¿Una nueva onda larga expansiva gracias a la revolución digital?

Por Daniel Albarracín

Resumen: ¿Merece la IV Revolución industrial el estatus que se le confiere? ¿La revolución digital está promoviendo una nueva etapa de prosperidad económica? ¿Qué supone para la organización del trabajo y el empleo? Hacemos un selectivo repaso de las posturas más significativas sobre la tecnología. Tomando el marco teórico y perspectiva de la teoría de las ondas largas de acumulación, sugerida por Ernest Mandel, tratamos de responder a estas preguntas. A la luz de la evolución de la acumulación, la rentabilidad o la productividad, y considerando los límites biofísicos con los que se está topando el productivismo industrial, se plantean dudas sobre la inauguración, a escala mundial, de una nueva onda larga expansiva a causa de esta revolución digital.

  1. Introducción.

Las previsiones económicas y de las perspectivas sobre el empleo o el medioambiente están dominadas por interpretaciones que presuponen una solución prometeica, atribuida a la incidencia de la tecnología. En esta ocasión, presentada como una suerte de revolución digital, o cuarta revolución industrial, al modo de una palanca que dejaría atrás el estancamiento y aliviaría la crisis ecológica.

Ahora bien, la tecnología como fenómeno, con múltiples impactos en factores como la productividad, la organización del trabajo y el empleo, ha sido tratada con escasa reflexión, tanto en relación con la génesis de su formación social, como por los sesgos de cara a sus implicaciones prácticas para el modo de vida y el medioambiente. Se ha venido a considerar como un hecho externo con dinámica ajena a lo sociopolítico. Así, o bien brinda amenazas o bien soluciones para la producción y la sociedad, a menudo desligadas de los múltiples aspectos socioeconómicos e históricos que le dan forma, la construyen y dan un sentido. Las aproximaciones teleológica o escatológica al uso han obviado el estudio del fenómeno tecnológico como un medio instrumental sujeto a procesos largos de producción de conocimiento, selección de aplicaciones, diseño y orientación de usos de los medios sociotécnicos, determinados social, histórica y económicamente, en modo alguno neutrales y que no pueden ser analizados de manera mecanicista.

Desde este punto de vista, cabe entender la tecnología no tanto como un bien instrumental fruto de una ingenua línea abstracta de descubrimientos, sean teorías fundamentales, desarrollo de patentes o aplicaciones concretas, que se descubren y sin más se difunden, sino como un medio atravesado por la dinámica social entrelazada con un régimen económico caracterizado por patrones definidos dentro de un campo socioproductivo.

En esta contribución tratamos de entender el curso y sentido de la tecnología, desde el marco de la teoría de las ondas largas ideado por Ernest Mandel (1986:33), en el que la tecnología aplicada a la industria deviene fruto de determinadas condiciones y objetivos. En este caso, las condiciones de rentabilidad, que se ven afectados asimismo por los conflictos entre las clases, en un contexto contradictorio y sumamente desigual, de relaciones sociales de producción que, al mismo tiempo, han sido y son susceptibles de transformación.

La hipótesis de nuestro trabajo se plantea si las innovaciones desarrolladas en las tres últimas décadas han supuesto un salto revolucionario que pudiera dar pie a una IV Revolución industrial. Si no es tal el caso, situaremos debidamente el alcance de dichos cambios, por si resulta más oportuno definirlos como innovaciones dentro de la conocida III Revolución científico-tecnológica. A este respecto, reflexionaremos e indagaremos sobre los logros y expectativas en torno a la tecnología en relación con el proceso de crecimiento y de acumulación, para comprobar si está causando una nueva era de inversiones en espiral. O si, por el contrario, la tecnología no comporta una respuesta cualitativa a la crisis económica capitalista y debiéramos reconsiderar sus principios materiales ante los límites biofísicos del planeta. También, nos preguntaremos si es la tecnología el motor del crecimiento, o si su aplicación en las inversiones económicas requiere de condiciones de expectativas de beneficio previas, siendo insuficiente el acumulado de conocimiento por sí mismo.

Conviene traer aquí esta discusión en tanto implica a los campos de la rentabilidad, la productividad, la organización del trabajo, y el empleo, siendo estos claves para poder obtener conclusiones sobre la economía, la calidad de las relaciones laborales, el lugar del trabajo y las supuestas amenazas o promesas para el empleo. Fenómenos relacionados, si bien en modo alguno de manera lineal, automática y evidente.

¿La digitalización supone una desmaterialización, hasta el punto de que podamos relativizar la crisis energética y de materiales, y la desaparición de los riesgos de la huella ecológica generada? ¿Se han alcanzado las cotas de rentabilidad y productividad necesarias para la revigorización de la acumulación? ¿Las patentes consecuencias en las nuevas formas de organización del trabajo y de comunicación, se traducen necesariamente por sí mismas en una creación o destrucción neta de empleo? ¿El fenómeno de la robotización y la automatización entrañan un desplazamiento definitivo del trabajo, o sigue desempeñando el trabajo humano un papel decisivo en su diseño, conducción y puesta en aplicación?

Este trabajo, trata de contribuir a esta reflexión, a la luz de un debate público que los expertos tratan de cualificar. No persigue esta contribución recoger todas las contribuciones sobre la materia dadas hasta la fecha, sino seleccionar una serie de contribuciones clave para este debate para, en torno a las preguntas que se formulan, tratar de arrojar alguna luz, sin pretender zanjar todos sus ángulos, en base a algunas evidencias e interpretaciones clave, teórica y empíricamente informadas, que contribuyan a una puesta en estructura y una mejor composición de lugar de la trama de esta problemática multifactorial.

  1. ¿A qué llaman revolución digital y qué tiene de novedoso?

Una vez más, tras un largo y relativo estancamiento económico, o cuanto menos un periodo de crecimiento débil y errático, en medio de una crisis energética de largo plazo, los agoreros y propagandistas se asoman para alarmar o para excitar las ilusiones en medio de la incertidumbre. En este tiempo, se da por sentado una IV Revolución Industrial, que comportaría una gran oportunidad y solución para unos y un enorme riesgo para otros. Sin embargo, de lo que se trata es de ofrecer una interpretación realista de su alcance y potencial, desde una perspectiva histórica, conociendo sus características sobre lo qué significa y qué está en juego.

Klaus Schwab (2016:13), fundador del Foro Económico Mundial, promocionó el concepto. Los conceptos abren ventanas al poner nombre a lo real, al mismo tiempo que delimitan los horizontes sobre su implicación. Elevar las innovaciones tecnológicas que se están produciendo a la categoría de revolución industrial evoca y las compara con los grandes pasos de la producción manual a la mecanizada de comienzos del siglo XIX, la aplicación y difusión de la electricidad o la manufactura en masa de la segunda mitad del siglo XIX, o la repercusión de la electrónica, las tecnologías de la comunicación y las telecomunicaciones de la II posguerra mundial.

Los autores y propagandistas del concepto “revolución digital” reúnen un conjunto de innovaciones tecnológicas que, reforzadas mutuamente, aúnan mejoras extraordinarias en la conectividad de internet, su interconexión con numerosas aplicaciones de uso cotidiano (desde el ámbito manufacturero –“las fábricas inteligentes”, a la provisión de servicios logísticos y de suministro – plataformas digitales y la “gig economy”-, los edificios inteligentes, a la vida doméstica, o “internet de las cosas”); los desarrollos en el campo de la robotización y automatización de procesos; los sistemas ciberfísicos –nanotecnología, ingeniería genética, etcétera-; o la gestión y operativa de datos (“cloudcomputing”), con las posibilidades del “big data” y la “información en la nube” (cloud). En suma, las aplicaciones que ofrecen una mayor, más veloz, y mejor coordinada y sincrónica interconectividad de numerosos sistemas, el desarrollo de la automatización robótica o “inteligencia artificial”, así como el acceso, proceso de análisis y gestión masiva de ingente cantidad de información, cada vez más disponible en la “nube” (centralizándose en servidores físicos), frecuentemente capturada a través de lo que se comparte en redes sociales y en las aplicaciones móviles que cada uno portamos con nosotros.

