Los bienes comunes naturales en el proceso constituyente chileno/ Ver- Inundaciones, de fenómenos meteorológicos a desastres naturales/ Wall Street se encoge de hombros ante Biden y reafirma su compromiso con la monarquía saudita/ «Argentina 1985», la película que no se puede hacer en el estado español (por ahora)

LUIS LLOREDO ALIX*

28 OCTUBRE 2022

El 4 de septiembre venció el rechazo en el plebiscito de salida del largo proceso constituyente chileno; un proceso social –no meramente jurídico– que arrancó con las movilizaciones de estudiantes de secundaria en octubre de 2019 y que, tras largos meses de revueltas, represión policial, empoderamiento popular y un desafortunado repliegue derivado de la pandemia, sentó las bases para la traducción institucional de dicho acontecimiento político. Utilizo la expresión acontecimiento en el sentido filosófico de la expresión, es decir, en tanto que ruptura no calculada de la política normal, en tanto que desbordamiento de los cauces políticos al uso (Žižek, 2014). Acontecimiento, pues, entendido como una contingencia hasta cierto punto inexplicable: es verdad que el malestar y la opresión sociales cosechadas tras varias décadas de neoliberalismo, materializadas en unos niveles de desigualdad descomunales, en un endeudamiento insoportable de las familias y en una sociedad fuertemente autoritaria, eran un caldo de cultivo para la revuelta, pero también es verdad que nadie la esperaba y que, en ese sentido, el estallido social fue una sorpresa para casi todos los analistas.

Esta traducción institucional propició, por un lado, el ascenso al gobierno de Gabriel Boric, a la cabeza de un partido nuevo, el Frente Amplio, que llevaba algunos años desarrollando una estrategia análoga a la de Podemos en España: desplazamiento de la divisoria política fundamental hacia la tensión arriba-abajo, frente a la clásica de derecha-izquierda; impugnación de los partidos tradicionales, empantanados en el modelo pactista de la concertación y condenados a una vacua alternancia de fuerzas electorales que en ningún caso sirvió para atajar la estructura oligárquica y neoliberal legada por Pinochet; reivindicación de nuevas formas de hacer política, incidiendo en la transformación democrática del Estado, en la conexión con los movimientos sociales y en el reencantamiento del pueblo con sus representantes. Por otro lado, las manifestaciones dieron paso a la convicción de que era necesaria una nueva Constitución que derogase la de 1980 –elaborada bajo la dictadura de Pinochet– y que respondiese al clamor social que estaba sacudiendo al país; un clamor que evidenciaba un punto de inflexión no sorteable mediante reformas meramente cosméticas y que exigía la creación de una nueva institucionalidad: incorporación de derechos sociales, limitación de las prerrogativas presidenciales, establecimiento de canales de control a los poderes del Estado, medidas serias de protección medioambiental, reconocimiento de la plurinacionalidad y de autonomía para los pueblos originarios, descentralización administrativa, atribución de derechos a sujetos vulnerables, fiscalización de los poderes privados, etcétera, son algunos de los aspectos que eran y siguen siendo percibidos como asignaturas pendientes. Podrá recelarse del alcance de unas u otras medidas o de la forma específica de institucionalizarlas, pero todas las mencionadas son reformas que, con mayor o menor intensidad, se plantearon en la agenda tras el estallido social.

Aunque el ascenso de Boric al gobierno y la apertura de un proceso jurídico-constituyente son paralelos y pueden interpretarse como efectos de las revueltas de 2019, se trata de procesos independientes: el gobierno de Boric podrá caer –de hecho, sus índices de popularidad se han desplomado a velocidad de vértigo– y el Frente Amplio podrá descomponerse en grupúsculos y sectores más o menos críticos con la deriva institucional del partido, hasta quedar neutralizado como fuerza para un cambio político sustancial –una historia que conocemos bien en España–, pero el proceso constituyente difícilmente podrá detenerse, incluso tras el rotundo fracaso del Apruebo en el plebiscito. El malestar que dio origen al estallido social sigue ahí, agudizado aún más como consecuencia del alza galopante de la inflación, de la inestabilidad internacional, de la persistencia de niveles de desigualdad bochornosos y de los efectos cada vez más devastadores de las políticas extractivas. Todo ello, además, en un marco de incertidumbre institucional, con fuerzas electorales que navegan en un terreno poco trillado tras el derrumbe de la Concertación, con el recuerdo de las movilizaciones de 2019 aún presente –aunque ya se dibuja el fin de ciclo en el horizonte– y con un nivel de crispación social muy alto, especialmente tras los encontronazos que han salpicado la campaña del plebiscito: aspectos todos que, por mucho que la inercia obligue a mantener la Constitución de 1980 durante algún tiempo, son manifestaciones de que Chile se halla todavía inmerso en un largo proceso constituyente.

