salvio, a la cultura popular, a los pueblos originarios, a la Argentina industrial y a la integración latinoamericana.

Todo lo que el golpe vino a desarticular, a pesar de esos gerentes militares de vocación nacional.

Apenas comenzada mi relación, se cruzó el golpe. Eran, como dije, los primeros días de abril del ’76 y, aunque yo estaba desinformado como todo el mundo, no tenía dudas de que se estaba ejecutando una cacería feroz.

No tenía vínculos con mis antiguos compañeros de la agrupación estudiantil maoísta, pero sí como colaborador del diario El Cronista, de Rafael Perrotta, en cuya redacción actuaban todas las variantes combativas del peronismo y la izquierda.

Y alcanzaba con leer la revista Cuestionario, de Rodolfo Terragno, para tener claro que estábamos en medio de una “guerra santa” (Ejército junto a la Iglesia) para purificar con sangre el país”, como lo pidió en aquel momento el obispo Bonamín.

Me investigaban. ¿Qué hacer? ¿Afeitarme la barba? ¿Irme del país? La angustia y la confusión mezclaban en mi cabeza lo trivial con lo grave.

Si existía algún legajo mío, no tenía detenciones o antecedentes, y, como un fugaz militante de la izquierda estudiantil, fui decididamente irrelevante, cuestionando a veces las sentencias maoístas que recitaban algunes compañeres (por ejemplo, “el imperialismo es un gigante con pies de barro”).

Yo era, para el gusto de mis responsables de la agrupación, un pequeño burgués desorientado e irrecuperable para una militancia.

Iba por las aulas, convocaba y conseguía reunir algún número de simpatizantes para estudiar y discutir la realidad nacional y mundial, pero nuestros encuentros terminaban en entusiastas conversaciones sobre cine o libros antes que sumergirnos en el Qué hacer de Lenin.

No entusiasmaba a mis responsables de agrupación, que optaron por despedirme sin previo aviso.

Sí, fui despedido de una agrupación porque no daba el piné del militante.

Y lo confieso: yo era lo menos parecido a un héroe. En los días de Onganía me sumaba a las tomas de facultad y a las marchas contra la dictadura siguiendo mi conciencia, pero más habitado por el miedo a la represión que por el entusiasmo desafiante de un estudiante comprometido.

“Dar la vida por la Revolución”, como escuchaba tanto por esos días, era una exigencia que me superaba.

Pero el sólo pensar para tranquilizarme que, entonces, tal vez la dictadura no se ensañaría conmigo, terminaba por devolverme una imagen miserable.

Ciertamente, no supe qué hacer y volvía cada noche a mi casa escuchando sirenas policiales y temblando de pensar que vinieran a buscarme.

Pasaron unos meses y recibí una llamada telefónica del coronel:

–¿Cómo estás, Jorgito?

–Bien, coronel. ¿Su llamado significa que se terminó mi problema?

–Todavía no, quería saber cómo estabas. Ya te vamos a avisar.

¿Y cómo estaba yo? Preguntándome cuán sospechoso era a los ojos de los demás. Desde un primer momento, la dictadura invitaba a delatar vecinos. Había una suerte de biotipo del sospechoso: joven, barbudo, con hijos pequeños y con libros. Y yo encajaba.

A esta altura me había desprendido con dolor de muchos libros de autores de izquierda. El mayor trabajo destructivo lo tuve con una edición económica de dos tomos de El Capital, que no pasaba por la bandeja del incinerador y se resistió también a mi intento de quemarla (terminó chamuscada la bañadera, la sensación de peligro incierto disparaba conductas torpes y ridículas).

Una táctica central de la dictadura pasaba por instalar el terror en la población jugando a que aquí no pasa nada al mismo tiempo que los Falcon verdes con tipos trajeados y mostrando armas pesadas pasaban a gran velocidad, o se ejecutaban violentos allanamientos con grupos uniformados con tremendo armamento.

Es decir que el ciudadano común debía saber al mismo tiempo que aquí no pasa nada, que cualquier denuncia contra las autoridades es falsa, y que, si por ventura se le ocurre brindar alguna forma de solidaridad a enemigos del Proceso (militantes populares, activistas, universitarios, intelectuales) o simplemente aparece en la agenda telefónica de algunos de ellos, o siquiera pone en duda el hecho de que no pasa nada, entonces le espera lo peor.

En los meses siguientes, el diario El Cronista se vendió al grupo de la revista Mercado, fui parte del personal eyectado por los nuevos dueños, y algunos de mis colegas de entonces me invitaron a colaborar en el nuevo semanario Sucesos, financiado por el partido Intransigente y muy crítico de la dictadura.

Todavía conservo un ejemplar de aquella revista, que no alcanzó a llegar a los kioscos porque fue secuestrada por el gobierno militar.

Llegaban noticias de militantes conocidos que habían sido secuestrados, se llevaron a mi cuñado Jorge Watts, que estuvo meses desaparecido sufriendo torturas, y por publicaciones internacionales nos enteramos de que funcionaban campos de concentración.

Mi vida no corrió el peligro que me habían instalado.

Me pregunté cuánto llegó a percibir el ciudadano común de los crímenes de la dictadura, porque, aunque yo no era un activista o militante, siendo un periodista con una visión opuesta a las derechas, tampoco encajaba en el colectivo “ciudadano común”.

Creo que el ciudadano común entendió las instrucciones de los militares: era elegir entre el no saber lo que pasa o la vida.

La dictadura finalmente cayó sola, víctima de su propia y mortífera megalomanía. Como es notorio, sus amigos civiles siguen.

 

*Jorge Ricardo Halperín: (Buenos Aires; 7 de febrero de 1948)​​​​ es un periodista y escritor argentino, en actividad desde 1967. Premio Konex 1997. Jurado Premios Konex 2007. Trabajó en los diarios La Razón, El Cronista Comercial y Clarín (PK)

 

Fuente: Página/12

 

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