Así, la inteligencia artificial se guía por pautas programadas y algoritmos, cuya formulación y diseño es, como podemos imaginar, fruto de grupos sociales y personal técnico concretos, que expresan prioridades y que conducirá el diseño y el comportamiento de las máquinas, así como el uso de la información recabada, o la promoción, selección y control de las comunicaciones que se comparten en redes sociales y smartphones.

Suele admitirse que las bases tecnológicas de estas innovaciones se desarrollan sobre la infraestructura en el campo de la microelectrónica, la tecnología de la información y las comunicaciones, y otros cambios en el sistema industrial que, especialmente, se generalizaron tras los años 70. Esto trajo consigo avances muy rápidos visibles en la gestión administrativa de servicios, la comunicación y la organización del trabajo, a partir de los años 90, que han sido soporte y facilitador de la globalización de la cadena de valor. No obstante, parece oportuno debatir que esto sea equivalente a una revolución industrial. A nuestro juicio, el alcance no rebasa por el momento implicaciones propias de innovaciones técnicas dentro del mismo paradigma abierto con la III Revolución científico-tecnológica. Cierto es que, siendo espectaculares en su apariencia, unas son de aplicación muy específica, como los drones, las soluciones nanotecnológicas en medicina, las impresoras 3D, o la redefinición medida de la imagen corporativa en Internet, y que otras han contribuido significativamente a mejoras en determinados procesos administrativos, de automatización industrial, comunicativos y de servicio. De lo que se trata es de indagar sobre su repercusión a efectos del desarrollo socioeconómico.

Por el momento, las aplicaciones más generalizadas parecen que han logrado gran impacto en los sistemas de organización del trabajo, por ejemplo con la centralización de decisiones de aplicación ejecutiva inmediata –potenciando el poder empresarial, extendiendo la inestabilidad del empleo, con fuertes retrocesos en la capacidad de negociación sindical-; en la mejora de la comunicación, coordinación administrativa, productiva y de servicio a efectos de ahorro de costes; la creciente capacidad de control y seguridad del poder corporativo y estatal –sin impedir el acceso de la ciberdelincuencia a bienes personales y otros ámbitos sensibles de nuestra intimidad-; en la mercantilización de la información de millones de usuarios para su uso mercadotécnico, o en la influencia de algunas corporaciones en los comportamientos sociopolíticos a gran escala.

Otras expectativas prometidas no se han cumplido, en el campo de la productividad, la superación de la crisis de rentabilidad, el ahorro energético y de materiales, o la adecuación para servir las necesidades de todas las personas. Al mismo tiempo, la extracción y producción de bienes y servicios rebasa peligrosamente la biocapacidad del planeta en lo que corresponde a la sostenibilidad energética y materias primas, socavando el respeto a la biodiversidad y afectando gravemente a la estabilidad climática.

  1. De la alarma fatalista a la propaganda tecnoptimista… Dos aproximaciones basadas en el determinismo tecnológico.

El pensamiento convencional, tanto conservador como progresista, ha estado guiado por diferentes variantes de determinismo tecnológico, a menudo considerado motor de los cambios sociales. Así, a lo sumo, a los actores sociales apenas les queda optar entre adaptarse o maniobrar a partir de lo que sería un paradigma tecnológico dado o emergente (Castells, 1997:44).

Por un lado, encontraríamos un tipo de idealismo liberal tecnocrático que recupera las esencias futuristas, enraizado en la Ilustración y que se desarrolló a lo largo del siglo XX. Esta interpretación augura un progreso tecnológico continuo, que proveerá los cambios y contribuirá a superar los problemas y la crisis. El autor que, de manera más seria, funda esta corriente, fue Joseph Schumpeter. Caracteriza a la innovación tecnológica, la iniciativa y el carisma de los “capitanes de industria”, y a los procesos de destrucción creadora (Schumpeter, 1996:121) 1/, como los factores de progreso de la economía. Las transformaciones tecnológicas, por ejemplo, en el campo del empleo, crearán nuevos sectores y ocupaciones, donde los inversores encontrarán nuevas oportunidades de negocio. Con lo cual, el efecto neto será positivo, al sustituirse viejos empleos y cualificaciones por más y nuevos puestos de trabajo. A este respecto, señalan que los cambios acabarán con el trabajo repetitivo, que se mecanizará, y se requerirán nuevas profesiones en el campo de la dirección de la innovación, nuevos analistas estratégicos, ingenieros de sistemas, se desarrollará el diseño y áreas de creatividad y comunicación digital, así como la interpretación inteligente de imágenes e información, o los servicios post-venta o de atención al cliente. Apenas bastaría con políticas de formación profesional para adaptar a la fuerza laboral a un nuevo contexto esperanzador, premiando a los que se adecuasen primero o mejor a las nuevas áreas profesionales.

Esta lectura minimiza el impacto en los desequilibrios sectoriales, o los desajustes en la transición. Tampoco tiene en cuenta los efectos del diseño de los cambios en las fórmulas de control de la organización del trabajo, o en la centralización de decisiones –que reduciría aún más la participación y la democracia en los espacios productivos-. De igual modo, ignora como problema la derivación del riesgo a los trabajadores autónomos. O la generación de ocupaciones, sumamente estresantes, monótonas, solitarias, y, en ocasiones, arriesgadas físicamente, en el campo del mantenimiento, supervisión, reparación y gestión de fallos de sistema, y en la gestión y suministro de bienes y servicios, en las que no cabe confundir dominio de aplicaciones informáticas y símbolos codificados, con un trabajo cualificador, emancipador o enriquecido motivacionalmente.

Ni que decir tiene que la anterior aproximación “tecnocrática progresista” 2/, tiene también su vertiente autoritaria, con la que se impondría estos cambios sin promesa alguna, o bien indicando que no cabe otra salida, o bien ejerciendo la disciplina de la adaptación competitiva siempre con la amenaza de la exclusión.

En este contexto, ha surgido una forma de fatalismo tecnopesimista que, simplemente, se opondría a las nuevas tecnologías. Esta actitud ha sido alimentada por varios informes que presentan la llegada de la robotización como si de un meteorito se tratase. Uno de ellos, (Benekikt & Osborne, 2018:44) alerta del riesgo de que la revolución 4.0. acabase con cinco millones de puestos de trabajo en los 15 países más industrializados del mundo. Hasta un 47% del empleo, para EEUU, del empleo sería robotizable, según estos informes, empleando una metodología bastante reduccionista. Dichos autores, posteriormente, se corrigieron a sí mismos, al recordar que los niveles salariales representan un factor condicionador del grado de inversión en tecnología. Un estudio de McKinsey 3/ (2017) estimaba que el 55% de los empleos japoneses, el 46% de los estadounidenses y de algunas economías europeas podrían desaparecer en una década. A su vez, la OCDE, estimaba que el 14% de los empleos en veinte años, especialmente entre obreros cualificados, operadores de máquinas, trabajadores de cadena de montaje y de áreas administrativas podrían perderse. Para España calculaba un impacto del 12%4/. Para el caso español, un informe (CaixaBank Research, 2016) estimaba que un 29% de los empleos tiene un perfil bajo de ser automatizados; el 28% tiene una probabilidad media y el 43% restante presenta una alta probabilidad.

Este recelo ya refiere, no a la llegada de las tecnologías, sino a la gestión de sus consecuencias. Esta otra lectura, no se cuestionaría el “nuevo paradigma”, como si su advenimiento y carácter fuesen dados de antemano, entendido como un hecho externo a las sociedades y los actores que las componen. Tratarían, así, de procurar gestionar sus efectos con medidas sociales alternativas. Quisiera centrarme en esta segunda lectura, porque es la más extendida en el campo progresista.