Un punto de inflexión en el proceso constituyente
La cuestión es que, como recuerda Gerardo Pisarello, un proceso constituyente “puede ser democrático, pero también (…) autoritario o elitista” (Pisarello, 2014: 11). El fallido borrador de propuesta constitucional, rechazado en referéndum el pasado 4 de septiembre, reunía las características de un proceso democrático: el método de elaboración por el que se optó fue el de la asamblea constituyente, dado que se formó un cuerpo colegiado de ciudadanos y ciudadanas elegidos por sufragio universal y con paridad de género –78 hombres y 77 mujeres–, de los cuales, además, solo el 36% pertenecía a partidos políticos y solo un 40% eran juristas de profesión. No puede olvidarse, además, que se reservaron 17 escaños en representación exclusiva de los pueblos originarios. Tanto el hecho de que el procedimiento fuese una asamblea constituyente –es decir, no el Congreso de los Diputados o un gabinete de especialistas– como el hecho de que los profesionales en derecho no monopolizasen la Convención, así como el elevado número de independientes y la presencia de representantes de pueblos originarios, hablan de un proceso que, efectivamente, se asentaba en un ciclo de movilizaciones sociales que rompieron con las dinámicas elitistas y partidocráticas de la política normal. Si a ello se añade que se articularon varios canales de participación popular –a través de las iniciativas populares de norma, audiencias en las comisiones temáticas de la Convención, encuentros ciudadanos y una transparencia poco habitual en las deliberaciones constitucionales–, cabe afirmar que hemos asistido a un proceso razonablemente democrático. En mi opinión, pese a sus insuficiencias y a la insatisfacción práctica de muchos de los propósitos teóricos, son características que lo sitúan en la órbita del nuevo constitucionalismo latinoamericano: una rúbrica ciertamente vaga, pero útil para agrupar una serie de procesos constituyentes con rasgos comunes –Venezuela 1999, Ecuador 2008, Bolivia 2009–, entre los que destaca el intento de superar la brecha entre Constitución y democracia mediante el establecimiento de canales de participación popular, tanto en la creación como en la aplicación de la norma constitucional (Alterio, 2021).

Ahora bien, una vez fracasado el proyecto de Constitución elaborado mediante este dispositivo institucional, se ha abierto la batalla por construir un relato del resultado del referéndum. Analizar los motivos del rechazo –que cosechó el 61,8% de los votos– es una labor demasiado compleja para afrontar aquí. Hay quien opina que el plebiscito fue un error, al no dar opciones a votar separadamente las diferentes secciones del borrador, y que los mecanismos de todo o nada solo sirven para castigar a quien se hace responsable de los males sufridos, en este caso el presidente del gobierno: no es casual que la opinión popular acerca del proceso constituyente fuese todavía positiva en los primeros compases del mandato de Boric, mientras que decayó rápidamente a medida que bajó la popularidad de este (Gargarella, 2022). Se han vertido muchas otras opiniones, que apuntan a elementos importantes y dignos de tener en cuenta: la mentalidad de consumidor inscrita en unas subjetividades moldeadas por una cultura brutalmente neoliberal; el racismo que atraviesa a la sociedad chilena y que, espoleado por una campaña mediática del miedo al indio, ha preferido rechazar un texto en el que por fin se le daba relieve a la plurinacionalidad y a los pueblos originarios; una propaganda de mentiras sagazmente articulada por una derecha que, sabedora de que no contaba con el quorum necesario para vetar las votaciones de la Convención, se dedicó a torpedear sus logros desde meses antes de que terminara su trabajo; una suma de errores de procedimiento que van desde el corto plazo definido para preparar el texto –solo un año– hasta el caos que se derivó de trabajar simultáneamente por comisiones, lo cual dificultó que los debates y las propuestas se filtraran con claridad hacia la ciudadanía, etcétera.