Esta interpretación, considera poco alterable el diseño de las tecnologías, regidas por principios técnicos con procedimientos y objetivos intrínsecos dados de antemano. Se limita a alertar de los impactos en el empleo o la pérdida de democracia. Además, brinda una lectura unilateral y simplista del fenómeno tecnológico. Darían por hecho que el trabajo, como fenómeno global, tendería a extinguirse (Gorz, 1991:277), diciendo Adiós al proletariado (Gorz, 1989) o a su reducción drástica, consagrando El fin del trabajo (Rifkin, 1995). Aducirían que el paro devendría estructural o causa de la exclusión para las personas “sin acceso” (Rifkin, 2000). Esto es, sin preparación para el manejo de dichas tecnologías, o ante la sustitución de personas por máquinas a gran escala. Así que, ante el riesgo de la pérdida de empleo y la centralización de los beneficios causados por las máquinas en sus propietarios, propondrían varias soluciones: la reducción de la jornada laboral -propuesta que compartimos, pero por razones distintas-, los impuestos a las máquinas o a las Grandes Tecnológicas (Microsoft, Apple, Facebook, Google, etc…), o extendiendo la renta básica universal (Raventós, 2021) para toda la ciudadanía.

También, encajarían en esta línea las lecturas postmodernas del operaismo italiano que recomiendan emprender un éxodo(Negri, 2001) del mundo del trabajo hacia un supuesto mundo de la vida ajeno a él (mundo que, paradójicamente, estaría dominado por formas postfordistas traídas por analogía por las formas de organización del trabajo en curso), dando a entender la derrota irreversible del movimiento obrero y la renuncia a dar batalla en el espacio productivo.

Desde nuestro punto de vista, algunas de estas aproximaciones no fijan debidamente la atención en que el propio diseño, objetivos y usos de la tecnología resultan de una disputa sociopolítica regida por el sistema socioeconómico y por manifestaciones del conflicto de clases en todos los niveles que la comprometen y definen. Ni, al menos no lo necesario, en que los mismos principios técnicos pueden ser aplicados y dirigidos de maneras muy diversas. O, tampoco, en que las razones del desempleo o la precariedad responden a causas de mayor complejidad que una atribución a un factor externo y ajeno a las relaciones sociales, como suele considerarse a la tecnología.

  1. Una perspectiva sociohistórica realista: La tecnología, un factor sociopolítico en disputa.

Al insertar la tecnología en la historia y en su contexto social, podemos comprender mejor el lugar y papel que ocupa. Demos repaso al lugar que las tecnologías han desempeñado en la historia del capitalismo, más en particular a las revoluciones industriales como su marco general. También observaremos los cambios sectoriales, en la organización del trabajo y en el empleo, así como en la productividad y la rentabilidad, tratando de relacionar su evolución con el conjunto de factores, como puede ser la dimensión energética y ecológica y su repercusión en la acumulación, y la necesaria apelación a las relaciones sociales de producción que dan sentido a la aplicación de las tecnologías existentes.

    1. Ondas largas y revoluciones industriales

Diferentes autores, como Ernst Mandel (1986), François Chesnais (2019), o, su discípulo en España, Jesús Albarracín (2010:64; 1987:72), entre otros, han examinado la relación entre cambios tecnológicos y el curso de la acumulación de capital a largo plazo 5/. Mandel (1986:36), al contrario que Joseph Schumpeter (1996:120), observó cómo los procesos de cambio tecnológico radical siempre sucedieron a un cambio en las condiciones socioeconómicas y políticas en el régimen de acumulación, y no al revés, tal y como el pensamiento convencional asume.

La formación sociohistórica capitalista pauta la dinámica de acumulación. Por tanto, las decisiones de inversión y sus formas técnicas aplicadas están determinadas por las oportunidades de negocio y la rentabilidad para el capital. En este sentido, las expectativas de rentabilidad, el surgimiento de mercados potenciales, la situación de la competencia, así como los costes de la fuerza de trabajo y del capital técnico –considerando sus procesos de amortización y reposición-, así como de la disponibilidad de materias primas y energías, condicionan los procesos de inversión o si se aplicarán innovaciones de procesos o productos.

El desarrollo tecnológico aplicado está, asimismo, determinado por el curso del conocimiento científico y el diseño de aplicaciones concretas, que ofrecen el marco de opciones sobre las que puedan tomar sus decisiones de inversión práctica los Estados (Mazzucato: 2014:154) o empresas (Schumpeter; 1996:126). El curso de la acumulación del conocimiento científico se realiza a largo plazo y supone un camino plagado de desviaciones y errores, acumulados lentos o saltos cualitativos que determinan el estado del saber científico o de la investigación fundamental (Albarracín, 1987:76). Su desarrollo está condicionado por la financiación de instituciones públicas y empresariales, y está motivada no principalmente por la curiosidad y las ansías de mejora para la humanidad, sino sobre todo por razones de mercado y negocio potencial, de control social o de desarrollo de capacidad destructiva para la dominación entre Estados y grupos sociales. De este conocimiento una parte se desarrollará en forma de innovación, mediante la ideación de procesos y productos aplicados, mediante el desarrollo del proceso de invención y de patentes. Sólo unas pocas de estas aplicaciones se trasladarán a la economía real 6/, a las inversiones aplicadas, pues únicamente las que respondan a los objetivos predominantes se financiarán y llevarán a cabo, para las cuales la rentabilidad representa un indicador clave.

Las tres revoluciones industriales habidas (Mandel, 1986), requirieron un desarrollo previo de la investigación fundamental y de la innovación. Pero no se aplicaron a la inversión industrial sin darse antes las condiciones (un ensanche de los mercados, una alta rentabilidad o la necesidad de hacer frente a un conflicto bélico). De tal modo que primero tuvieron que presentarse esas condiciones y sólo después se aplicaron y generalizaron a la producción como un nuevo paradigma tecnológico, implicando nuevos procesos productivos, recursos de materias primas y formas de organización. Así, la I (con la manufactura, la máquina de vapor, o, más tarde, el motor de combustión interna, la electricidad, la telegrafía sin hilos) y la II Revolución Industrial (con el petróleo, el plástico o la semiautomatización) sólo tuvieron lugar, y con su aplicación extendieron las posibilidades de acumulación, tras la apertura de nuevos mercados y la disponibilidad de nuevas materias primas. La III Revolución Científico Tecnológica (con la microelectrónica, energía atómica o las fibras sintéticas artificiales), tras la II posguerra mundial, sólo sucedió con el ascenso de la tasa de rentabilidad (Albarracín, 1987:77) propiciada por el aumento de la tasa de explotación en la guerra (bajo la disciplina militar, la incorporación de la mujer a las fábricas, el aumento de la intensidad y extensión del trabajo, en un ambiente de excitación patriótica y presión social sin parangón) y la destrucción de la vieja industria, que harían posible y rentable una nueva inversión con procesos innovadores. Estos pudieron ser conocidos mucho antes, pero fueron aplicados sólo en dichas circunstancias de rentabilidad ascendente, menores costes laborales relativos, o de gran conflictividad (bélica o laboral) que aconsejasen un mayor recurso a procesos automáticos.

Actualmente, de lo que se dispone estriba en nuevas innovaciones que derivan de desarrollos de la Tercera Revolución industrial. Sus resultados son poco concluyentes para afirmar que nos encontremos ante una cuarta. Estas innovaciones han conllevado implicaciones formidables en el campo de la organización del trabajo, el desarrollo de servicios o la estructura sectorial productiva y de las ocupaciones, con fuertes efectos de racionalización y ahorro de costes. Sin embargo, no han sido decisivos para una elevación sostenida de la rentabilidad general. Como veremos a continuación, eso no ha impedido que alguna innovación significativa, como la de los microprocesadores, elevase la productividad por un tiempo, entre 1990 y 2004. Ahora, sus resultados cuantitativos no se han sostenido, lo que no os óbice para que hayan causado impactos significativos en procesos de trabajo administrativos y de gestión, en la coordinación y comunicación en el ámbito productivo y en el sistema de provisión de servicios a escala global.

    1. La evolución de la productividad y la rentabilidad.

La productividad global comporta un factor clave para la generación de nuevos mercados y es un factor importante para la rentabilidad. Sin su mejora, la presión para elevar la tasa de plusvalor es mucho mayor, mediante la intensificación y extensión del trabajo humano, lo que conduce a escenarios crecientes de conflictividad sociolaboral y política.

Robert Solow (1987:36) observaba a fines del siglo pasado: “Se ven ordenadores por todas partes, salvo en los indicadores de productividad”. Como hemos indicado, la introducción de las “nuevas tecnologías” sí aumentó la productividad durante 14 años entre 1990 y 2004 (salvo en Corea del Sur, que se prolongó hasta 2008). Según Gordon (2014:20) se dio en ese periodo, hasta 2002, un descenso del coste de velocidad y creció la capacidad de memoria de los ordenadores. Sin embargo, los cálculos posteriores a 2004, señalan un crecimiento cada vez más lento y una tendencia al estancamiento. Patrick Artus (2017:1), ya después de aquellos casi tres lustros, afirmaba que “apesar del desarrollo de lo digital y del esfuerzo de investigación y de innovación, los aumentos de productividad disminuyen”.

Gordon (2014) nos advierte sobre los límites productivos de las nuevas tecnologías a nivel macroeconómico. Las innovaciones robóticas son de difícil generalización en el sector de servicios y de la construcción, o en algunas partes de los servicios logísticos y de transporte (almacenamiento, carga y descarga). A su vez, algunos productos sofisticados y aplicaciones son de utilidad específica puntual, y las innovaciones en los sistemas de información no van a aumentar la productividad, sino que sólo racionalizan y controlan mejor los procesos.

Igualmente, consultando otras estadísticas (citadas en Chesnais, 2019), salvo en el periodo 1995-2000, en el que la productividad creció un 5% de media, coincidiendo con la generalización de las TIC, la tendencia apunta un crecimiento cada vez más reducido. En el periodo 1987-1990 crecía un 3,3% anual, mientras que el periodo 2007-2017 apenas se elevaba un 1,7%, en una tendencia inequívoca hacia el estancamiento a escala internacional.

Una revisión reciente de la evolución de la productividad laboral a escala mundial confirma la caída o ralentización de esta variable. Sólo se recupera puntualmente, tras la crisis de 2008, al disminuir más la ocupación que la propia caída de la producción, algo que sucede también después de la pandemia en 2020. Esta elevación puntual de la productividad no responde, por tanto, a una contribución apreciable de la tecnología, sino a un mero efecto de composición estadístico. Esta sigue sin lograr, al menos por el momento, aumentos sostenidos de la productividad suficientes para animar una nueva fase de crecimiento comparable a la acontecida tras la II Guerra Mundial.

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Fuente: Elaboración propia a partir de las Estadísticas de la Organización Internacional del Trabajo.

Si estudiamos la marcha de la rentabilidad del capital, la conclusión a la que llegan algunos exámenes empíricos (Roberts, 2022), tomando como base los datos de las Extended Penn World Tables 7/, sobre la tasa de ganancia mundial para el periodo 1960-2019, es que la tasa de beneficio disminuyó un 0,5% medio anual (en el que la relación producción-capital -una aproximación a la composición orgánica del capital- creció a un 0,8% anual y la cuota de ganancia -un estimador indirecto de la tasa de plusvalía- creció a un 0,25% anual). Se produjo en ese periodo una recuperación parcial y temporal, entre comienzos de 1980 y 1996, de la tasa de rentabilidad. Según Roberts (2017), tras una caída de la tasa de rentabilidad del 25% en el periodo 1960-2019, en ese paréntesis la tasa de beneficio recuperó un 11% de su nivel.

Cabe decir, que, para que las innovaciones tecnológicas recientes influyesen significativamente, antes tuvo que darse un periodo de recuperación, cuanto menos parcial, de la tasa de rentabilidad entre 1980 y 1996, antes de que se invirtiese y se aplicasen de manera ampliada las recientes tecnologías. Surtirían algún efecto en la productividad tras aquello. Aunque, seguramente a otras políticas de ajuste laboral y en la organización del trabajo, debieron contribuir notablemente, en el mismo periodo. Se apreciaron, de este modo, mejoras en la evolución de la productividad a continuación, especialmente entre 1995 y 2004, para luego volver a un estancamiento relativo.

    1. Las bases tecnoenergéticas y los límites ecológicos para la industria fosilística y el desarrollo de la acumulación.

Una dimensión importante es la que refiere a la función que juega las bases tecnoenergéticas en el proceso de acumulación. ¿Qué definición de tecnología requerimos para tratar este vínculo? Entenderíamos, entonces, la tecnología en tanto que el conocimiento acumulado instrumental y los consiguientes principios técnicos susceptibles de realizar la conversión de energía en materia y la materia en energía, o de transmisión de energía, con efectos útiles o productivos, cuyo diseño y propósito concretos son fruto de la inteligencia, el saber y, en definitiva, resultado del trabajo humano.

Esta definición, se inspira en aportaciones como las que han realizado Mandel (1978:112) -como “tecnología energética”- (Malm, 2021:62) -formulado como la base técnica que produce o transmite energía-; o en los conceptos que recoge de Hornborg (2001), tales como “infraestructuras energéticas” o “tecnomasa”-; o en las elaboraciones de González Reyes y Fernández Durán (2018), que realizan una historia de la humanidad sobre la base energética de sus modos de producción.

Malm (2021) plantea una hipótesis de investigación que se interroga sobre la relación entre las bases energéticas y la lógica de producción de cada época, y, para el capitalismo, correspondiente a cada onda larga de acumulación. González y Fernández (2018) abordan, de manera más amplia, una historia humana sobre los modos energéticos de producción. Sin embargo, este vínculo, sumamente relevante, parece que se establece, de un modo u otro, de manera mecánica y en un único sentido. Como si las sociedades, sin más, se adaptasen a unas bases energéticas de desarrollo dadas, sobre las cuáles su estructura social y su economía política particular no tuviesen otro remedio más que el de amoldarse, sin caber múltiples formas sociohistóricas de conducir unas mismas condiciones de posibilidad energético-material.

En efecto, las condiciones de posibilidad de una sociedad van a depender de la biocapacidad energética y material del entorno medioambiental, así como de la disponibilidad de principios técnicos y capacidades materiales de producción -el estado del desarrollo de las fuerzas de producción-. Pero su orientación y definición -el tipo de metabolismo sociedad-naturaleza- están determinadas por la estructura social de las relaciones de producción de cada época. A su vez, esta es resultado de la dinámica de las luchas de clases, condicionadas, al mismo tiempo por la estructura de partida y del curso de su propia acción dentro del conflicto social. Es, en este sentido, donde el planteamiento de Mandel, un polímata que abogaba por estudiar los fenómenos socioeconómicos entrelazando múltiples factores objetivos y subjetivos en el marco de “totalidades epocales”, resulta más inspirador.

A este respecto, Mandel mencionó en diversos pasajes esas “bases energéticas y su conexión con las ondas largas” en El capitalismo tardío. Fijó más, en cambio, la atención, para indagar en las condiciones de posibilidad del cambio, no mecánicas y en las que intervienen los sujetos sociales, en las relaciones sociales de producción.