Así las cosas, y volviendo a la diferencia de Pisarello mencionada antes, la cuestión ahora es: ¿puede retomarse el proceso constituyente en clave democrática, aprendiendo de los errores, mejorando fallas de procedimiento que dificultaron el diálogo entre la Convención y la ciudadanía, o debe reorientarse mediante un diseño más elitista, dando a los expertos y los políticos profesionales el papel cardinal que no tuvieron en esta primera etapa? Creo que, lamentablemente, la segunda opción está ganando la batalla: la presunción de que las y los diputados de la Convención pecaron de amateurismo ha calado con fuerza y va a ser difícil revertirla. Además, es una idea que va de la mano de otro mantra que se repite machaconamente, a saber: que las constituciones son la casa de todos, que no deben ser radicales y que deben ser fruto del consenso. Es un error caer en semejante relato, al menos por dos razones.

La primera, de índole coyuntural, es que el borrador de Constitución no era radical: proclama la indivisibilidad del Estado, somete a Chile al derecho internacional de los derechos humanos, establece un régimen parlamentario bicameral –con una segunda cámara de representación territorial–, sanciona un régimen presidencial clásico y, pese a reconocer los sistemas jurídicos indígenas, afirma sin ambages que los tribunales se estructuran conforme al principio de unidad jurisdiccional. La segunda razón, de tipo estructural, es que las constituciones, pese a lo que suele decirse, no son una suerte de contrato basado en el consenso; son, más bien, el fruto de una decisión política fundamental (Atria, 2014: 41-44). La noción de contrato descansa en la presunción de que existen partes contratantes que negocian sus respectivos intereses particulares, lo cual termina vaciando a la Constitución de su dimensión política: se trataría más bien de un acuerdo entre sectores que, por consiguiente, se mueve según la lógica de la composición de intereses del derecho privado. La idea de decisión, en cambio, subraya el hecho de que una Constitución adopta un punto de vista determinado, tras un proceso político de deliberación acerca de asuntos fundamentales para la comunidad política, cuyo resultado apunta a definir cuál es el interés general. En el caso que me ocupa, la Convención constitucional deliberó durante un año y, tras largos y complejos debates –que llevaron a los diferentes sectores a pensar y repensar sus posturas iniciales y, cómo no, a llegar a acuerdos–, tomó una serie de decisiones políticas esenciales. Algunas de estas decisiones, por supuesto, fueron fruto del consenso entre las diferentes fuerzas representadas en dicho órgano, pero otras fueron el reflejo de la voluntad política de una mayoría cualificada –los dos tercios de la cámara– que manifestó un determinado punto de vista.

Esta precisión conceptual es importante, porque desactiva la idea de que el consenso deba obtenerse mediante una especie de solapamiento de intereses estáticamente considerados –la Constitución como mínimo común en el marco de sociedades heterogéneas– y pasa a entender el consenso como resultado de un proceso deliberativo en el que las partes intercambian razones, defienden sus enfoques y eventualmente compiten. Además, la concepción de las Constituciones como decisión tiende a confirmar que el mejor mecanismo institucional para elaborarlas es el de la asamblea constituyente, ya que solo un órgano de este tipo, elegido por sufragio popular, puede constituirse en un cuerpo llamado a deliberar con densidad e intensidad durante un periodo largo. De lo contrario, es decir, si se adopta un mecanismo de carácter elitista, es difícil que dicha deliberación se produzca, porque las partes tenderán a erigirse en intérpretes cualificados de los sectores a los que representan y se limitarán a negociar ganancias y pérdidas de la manera que consideren más ventajosa. Por último, entender las Constituciones como fruto de una decisión nos protege frente a una disfunción que se deriva de concebirlas como un contrato, a saber, la idea de que todo puede ser objeto de acuerdo. Evidentemente, hay muchas cosas que pueden y deben acordarse, pero hay otras sobre las que deben tomarse decisiones unívocas: no puede, por ejemplo, negociarse el reconocimiento de determinados derechos largamente asentados en el derecho internacional –pienso, por ejemplo, en los derechos de los pueblos indígenas–, por mucho que un sector relativamente grande de la ciudadanía chilena mantenga suspicacias al respecto.

La importancia de persistir en el constitucionalismo ecológico
Una de las tareas que debemos realizar ahora es atesorar y reivindicar aquellas aportaciones de la Convención que merece la pena mantener en la siguiente fase del proceso constituyente. Y uno de los aspectos que más interesantes resultan del borrador es que propone un constitucionalismo ecológico sin precedentes hasta la fecha. Se trata de un acento que, además, podría marcar un hito en el constitucionalismo venidero, porque necesitamos trazar barreras firmes contra el expolio de los ecosistemas y la correlativa mercantilización de los bienes naturales. Nos va la vida en ello, máxime en aquellos países del sur que, como Chile, han sido convertidos en zonas de sacrificio ambiental por el capitalismo extractivista contemporáneo.

El borrador de Constitución chilena también reconoció los derechos de la naturaleza
La Constitución “socioecológica” (Galdámez, Millaleo y Saavedra, 2022) que se desprendía del borrador rechazado no hacía sino profundizar en una deriva que ya encontramos en el constitucionalismo andino de la primera década del siglo XXI –Ecuador y Bolivia–, en cuyo marco se establecieron reglas y principios ecológicos relativamente innovadores, incluidos los derechos de la Madre Tierra. El borrador de Constitución chilena también reconoció los derechos de la naturaleza, ratificando una tendencia de personificación de la naturaleza que viene constatándose desde hace años en varios lugares del mundo –río Atrato en Colombia, río Ganges en India, río Wanghanui en Nueva Zelanda– y que, paulatinamente, está sentando las bases de un giro biocéntrico (Gudynas, 2015). Sin embargo, además del reconocimiento de derechos de la naturaleza –que fueron aceptados por el pleno de la Convención de forma relativamente rápida y pacífica–, el texto incluyó una nueva categoría que complementa de modo esencial a la anterior: los bienes comunes naturales.

El concepto de bienes comunes se apoya en un nutrido conjunto de teorías que llevan un par de décadas subrayando la necesidad de refundar la idea de lo público, mediante la introducción de la categoría de los bienes comunes, que se sumarían a la clásica división de bienes públicos y privados. La razón de ello estriba en que, desde inicios de la época moderna, pero especialmente a partir del siglo XIX, hemos asistido a un proceso de despojo de una serie de bienes que antaño pertenecían a las comunidades autoorganizadas, y que ha conducido, entre otras cosas, a una destrucción sistemática de la naturaleza. Solemos pensar que los responsables de este expolio son una serie de poderes privados –empresas y corporaciones– que buscan lucrarse a toda costa, sin preocuparse por las consecuencias ecológicas y sociales de su actividad mercantil. Sin embargo, se dice menos que el Estado ha sido un colaborador necesario de este proceso: ha legislado de manera favorable a los intereses comerciales de empresas extractivas de recursos, ha apoyado política y militarmente las iniciativas privadas de expolio y aprovechamiento de los territorios de los pueblos originarios, ha elaborado una ideología proclive a admitir la inevitabilidad de mercantilizar todas las esferas de la vida, ha vendido propiedades que antaño se consideraban de dominio público, y ha ejercido como plataforma de paso para una enorme cantidad de dirigentes políticos y económicos que han transitado fluida y descaradamente entre los espacios de lo público y lo privado, diluyendo las diferencias entre una cosa y otra. En suma, el Estado no ha sido ni un parapeto contra la deriva presuntamente imparable del capitalismo predatorio, ni un defensor de lo público, sino que, a menudo, ha sido un actor más en la ruleta del mercado mundial (Mattei, 2013).

Así las cosas, las teorías de los bienes comunes parten de la constatación de que el concepto de lo público –entendido como aquello que es de todos– se ha vaciado de contenido, porque se ha hecho coincidir con lo estatal. Y, en ese sentido, proponen la introducción de una nueva lógica de la acción colectiva, la lógica de lo común, que se sume al ámbito de lo público y lo privado (Laval y Dardot, 2015). Por eso, los bienes comunes se plantean como una alternativa para proteger de manera reforzada una serie de elementos –naturales, en el caso del borrador de Constitución chilena– que, en manos del Estado o del mercado, correrían el riesgo de terminar explotados de forma indiscriminada y perjudicial para los ecosistemas y la propia humanidad.