González Reyes y Fernández Durán (2018) aciertan en abordar la tarea analítica de profundizar históricamente en esas “bases energéticas del desarrollo”, por su relevancia en el desarrollo económico de las sociedades humanas. Malm también lo hace al tratar de buscar su vínculo con los periodos de acumulación largos del capitalismo. Ahora, en nuestra opinión, incurren en una lectura “determinista energética” que, siendo distinta, podría ser análoga al determinismo tecnológico del que parte la escuela schumpeteriana. Malm 8/, hace bien en preguntarse sobre la relación entre bases energéticas y el desarrollo de las ondas largas. Pero, cayendo en cierto determinismo energético, el cambio lo confía a una especie de adaptación al peligro del cambio climático, deseando que la agencia humana pueda establecer, como respuesta a tamaño desafío un nuevo régimen socioeconómico y productivo. Mandel, no hace más que mencionar el vínculo, y no acaba por desarrollarlo a fondo, quedando pendiente ese trabajo 9/. Lo que suscita, al contrario que Malm, es que son las respuestas sociopolíticas a las contradicciones de las relaciones sociales de producción las que dirimirán la conducción y orientación de las condiciones de posibilidad tecnoenergéticas y del posible desarrollo de las fuerzas productivas. De suceder al revés, solo cabe concebirlo como un colapso que, por sí mismo, no tiene por qué cambiar el paradigma de desarrollo, sino simplemente expresar sus contradicciones, acentuando las peores consecuencias sociales y ecológicas.

Aunque las posibilidades energéticas y técnicas delimitan el desarrollo, y de hecho generan inercias propias, son los sujetos y las relaciones sociales de producción que establecen entre sí las que dan forma con el régimen concreto de economía política a las pautas que orientan y despliegan las bases tecnoproductivas de la época. Que la “tecnología energética” sea la condición de posibilidad del desarrollo o declive de una economía y una civilización, dentro de la biocapacidad del planeta, no puede confundirse con que constituya en sí la guía de las sociedades. Pues éstas, en última instancia, dependen de la configuración de la estructura sociopolítica, la formación sociohistórica, y la economía política de cada sociedad histórica concreta. Dicho de otro modo, las bases energético-materiales y técnicas -las condiciones de desarrollo de las fuerzas productivas-, o la organización de la producción y el trabajo, y la guía sociopolítica y económica -las relaciones sociales de producción- deben estudiarse conjuntamente y de manera específica. En nuestra sociedad contemporánea, estas se mueven bajo el patrón de la acumulación capitalista, la lógica de la ganancia y la extensión de la mercantilización.

Al igual que las bases tecnológicas resultan de un conocimiento y trabajo humano acumulado que, en relación con el tipo de metabolismo sociedad-naturaleza y la disponibilidad de fuentes de energía y materias primas, van a dar un alcance productivo determinado, el diseño de la tecnología orienta su uso hacia una serie de objetivos ligados, fundamentalmente, a relaciones sociales e históricas de producción cristalizadas.

Pero esta reflexión no debe cegarnos ante lo que son los límites observables del desarrollo de las fuerzas productivas. Esto nos hace preguntarnos sobre si la generalización de las innovaciones de la llamada revolución digital y la automatización robotizada, nos llevan a agotar la disponibilidad barata de algunos materiales básicos para la industria moderna, cuyo pico de extracción ya se ha dejado atrás. La robotización, los ordenadores y los servidores, exigen una industria pesada, que requiere no solo de inteligencia gris, también mucha infraestructura de extracción, producción, transporte y suministro, que requieren gigantescas cantidades de energía y materias primas.

Según González Reyes y Fernández Durán (2018: 144), materias primas necesarias para la industria moderna ya habrían superado su cénit de extracción (Plomo, Mercurio, Cobre, Fósforo, Plata, Zinc, etc…). Otros también fundamentales, en los próximos años o décadas lo estarían, como sucede con las tierras raras, requeridas para la fabricación de tecnología de última generación. Las energías fósiles han pasado a una era en la que su acceso barato ha finalizado. Un fenómeno que se ha anticipado para los casos de los yacimientos argelinos, y también rusos, abocados a una menor rentabilidad en su extracción, y que es un posible desencadenante del conflicto geopolítico y militar en Ucrania. En conclusión, no solo estamos en un periodo histórico donde las tensiones en el seno de las relaciones de producción se acentúan, también parecen comprobarse los límites al desarrollo de las fuerzas productivas, al mismo tiempo, que se dan una mayor contradicción entre ambas dimensiones.

    1. Los cambios sociotécnicos de la organización del trabajo y de la sectorialización de la producción.

El sociólogo Pierre Naville (1985) observa que los cambios tecnológicos habrían supuesto una fuerte reorganización sectorial y de la organización del trabajo (García López, 2001: 202). El efecto neto, no obstante, en la cantidad de empleo no es claro. La tecnología no sería la causa principal de su creación o destrucción. La introducción de fórmulas de semiautomatización supondría una sustitución de actividad y ocupaciones por otras, con previsibles ajustes temporales en el empleo. El cambio en la organización del trabajo cabe entenderlo como “sociotécnico” (taylorismo, fordismo, toyotismo), comportando claras modificaciones en la forma de trabajo y la formación de grupos semiautónomos. No es posible deducir de un cambio sectorial, ocupacional y organizacional una alteración en los volúmenes de empleo, en tanto que estos dependen de factores muy alejados a las formas de producción y su base tecnológica. Naville, distando mucho de la perspectiva neoliberal, no niega el proceso de sustitución de ocupaciones. Tampoco participa de una perspectiva idealista. Ahora, no coincide con los críticos de la tecnología, por sus temores respecto al empleo, ni con los neoliberales que postulan que el efecto neto es positivo. Simplemente, refleja que devienen dinámicas relativamente independientes.

Naville critica a los autores neorricardianos que abordan la problemática desde una mirada nostálgica del viejo artesanado. A su vez, cuestiona sus propuestas que, en la práctica, redundan en fijar al trabajador a su puesto de trabajo. Dichas propuestas redundan en fórmulas corporativistas, que terminan oponiendo entre sí a trabajadores, e impiden la mejora del proceso de organización. A su vez, critica el control centralizado de las decisiones de producción por parte del empresariado, lo que no obstaculiza que puedan ofrecer cierta participación (sobre el proceso de trabajo) en los modos de trabajo, en los objetivos y el reparto de su fruto. En suma, el conflicto por la democratización del empleo y el control por marcar los objetivos de la producción sigue presente. Ahora, la tecnología y la organización del trabajo apenas significan una mediación de contexto, que no crean ni destruyen empleo por sí solas.

La movilidad del trabajador a lo largo del proceso de trabajo, sin anclarse a un puesto de trabajo, no sería causa en sí de mayor inestabilidad en el empleo, ni de todo lo contrario, porque esto depende de regulaciones laborales, correlaciones de fuerzas y la fuerza sindical. De la misma manera, ampliar la precariedad para ganar flexibilidad en la gestión empresarial de la fuerza de trabajo, basada en la movilidad disciplinaría, entraña un argumento neoliberal perverso, que perjudica las condiciones laborales, y que no se sustenta en la adaptación tecnológica. La precariedad opera como fórmula eficaz de chantaje, al infundir el temor a perder el empleo, y afianza la amenaza disciplinaria para así aceptar puestos y condiciones de empleo y trabajo comparativamente peores. En ausencia de esta lógica de devaluación de las condiciones laborales, sería perfectamente compatible defender la estabilidad en el empleo y la movilidad entre puestos de trabajo, que no tienen intrínsecamente porque asociarse de esta manera. Si no es así, es porque obedece al poder que le da al empresariado la relación salarial, que media desigualmente al capital y el trabajo.

Moody, citado por François Chesnais (2019), señala que la reducción de asalariados a través de la inversión en robots, en la toma de decisiones de una empresa, depende de factores más amplios, como el nivel salarial, la intensidad de la concurrencia o la rentabilidad prevista de la inversión.