Desde el punto de vista jurídico, la noción de bienes comunes estuvo a punto de alcanzar carta de naturaleza en Italia, en el marco de las movilizaciones por el agua pública de 2011, que se alzaron contra el intento de privatizar el servicio hídrico por parte de Berlusconi. En dicho contexto, la Comisión Rodotà elaboró un proyecto de reforma del código civil en el que, junto a la clásica bipartición de bienes públicos y privados, se incluía la categoría de bienes comunes, bajo la que caían algunos elementos de especial relevancia para el sostenimiento de la vida: ríos, lagos, glaciares, playas, aire… Finalmente, el borrador no pudo aprobarse y el concepto permaneció en el ámbito de la reflexión teórica. Sin embargo, el proceso de movilización social en torno a los bienes comunes desembocó en múltiples iniciativas de comunalización que han dado lugar a una miríada de teorizaciones y de prácticas, y que han influido más allá de las fronteras italianas (Micciarelli, 2018). De hecho, en buena medida, el proyecto de regulación de los bienes comunes naturales en Chile asume, implícitamente, la lógica que se adoptó en la citada Comisión Rodotà.

Dos grandes tensiones en el concepto de bienes comunes
Antes de explicar los puntos centrales de la regulación de los bienes comunes por la que optó la Convención constitucional chilena, es necesario introducir dos grandes tensiones que recorren la propia noción de bienes comunes: lo polisémico del concepto hace que, como mencioné más arriba, hayan sido reivindicados desde diferentes tradiciones de pensamiento y se interpreten de formas que pueden llegar a ser contradictorias (Lloredo, 2020). La primera tensión tiene que ver con la posición que las teorías de los comunes asumen respecto al capitalismo. Por un lado, tenemos enfoques radicalmente anticapitalistas y autogestionarios como el de Silvia Federici, que apuestan por entender lo común como un espacio que debe avanzar en detrimento de lo público y lo privado (Federici, 2020); por otro lado, tenemos versiones moderadas y próximas a la socialdemocracia, como la de Elinor Ostrom, que se limitan a defender los comunes como un complemento del Estado y el mercado (Ostrom, 1990).

La segunda tensión distingue entre visiones naturales y sociales de los comunes. De acuerdo con las primeras, existirían determinados bienes que, por su naturaleza, son comunes a todas las personas y no pueden ser objeto de cercamiento, ni público ni privado. Es un enfoque que se asienta en la idea romana de las res comunes omnium y, por otro lado, en algunas perspectivas ecologistas, según las cuales hay elementos de la naturaleza que deben protegerse de manera particularmente escrupulosa, porque de ellos depende el equilibrio de todos los ecosistemas terrestres. En esta perspectiva, por tanto, se aúnan elementos de la tradición jurídica romana con influencias de nuevo cuño que apuntan a la existencia de límites naturales –ecosistémicos– que no deben traspasarse. En cualquiera de los casos, los comunes terminan configurados como bienes comunes de la humanidad, porque la supervivencia de esta depende de ellos y porque no pertenecen a nadie en particular, sino a la humanidad en su conjunto.

Frente a esta visión natural de los comunes, puede identificarse una concepción social de los mismos, según la cual no hay ningún rasgo que, ontológicamente, defina a ciertas cosas como comunes, sino que la decisión de qué es un bien común depende de las comunidades de personas autoorganizadas (De Angelis, 2017). Son estas las que pueden apostar, o no, por sacar determinado recurso de la lógica bipolar del mercado y la gestión estatal. Esta concepción de los comunes se basa en dos apreciaciones. La primera es empírica: no hay nada que el capitalismo no haya logrado convertir en mercancía. Seguramente los jurisconsultos romanos no podían imaginar hasta qué punto iban a evolucionar las capacidades predatorias del mercado, pero lo cierto es que ni la radiación solar, ni la atmósfera, ni el fondo oceánico, por poner solo tres ejemplos, se han salvado de la extracción y la rapiña: se compran y venden derechos de emisión, se cercan hectáreas de fondo marino para realizar prospecciones mineras, se grava el uso de la radiación solar destinada a la energía doméstica, etcétera.

La segunda apreciación es política: para ser verdaderamente revolucionarios, los comunes deben partir desde la base. Esto quiere decir que, frente a la idea de los comunes globales, el proyecto de los comunes debe construir organizaciones autónomas de gestión de los recursos en el seno de comunidades concretas que se involucren democrática y deliberativamente en actividades de puesta en común. Es decir, necesitamos comunidades que comunalicen. De lo contrario, el de los bienes comunes podrá ser un planteamiento tácticamente útil en la batalla política –como una forma ocasional de proteger ciertas cosas frente a la trapacería del mercado mundial–, pero incapaz de trascender la lógica de la soberanía estatal. Desde esta perspectiva, tipificar determinadas cosas como bienes comunes de la humanidad y brindarles una protección reforzada que los sitúe en una posición inaccesible solo servirá para construir diques de contención precarios y reversibles, porque las comunidades de personas organizadas no podremos ejercer un control democrático directo respecto de tales bienes y, por tanto, tampoco fiscalizar adecuadamente sus formas de gestión.

Los bienes comunes naturales en la Convención constitucional
Como era esperable, la discusión acerca de los bienes comunes en Chile se vio inmersa en las tensiones anteriores y tuvo que navegar a través de todas ellas. Así, por ejemplo, en la fundamentación del primer informe que la comisión de medio ambiente sometió al pleno de la Convención, se podía leer una definición claramente naturalista de los bienes comunes: “Los bienes comunes naturales son aquellos que la naturaleza ha hecho comunes a todas las personas (…). Los comunes no fueron producidos ni fabricados por ningún ser humano, sino que existen debido a procesos naturales” [01]. Además, a lo largo del complejo iter normativo que se sucedió después, se produjeron varias oscilaciones terminológicas reveladoras: a veces se empleó la expresión “bienes comunes naturales” –que denota la existencia de un tipo particular de bienes comunes, los naturales, y que se aproxima a una concepción social de los mismos– y otras veces la expresión “bienes naturales comunes”, que, al contrario que la anterior, presupone la existencia de una serie de bienes naturales que, por sus cualidades intrínsecas, son necesariamente comunes a todas las personas. La terminología por la que finalmente se apostó fue la primera, es decir, la de bienes comunes naturales, lo que, a mi modo de ver, fue un acierto. Primero, porque ello daba entrada a la categoría de bienes comunes –en general– en el ordenamiento jurídico chileno, aunque en sede constitucional se regulasen únicamente los bienes comunes naturales (ríos, glaciares, humedales, atmósfera, etcétera); segundo, porque suscribía implícitamente una visión social de los comunes, que en mi opinión resulta políticamente empoderadora: si la cualidad de común no depende de la naturaleza, sino de la decisión de comunidades humanas autoorganizadas, entonces está en nuestras manos comunalizar los bienes, recursos o espacios que consideremos necesario extraer de la lógica estatal o mercantil.

Está en nuestras manos comunalizar los bienes, recursos o espacios que consideremos necesario extraer de la lógica estatal o mercantil
Sin embargo, en lo que se refiere a la primera tensión enunciada en el epígrafe anterior, la Convención constitucional se acogió a la más moderada de las versiones: los bienes comunes naturales se propusieron como un aditamento meramente correctivo a la díada público-privado, a modo de válvula de seguridad para proteger reforzadamente determinados bienes esenciales. En ese sentido, el proyecto de regulación de bienes comunes naturales se movió en una pauta más o menos socialdemócrata, que se asemeja a la propuesta que, desde la plataforma teórica, ha realizado Luigi Ferrajoli en su Constitución de la Tierra (Ferrajoli, 2022: 104 y ss.). En ese sentido, la norma experimentó una devaluación notable en sus aspiraciones respecto a la primera propuesta de la comisión: frente a la definición inicial, que configuraba los bienes comunes naturales como “no susceptibles de apropiación”, la propuesta final –que quedó consignada en el artículo 134– determinó que podrían existir bienes comunes “apropiables e inapropiables”. Esto es casi una contradicción en los términos, ya que, por definición, los bienes comunes deberían ser inapropiables, al menos en lo que se refiere a su titularidad. Sin embargo, se explica como el fruto de una complejísima negociación, en la que el diputado Fernando Atria propuso comprender los bienes comunes naturales como una categoría que se superpusiera transversalmente a la de bienes privados y la de “bienes nacionales de uso público”; de otro modo, en su opinión, los perfiles de la noción de bienes comunes se confundían con la de bienes públicos y condenaban a la categoría a la redundancia. En realidad, detrás de esta maniobra conceptual subyacía una percepción estado-céntrica de las relaciones sociales, que se resiste a asumir el fuerte compromiso de democratización y autogestión que exige el planteamiento de lo común, marcando así la diferencia con lo público. En el fondo, lo que se conseguía así era neutralizar la potencialidad del concepto de bienes comunes, que se convertían en algo muy similar a lo que, a principios del siglo XX, se denominaba función social de la propiedad privada: la propiedad se preserva, el statu quo se mantiene, solo que sometido a ciertos límites y condiciones.