Además, la relocalización de las inversiones resulta una opción a mano del capital, siempre y cuando encuentre fuerza laboral cualificada, material técnico y materias primas a coste inferior, o condiciones fiscales mejores, si se halla un entorno productivo y de mercado estable y suficiente, bien enlazado con la cadena global de suministro. Esto es, la relocalización, también requiere de ciertas condiciones que no siempre se encuentran o se pueden crear. Si bien, sí se dan en algunos países emergentes y algunos aspirantes a nuevas potencias, como en el sudeste asiático, entre otras regiones. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con la presión sobre las condiciones de empleo industrial occidental por la relocalización productiva a China (Molina, 2018:352).

Según Marx (1972), los procesos maquinales constituyen trabajo muerto acumulado. Con ello, la incorporación de procesos automáticos robotizados conduce a una elevación de la composición orgánica del capital. Este proceso mejora la competitividad de la empresa que lo acomete, y reduce las condiciones medias de rentabilidad sectorial. Llevado a sus extremos, una automatización total, si tal cosa fuese posible, que no lo es, supondría agotar la rentabilidad del sistema, al no abastecerse del trabajo humano que origina valor.

    1. El Empleo: ¿de qué depende entonces?

La relación salarial es la fórmula principal, junto con otras análogas, que generaliza y encapsula el trabajo contemporáneo. Debe notarse que esta relación sustancial es mucho más amplia en sí que la referida al mero empleo asociado a un contrato laboral, porque compromete otras relaciones sociales y abarca formas de trabajo diversas –como la del falso autónomo o el trabajo irregular-, abarcando además de manera implícita la cobertura de procesos de reproducción social de la fuerza de trabajo, no pagados directamente, que le dan su carácter singular y complejo. Su definición, condición, creación y destrucción se aplica bajo fórmulas de poder y regulaciones de naturaleza histórica y política. En suma, el desempleo, fórmula asimismo concebida en negativo y complementaria a la situación de empleo, equivale a un ejercicio de subordinación, discriminación y trato desigual políticamente regulado (Prieto y Miguélez, 1999).

En primer lugar, el desempleo sería un subproducto y relativo desajuste o fracaso propio del modelo socioeconómico y su lógica de acumulación, mercado y rentabilidad, que genera un ejército de reserva a lo largo de los ciclos económicos, generando paro en las crisis que devienen recurrentemente. Esta juega un papel de debilitamiento de las condiciones de negociación del mundo del trabajo. También lo causa las decisiones de política económica, que definen el nivel de paro tolerable. Asimismo, las regulaciones y sucesivas reformas laborales o la negociación colectiva conciben las garantías y derechos de las condiciones de empleo, los salarios y jornadas laborales, entre otros aspectos, así como los derechos indirectos asociados. En todos ellos, el conflicto entre capital y trabajo está presente. Podríamos decir que el paro es, en sí mismo, una forma de violencia política (Albarracín, 2017) ejercida por el capital contra el trabajo, que sin que convenga generalizar, le puede ser funcional para debilitar al movimiento obrero.

En conclusión, no hay razón técnica para que el empleo no tenga garantías ni estabilidad, detrás de ello encontramos una razón sociopolítica. En resumidas cuentas, los factores que influyen en el volumen y tipo de paro son los siguientes:

  1. El ciclo económico creado por la dinámica de acumulación capitalista y sus reglas. Crisis cíclicas.
  2. Desajustes sectoriales transitorios.
  3. La política económica.
  4. Algunos aspectos de la política de empleo: esta no crea ni destruye empleo en términos neto por sí misma (sólo la jornada laboral influye), si bien su definición puede alterar la selección de unos colectivos sobre otros.
  5. Y, fundamentalmente, la correlación de fuerzas entre el capital y el trabajo.

El proceso de automatización industrial se ha originado desde tiempo atrás. Se acelera en el marco capitalista merced a la competencia y las necesidades de acumulación y de negocio al que este empuja. Remodelar sectores productivos y profesiones puede destruir temporalmente empleo. En las fases expansivas lo generan en otros sectores nuevos. Una primera impresión seguramente nos llevaría a afirmar que el aumento en la relación capital/trabajo en los procesos productivos causa paro, pero se trata de una intuición parcial, que deja aparte fenómenos que lo acompañan, y puede acabar siendo una asunción errónea.

Con la aplicación de procesos automatizados en la producción se aumenta la composición orgánica del capital (mayor composición del capital sobre el trabajo). Dicho de otro modo, cambia el peso relativo del factor máquina respecto al trabajo humano. Podría pensarse que la misma producción se alcanza con menos trabajadores. Ahora, el capitalismo no acepta estabilizar la producción, salvo, a lo sumo, como resultado cíclico para drenar capital sobrante. Su naturaleza le empuja a acumular, a crecer permanentemente. El capital no admite, en principio, que haya trabajo ocioso más allá de un umbral -propicio para devaluar el salario, aumentando el ejército laboral de reserva-. En cuanto haya rentabilidad y oportunidad de negocio, invertirá y empleará a más fuerza de trabajo, aunque sea en una proporción relativa menor respecto a la composición de capital, pudiendo, como así sucede, una evolución del empleo global creciente en términos absolutos. Empleará más fuerza de trabajo si las condiciones de explotación (productividad, costes laborales) relativos ofrecen oportunidades de rentabilidad. Si no se dan esas condiciones, el capital puede optar por despedir en unos sectores o territorios, mientras no rebajen sus exigencias; o bien, relocalizar para emplear nueva fuerza laboral en otro lado, si es barata y productiva; o, también, intensificar la relación de capital/trabajo, introduciendo más máquinas, dependiendo de variables de control laboral, condiciones laborales y correlación de fuerzas.

Dada la necesidad de acumulación incesante, en términos mundiales el capital siempre tiende a extender el trabajo asalariado todo lo que puede, si se dan las condiciones de rentabilidad y de mercado para ello. Así, con 3.300 millones de personas 10/ trabajando en 2019 bajo diferentes formas de salariado -formal, estable, inestable, económicamente dependiente, o informal-, jamás en la historia del capitalismo hubo más empleo en el planeta.

    1. La tecnología es trabajo humano colectivo acumulado.

Marx (1972:216) estudió en los Grundisse aspectos de este debate, singularmente en su capítulo titulado “Fragmento delas máquinas”. Para éste, no serían las tecnologías de la producción, transporte o comunicación las que determinan la marcha del desarrollo capitalista, sino más bien al revés.

La sociedad capitalista moderna deviene economía de servicios, básicamente porque se basa en una sociedad superindustrial (Albarracín, 2003:197), pautada por la relación salarial. Esta sociedad de servicios, coincidiendo con la interpretación de Michael Kratke (2018), no es fruto de la división del trabajo social. El conocimiento 11/social disponible, el intelecto general, la cooperación colectiva, son precondiciones para las mejoras de la productividad del trabajo. La tecnología del mundo superindustrial, que sustenta materialmente esa sociedad de servicios, se origina en el trabajo humano colectivo acumulado, que va a transferir valor al proceso de mercancías, y que se articula con la generación de valor cuya fuente periódica proviene del trabajo vivo.

Al mismo tiempo, de este modo, cualquier proceso maquinal sigue requiriendo del diseño humano, de su gestión, supervisión, montaje, reparación y asistencia. El sector de servicios fue una categoría concebida como un cajón de sastre para un sinfín de actividades que, en la práctica preparan, conciben, asisten, operan, mantienen, orientan o adecúan el proceso de producción de valor que se genera en el conjunto de las industrias (agrícola, manufacturera, de investigación, financiera, logística, de transporte o comercial), resultando también imprescindibles para su realización en el mercado (Rubin, 1974).