Pese a todo, hay dos rasgos de la regulación por la que se optó que me parecen dignos de mención. El primero es que, en el fragor de las negociaciones, y prácticamente in extremis, se terminó adoptando una definición de los bienes comunes en consonancia con la propuesta de la Comisión Rodotà italiana. Según esta comisión, que en su día optó por una definición enormemente expansiva, son bienes comunes todos los que sean funcionales al ejercicio de derechos fundamentales. En esa misma línea, la Convención constitucional chilena caracterizó los bienes comunes naturales como “elementos o componentes de la naturaleza” cuya salvaguarda está destinada a “asegurar los derechos de la naturaleza” (art. 134). Esta opción tuvo un carácter preeminentemente estratégico, ya que, ante el impasse sobrevenido de las negociaciones –derivado del desacuerdo entre socialdemócratas, ecologistas y pueblos indígenas–, y dado que las normas relativas a derechos de la naturaleza ya habían sido aprobadas por el pleno, se intentaron vencer las resistencias que seguía ofreciendo el concepto de bienes comunes mediante su conexión con tales derechos: si nos tomamos en serio los derechos de la naturaleza, es necesario dotarlos de un sustrato material y blindar una serie de elementos naturales de su posible enajenación. La estrategia surtió efecto y la discusión pudo desatrancarse, con el feliz resultado de que, además de la técnica enumerativa que se había venido empleando hasta entonces –son bienes comunes “las playas, las aguas, glaciares y humedales…”–, terminó introduciéndose una definición expansiva que, además, tenía la virtud de profundizar en la consagración abstracta de los derechos de la naturaleza, tal y como, por ejemplo, se había producido en el constitucionalismo andino.

El segundo rasgo interesante de la definición de bienes comunes naturales tiene que ver con la idea del Estado custodio, que apareció desde los primeros borradores de la comisión de medio ambiente y que quedó finalmente consagrada en el texto: “Los bienes comunes naturales son elementos o componentes de la naturaleza sobre los cuales el Estado tiene un deber especial de custodia…”. Esto quiere decir que el Estado ya no sería propietario o titular de los bienes naturales –como sí ocurre con los bienes nacionales de uso público–, sino un mero custodio de los mismos. Se trata de un concepto interesante que golpea de lleno en la línea de flotación de la soberanía. En efecto, al definirlo como custodio, el Estado deja de tener derechos y pasa a convertirse en un mero titular de deberes respecto de determinados elementos de la naturaleza. Eso implica una soberanía rebajada, porque significa que el Estado tiene límites intraspasables, que está sujeto a condicionantes que lo superan. Límites y condicionantes que, en este caso, serían ecosistémicos: el mantenimiento de la vida –humana y no humana– exige trazar barreras que ningún pacto social debería poder atravesar. En este sentido, la noción de Estado custodio es iluminadora porque uno de los principales obstáculos para la penetración de la lógica comunalista es la persistencia del pensamiento de la soberanía: no por azar, el segundo volumen de la “trilogía del común”, planeada por Laval y Dardot, está dedicado a un estudio del concepto de soberanía y las barreras que este mantiene para la creación y expansión de los bienes comunes (Dardot y Laval, 2021).