Dicho esto, entre la panoplia de actividades de servicios ha aparecido un tipo de ellas que se va generalizando poco a poco, y que se origina en los procesos industriales semiautomatizados (porque la plena automatización sin la participación humana resulta inconcebible). Se trata de los servicios de suministro continuo. Los más conocidos son los procesos de suministro de energía o de agua, pero también se encuadra en estos los servicios de transporte, distribución comercial, o plataformas culturales o de ocio. En otras palabras, aquellos servicios que prestan una disponibilidad y atención amplia y permanente –seguridad, telefonía, asistencia en carretera, suministro logístico, intercambio social, entretenimiento, etc…- ligados crecientemente a la conectividad casi continua de internet, pero también de otras infraestructuras. También cuadra en este esquema las plataformas digitales, el acceso a determinados portales, redes sociales, servicios de “economía colaborativa” o los bancos de información y servicios comunicativos audiovisuales.

El desarrollo de los servicios en un mundo superindustrial (Albarracín 2003b), que prestan una atención de disponibilidad continua semiautomática, se enfrentan a la paradoja de que generalizan un tipo de bien cuya forma más eficiente y sinérgica de provisión no es otra más que el suministro de acceso colectivo y libre. Porque estos servicios, una vez establecida la infraestructura básica, que supone la mayor parte del coste de instalación, representan “bienes no rivales”. Vale decir, su uso no merma el uso de otro. Sin embargo, la lógica mercantil necesita asignar un precio y dibujar la frontera de la mercancía. En este caso, la accesibilidad o derecho de uso, ante un formato de bienes y servicios resulta incómodo a esa lógica. Como decimos, la forma más eficiente de provisión se basaría en el suministro libre y plenamente socializado. Podría financiarse con impuestos, si son bienes esenciales, o con tasas reguladas, si no lo son, definiendo las cantidades o velocidades máximas según la capacidad de suministro del sistema. Esta forma socializada, colisiona con el interés de las corporaciones privadas, interesadas, por el contrario, en establecer barreras de entrada y un precio desigual de acceso para el usuario, para darle forma a la mercancía correspondiente. En suma, puertas al campo y esquemas de discriminación, favorables a la rentabilidad privada.

En las redes sociales, a su vez, se invierte la situación mercantil convencional: en ellas, el intercambio y la socialización es el servicio, mientras que el usuario, su perfil, preferencias, movimiento y comportamiento, son, en sí, capturados como producto. Esta información y perfil se ofrecen a las compañías como producto de big data. Estas tienen como propósito causar una influencia en el comportamiento de grupos sociales determinados (social, política, de mercado), haciendo de las campañas de promoción (de ideas, servicios o productos) y de la publicidad (ajustada al público objetivo) el negocio de las grandes compañías tecnológicas, precisamente aprovechando, como apunta Molina (2018), la propia información y actividad -el “trabajo de audiencia”- de los usuarios disponible en redes y plataformas digitales. Las empresas así seleccionan los intercambios a priorizar, influyendo en los comportamientos de las personas usuarias mediante criterios fijados en algoritmos.

Los servicios digitales necesitan, asimismo, de personas que, como señala la investigadora Mary L. Gray (2019) 12/, requieren de asistencia humana. Sus diseñadores de programas, desarrolladores de software, especialistas en TIC, o personas que reparen, mantengan, vigilen y operen (los llamados “trabajadores fantasmas”) los procesos que alimentan los sistemas, o subsanen los límites interpretativos de los algoritmos.

De tal modo que, al dominio clásico y a la explotación, se establece un control indirecto (Molina, 2018:352) en un entorno donde el capital se apropia también en medida creciente del trabajo, las emociones y el saber en todos los procesos donde la vida es mercantilizable por el capital. Esto se aplica en el plano del mantenimiento el orden social e ideológico, a través de la influencia de las redes sociales o el control mediático; la autorrepresión y el sentimiento de culpa favorecida por la individualización fragmentada de masas, dominando las emociones e identidades propias de las condiciones de socialización; en el proceso de diseño, mantenimiento y gestión de los procesos semiautomatizables, donde el saber laboral colectivo -el intelecto general-, se codifica en la programación de las nuevas tecnologías; o, en el plano de relaciones de consumo, tanto en los servicios de distribución comercial y mediante el “trabajo de audiencia” (Molina, 2018: 360), en los que se dedican esfuerzos crecientes para religar proceso de servicio y consumo, con fórmulas de vinculación nuevas. Esto acentúa el dominio de una minoría privilegiada sobre la clase trabajadora, y “prosumidora”, de la cual extrae sea el valor, el tiempo o atención del trabajo reproductivo 13/, sea para lograr beneficio, influencia comercial competitiva, o abaratamiento de costes en el suministro de servicios.

En definitiva, el saber y las prácticas colectivas, el general intellect (Marx, 1972), que forman parte del trabajo y la cooperación humana, y su apropiación mercantil por aquellos que disponen o gestionan estos medios colisiona directamente con el interés social general y, por tanto, hacen este asunto un nuevo punto de cuestionamiento político a tener en cuenta, de cara a una agenda de democratización que alcance también al mundo del trabajo.

  1. Conclusión y propuesta alternativa.

El desarrollo capitalista se encuentra embarrancado en un proceso de relativo estancamiento y difícilmente las nuevas innovaciones y aplicaciones surgidas en esta última fase de la III Revolución científico-tecnológica podrán por sí mismas inaugurar una nueva onda larga expansiva 14/. No conviene descartar su contribución en un futuro, pero eso exigiría, de manera previa, un ascenso formidable de la tasa de explotación y/o una destrucción amplia de capital, o una expansión de los mercados. A todas luces, a pesar de la globalización productiva, financiera y comercial, esas condiciones aún no se presentan, y, además, se están presentando obstáculos crecientes. La tecnología, en este periodo actual, tampoco parece, por sí sola, un motor de cambio de esas condiciones, y tampoco lo está siendo en variables clave como la rentabilidad y la productividad. Cuando ha podido influir, lo fue por un periodo delimitado, necesitó otros factores coadyuvantes, y exigió condiciones económicas favorables.

La digitalización y la robotización industrial masivas muestran un carácter insostenible energética y climáticamente (Malm, 2021:59), y requieren una disponibilidad de materiales difíciles de obtener a la escala que requieren. No son generalizables. Todo software ha de funcionar con un hardware, una infraestructura de cables, antenas de telecomunicaciones, servidores. Si estos necesitan amplios soportes materiales, también los datos requieren de energía, en su generación, tratamiento, procesamiento, almacenamiento y transmisión. No hay nada de inmaterial en la tecnología. No solo nos encontramos ante un proceso de acumulación económica débil, también se presentan dinámicas irreversibles de encarecimiento y menor accesibilidad de fuentes de energía fósiles, tierras raras y otras materias primas fundamentales para los componentes de la era digital. Las innovaciones digitales y de automatización serán de enorme utilidad, pero se plantean desafíos para delimitar su alcance y su uso.

A su vez, la digitalización representa, en ausencia de regulaciones adecuadas, un serio riesgo de alteración de las relaciones de fuerza, en tanto que contribuyen a centralizar la información y las decisiones en los propietarios y gestores del capital. Condiciones que dividen a los trabajadores, los individualizan, dificultando su organización sindical, facilitando la apropiación privada de su saber colectivo, extendiendo al control de las personas en general en tanto que usuarios y consumidores. Son en sí mismas un riesgo real que amenaza la democracia en ausencia de normas que prevengan la manipulación y defienda las libertades y los derechos humanos.

En cualquier caso, debemos evitar tanto una perspectiva fatalista como una idealista, más aún tentaciones autoritarias. Es preciso incluir en la agenda política el debate sobre el diseño de la tecnología existente o por venir, señalando la necesidad de introducir objetivos sociales, principios democráticos y criterios medioambientales en su desempeño. No vendrán por un ejercicio de inteligencia o de buena voluntad, sino fruto de un cambio en las relaciones sociales y del modelo productivo. Asimismo, las sucesivas transiciones energéticas y productivas requieren grandes cambios sociopolíticos, que definirán el diseño consiguiente del modelo productivo y su concepción tecnológica, material, energética y organizacional.

Así, la concepción de la tecnología no podrá estar únicamente reservada a los ingenieros e informáticos, sino que exigirá un debate ciudadano y político, democrático, deliberado e informado. Los principios técnicos, si de lo que se trata es de construir un mundo socialmente justo, sostenible, democrático e inclusivo, tendrán que afrontar desafíos del siguiente tenor:

  • Desarrollar tecnologías ecoeficientes, orientada a la optimización de recursos y ahorro de energía, previniéndose del productivismo, dada la superación de la capacidad de carga del planeta.
  • Cambiar las proporciones de tecnología pesada, reduciéndola, para extender una tecnología ligera, o “Low-Tech”, en el uso de materiales a largo plazo, con una industria ahorradora de materiales, sustituidora de fuentes de energía, minimizadora de residuos y que sean mayormente biodegradables, evitando despilfarros y que pongan en el centro el objetivo de satisfacer necesidades.
  • Idear tecnologías aplicadas, pacientes y distribuidas, basadas en renovables, recurriendo a procesos para hacer lo adecuado a las necesidades en el momento apropiado y en forma socialmente justa y suficiente, escogiendo los procesos más eficientes medioambientalmente.
  • Adaptar y diseñar la tecnología contando con un proceso de participación social y de trabajo democrático, coordinado y colectivo alineado con una transición ecológica ordenada.

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Daniel Albarracín. Economista. Forma parte del Consejo Asesor de viento sur.

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Notas

1/ Con todo, Schumpeter (1996:210) adopta un tenor pesimista, coincidiendo con las expectativas del sociólogo Max Weber (Mitzman, 1976), al considerar que aquello que motiva a la mejora se agotará, fruto del ascenso de las grandes corporaciones y la burocracia creciente.

2/ Una lectura singular de esta tesis, aparentemente progresista, sería la de economista Mariana Mazzucato, seguidora de Schumpeter y Keynes y que viene a avalar las políticas de cooperación público-privada. Esta considera que el Estado ha desempeñado y debe desempeñar un papel emprendedor en determinadas fases de innovación tecnológica y que gracias a su concurso se están abriendo posibilidades muy positivas en el campo de la energía solar y eólica, pero también “en el surgimiento de internet, la biotecnología, la nanotecnología y otros sectores tecnológicos radicales” (Mazzucato, 2014, 236). Sería el Estado emprendedor un actor fundamental para superar, también, la crisis económica, no solo jugando un papel contracíclico sino también de recomposición de la capacidad de generación de riqueza.

3/<href=”#! vizhome=”” internationalautomation=”” wheremachinescanreplacehumans”=””>https://public.tableau.com/profile/mckinsey.analytics#!/vizhome/InternationalAutomation/WhereMachinesCanReplaceHumans, consultado el 28/01/2022</href=”#!>

4/ En nuestra opinión, dada las características de la economía española, especializada en actividades auxiliares de servicios, este tipo de ocupaciones, aun siendo monótonas y rutinarias, no son claramente repetitivas ni tienen una secuencia siempre igual, por lo que los procesos automatizables son muy relativos.

5/ Otra referencia de interés es la que aporta Andreas Malm (2021) que relaciona las ondas largas y el desarrollo de las energías, un ángulo fundamental en la crisis energética y climática que atravesamos, y que veremos en un próximo apartado.

6/ Un ejemplo visual es el de la teoría de relatividad de Einstein. Desde que esta la concibió en 1905 hasta que los satélites orbitaron la tierra para hacer posible las tecnologías de la comunicación pasaron numerosas décadas de investigación y concepción hasta que se llevó a la aplicación en la inversión.

7/ https://www.rug.nl/ggdc/productivity/pwt/?lang=en

8/ Malm (2021:71) hace otro ejercicio de mecanicismo para explicar el cambio de paradigmas económicos en el paso de una onda larga a otra, que él no clasifica en cuatro, sino en seis. Dirá que los paradigmas económicos sólo “pueden entenderse como soluciones a los callejones sin salida” de las anteriores ondas largas. En este sentido, no compartimos esta lectura, sino que, a nuestro juicio, los paradigmas responden al régimen construido por las clases sociales triunfantes, tras la resolución de un proceso de conflicto social, y por la forma de la derrota/consentimiento de las clases subordinadas, y como respuesta a las necesidades de gestión de la onda larga en curso, y no a los límites de las anteriores, marcadas por la necesidad de restaurar, en contextos nuevos, la tasa de rentabilidad y el proceso de acumulación. No es, por tanto, que los paradigmas económicos se amolden a los límites de las bases tecnoenergéticas, algo a lo que es ciego el capital si no tiene expresión en la rentabilidad, sino que son los paradigmas económicos los que responden a las contradicciones socioeconómicas dentro de un conflicto social entre clases, en el que las bases tecnoenergéticas desempeñan un factor importante del desarrollo de las fuerzas productivas que delimitan su desempeño potencial.

9/ David Dickson realizó hace tiempo un estudio que problematizaba el desarrollo de las Tecnologías Alternativas (Dickson, 1985). Aun cuando él no podía haber visto entonces los cambios posteriores, demostró que la historia de la tecnología ha sido fruto de regímenes socioeconómicos históricamente concretos en los que los fines, medios, energía y materias empleadas, el diseño de los procesos y sus criterios, siempre fueron un resultado humano, y, como tal, el fruto de un conflicto social y económico. Sin duda alguna, una actualización del enfoque de aquel libro sería completamente oportuno para comprender el vínculo hoy entre relaciones de producción y bases tecnoenergéticas.

10/ La Organización Internacional del Trabajo (OIT) en su informe “Perspectivas Sociales y del Empleo en el Mundo. Tendencias2019” afirma que “en 2018, la población mundial en edad de trabajar, que incluye a mujeres y hombres de 15 años o más, era de 5.700 millones de personas, de las cuales 3.300 millones, o el 58,4%, estaban en el empleo, y 172 millones estaban desempleadas”. https://www.ilo.org/global/research/global-reports/weso/2019/WCMS_670569/lang–es/index.htm

11/ La ciencia, el conocimiento, no es una “fuerza productiva inmediata” (Kratke, 2018), sino más bien la precondición para una productividad creciente del trabajo, la base potencial para el mundo industrial fruto del trabajo histórico acumulado de la fuerza laboral en forma de inteligencia, saber y trabajo físico. Para producir, transmitir y cristalizar conocimiento son precisas ingentes horas de trabajo de profesorado, tareas de cuidados y esfuerzo de aprendizaje; así como infraestructuras, fruto del trabajo humano, como son escuelas, bibliotecas, servidores e internet, por ejemplo.

12/ https://retina.elpais.com/retina/2019/09/26/tendencias/1569516015_797739.html

13/ Dinámicas donde los grupos sociales usuarios o consumidoras emplean más tiempo para adecuar los servicios a sus propias necesidades, comparable a un tipo de trabajo no pagado como sucede con el trabajo doméstico, y que, aunque no genera valor, sí entraña un vinculo entre servicios y consumo, que afecta a las relaciones comerciales y de publicidad, a las relaciones de competencia por captar la atención de los “prosumidores”, y que puede reducir los costes de suministro del capital e incrementar las prácticas de autoservicio y la fragmentación de públicos objetivos de consumo.

14/ Otros autores (Braña, 2020:8), en cambio, consideran que, desde mediados de los años 90 del pasado siglo, se habría producido un cambio de onda larga, hacia la quinta, en la que la revolución científico-tecnológico habría jugado un papel importante.

Tomado de vientosur.info

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