Una prueba del escollo que representa el enfoque de la soberanía –y con esto termino– tiene que ver con el papel desempeñado por los pueblos originarios en las negociaciones acerca de los bienes comunes naturales. En principio, uno podría pensar que la categoría de bienes comunes, y la visión rebajada de la soberanía que entrañaba, habrían debido saludarse con optimismo por los sectores mapuche –entre otros pueblos–. Y, sin embargo, fueron recibidos con suspicacia. Primero, porque el maltrato histórico recibido les hace percibir con desconfianza cualquier propuesta institucional que provenga del Estado. Segundo, y sobre todo, porque la posibilidad de que los bienes naturales radicados en sus territorios ancestrales –un río, un lago, una montaña– dejen de pertenecer a los pueblos originarios, para pasar a convertirse en comunes, es vista como una nueva herramienta para desposeerlos de sus tierras y sus bienes: en una palabra, de sus aspiraciones soberanas. De nuevo se pone de manifiesto aquí una tensión irresoluta, con la que deberemos seguir lidiando, entre la pulsión de lo local –que subyace implícitamente a la perspectiva de los pueblos originarios– y la pulsión de lo global –los bienes comunes de escala estatal o supranacional–; una dicotomía que Bruno Latour ha propuesto superar mediante el concepto de lo terrestre en el marco de crisis ecológica (Latour, 2019): este concepto, ciertamente indefinido, supone que deberemos llegar a alianzas entre los enfoques globales –bienes comunes de la humanidad–, completados con la aportación de concepciones posantropocéntricas –bienes comunes naturales– y otras visiones más locales de los comunes: es sin duda una alianza llena de trampas y dificultades, pero de la que probablemente dependerá nuestro futuro.

Luis Lloredo es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid

Referencias

Alterio, Micaela (2021) Entre lo neo y lo nuevo del constitucionalismo latinoamericano. Valencia: Tirant lo Blanch.

Atria, Fernando (2013) La Constitución tramposa. Santiago de Chile: Lom Ediciones.

Dardot, Pierre y Laval, Christian (2021) Dominar. Estudio sobre la soberanía del Estado de Occidente. Barcelona: Gedisa.

De Angelis (2017) Omnia sunt communia. On the Commons and the Transformation to Postcapitalism. London: Zed Books.

Federici, Silvia (2020) “Comunes contra y más allá del capitalismo”, Reencantar el mundo. El feminismo y la política de los comunes. Madrid: Traficantes de Sueños.

Ferrajoli, Luigi (2022) Por una Constitución de la Tierra. La humanidad en la encrucijada. Madrid: Trotta.

Galdámez, Liliana, et al. (2022) Una Constitución socioecológica para Chile: propuestas integradas. Santiago de Chile: Universidad de Chile.

Gargarella, Roberto (2022) “El plebiscito de salida como error constituyente”, IACL-AIDC Blog (6/09/2022). Disponible en: https://blog-iacl-aidc.org/new-blog-3/2022/9/6/plebiscito-salida-error-constituyente.

Gudynas, Eduardo (2015) Derechos de la naturaleza. Ética biocéntrica y políticas ambientales. Buenos Aires: Tinta Limón.

Latour, Bruno (2019) Dónde aterrizar. Cómo orientarse en política. Madrid: Taurus.

Laval, Christian y Dardot, Pierre (2015) Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI. Barcelona: Gedisa.

Lloredo Alix, Luis (2020) “Bienes comunes”, Eunomía. Revista en Cultura de la Legalidad, 19, pp. 214-236.

Mattei, Ugo (2013) Bienes comunes. Un manifiesto. Madrid: Trotta.

Micciarelli, Giuseppe (2018) Commoning. Beni communi urbani come nouve istituzione. Napoli: Editoriale Scientifica.

Ostrom, Elinor (1990) Governing the Commons: the Evolution of Institutions for Collective Action. Cambridge: Cambridge University Press.

Pisarello, Gerardo (2014) Procesos constituyentes. Caminos para la ruptura democrática. Madrid: Trotta.

Žižek, Slavoj (2014) Acontecimiento. Ciudad de México-Madrid: Sexto Piso.

Notas[+]

 

*Luis Lloredo Alix (Madrid, 28 de julio de 1983): es profesor académico e investigador en la Universidad Autónoma de Chile.

 

Fuente: Viento Sur

 

 

 

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