Aleida Guevara, hija del Che, sobre el poder del internacionalismo cubano

 

Durante el auge del ébola y en la pandemia del COVID-19, Cuba envió médicos a todo el mundo para ayudar a las naciones pobres. Aleida Guevara, hija de Ernesto Che Guevara, explica por qué la solidaridad internacional es fundamental para el socialismo cubano.

 

Hablar de la solidaridad es una de las cosas quizá más lindas del pueblo cubano. Todos  tenemos experiencias de solidaridad. Algunos como maestros, otros como médicos, otros como instructores. Pero el pueblo en general tiene una gran experiencia, e incluso si uno no fue personalmente a una misión internacionalista, tiene un familiar.

Una de las cosas más hermosas que ha hecho la Revolución por este pueblo es enseñarnos a sentir esa solidaridad por cualquier ser humano en cualquier parte del mundo. Recuerdo, por ejemplo, cuando un compañero mío de carrera va a combatir el ébola. Estando en mi hospital —soy alergóloga pediatra—, un profe me dijo un día: «Usted va a ver… van a venir a buscar ayuda a Cuba para combatir el ébola». Yo le dije: «¡Pero si nosotros no sabemos nada del ébola!». «No importa, pero van a venir, ya va a ver».

Y efectivamente, la Organización Mundial de la Salud al poco tiempo llegó a Cuba y pidió ayuda para el ébola. ¿Saben por qué? Porque estaban seguros de que nosotros íbamos a decir que sí. Y fuimos los mejores hombres y mujeres de este país. Profesionales de la salud, enfermeros, médicos, técnicos fueron a África a combatir al ébola y lo lograron.

Y eso te da una fuerza extraordinaria como pueblo, de verdad… porque tú dices «somos capaces de ir a cualquier rincón del mundo donde somos necesarios y somos capaces de ayudar a otro ser humano». No importa el color de su piel, no importa su religión, no importa ni siquiera lo que piense. Simplemente importa que podamos ser útiles. Esa es una de las cosas más lindas de la revolución socialista. Es de las cosas y de los logros que va obteniendo la formación día a día de los seres humanos.

En mi caso personal, como médica, alergóloga, pediatra, yo cumplí misión por primera vez en Nicaragua. Todavía era un pichoncito de médico, tendría 23 años, iba a ser mi último año de la carrera. Acababa de triunfar la revolución en Nicaragua, y Cuba no tenía tantos médicos como tiene hoy. Por tanto, el Comandante en Jefe Fidel Castro se reunió con los estudiantes de Medicina del último año y nos preguntó si queríamos hacer el internado internacionalista (al último año de la carrera de Medicina le decimos internado). Y bueno, de mi año 480 muchachos dimos el paso al frente.

Llegué a Nicaragua. Fue una experiencia extraordinaria para mí, porque yo nací con esta revolución, es decir, ya nací con todo garantizado —salud, educación, dignidad— y uno no sabe bien qué significa otro mundo hasta que no eres capaz de vivirlo y de contactarlo.

Y la experiencia de Nicaragua fue dura: un proceso revolucionario incipiente con  muchísimas dificultades, como todos los movimientos revolucionarios. Hubo una gran fuerza de la religión católica que influía en dividir al pueblo prácticamente en dos. Fue una experiencia difícil, porque yo estaba acostumbrada en Cuba a que la salud sea totalmente pública, gratuita, al servicio de todo el pueblo, y de pronto tenía que enfrentarme a médicos que iban al público un ratico y después se iban al privado. Y podían dejar a los pacientes tranquilamente en manos inexpertas, como las nuestras. Nosotros teníamos que crecer como seres humanos allí, y lo hicimos. Fue una experiencia dura, pero a la vez muy educativa.

Cuando llegué a Nicaragua yo había hecho en Cuba apenas dos partos. De pronto estoy con mi bata —yo estaba delgadita de más jovencita— y llego al hospital, a la puerta, y le digo: «Doctor, dígame ¿qué hago?». «¡Doctorcita —responde— entre que hay una mujer pariendo!» Y solita me tuve que enfrentar a ese parto, no tenía idea lo que estaba haciendo. Pero después terminé haciendo cien partos yo sola. Ya era casi un máster haciendo partos. Nicaragua nos formó, nos enseñó muchísimo, nos hizo más fuertes como profesionales y más capaces.

Nosotras como mujeres habíamos salido del país antes de terminar la misión, porque Estados Unidos había amenazado con una invasión a Nicaragua y el Comandante en Jefe siempre protegió a las mujeres cubanas. Yo fui una de las que protesté, porque a Fidel yo le decía tío, y le decía: «Tío, pero tú sabes el problema, van a quedar los muchachos, solos, la mayor parte somos mujeres, entonces va a ser difícil la situación». Pero él dijo: «No, no, no, hay que proteger a las mujeres y deben venir para el país».

Luego regresé a La Habana y empecé a trabajar en Pedro Borrás, que era mi hospital, y de pronto llega la noticia de que hay que salir nuevamente de misión a otra parte del mundo. No te decían a dónde, simplemente decían «el hospital tiene una cuota de tantos médicos para ir a una misión». Nosotros nos reunimos, analizamos las cosas, y en ese momento la única que podía hacerlo era yo, que no tenía ni novio, ni marido, ni hijitos. Entonces dije «sí, voy».

Cuando llego al Ministerio de Salud Pública, dije: «Mire, yo vengo por el Hospital Pedro Borrás para cumplir misión. ¿Dónde me tocaría?», y me dicen: «Angola». Había salido de Nicaragua, en guerra, y me iba a Angola, en guerra. Y dije: «¡Ay, mi madre, otro país en guerra!». Y la compañera me miró y me dijo: «No, no, mire doctora, si usted no quiere ir, esto no es obligatorio, esto es voluntario». Y yo le dije: «No, no compañera, si yo ya estoy aquí, no se preocupe, yo voy a donde sea».

Y me fui a Angola, y fueron quizá los dos años más difíciles de mi vida, de verdad se los digo. Hay que vivir en África, hay que sentir lo que es ser de esos pueblos. Han sufrido durante siglos. ¡No, no hay derecho a eso, no hay derecho! Como médica pediatra, además, fue quizás la etapa más difícil, más dura que recuerdo, porque imagínense que llegara un niño o una niña como de doce añitos, viva, caminando. Y cuando le hago análisis tiene un gramo de hemoglobina. Entonces mando con urgencia a pasar un paquete globular. ¡Ay, el técnico se la puso fría y me la mató! Y no pude, no pude sacarla del paro. Eso todavía duele, porque hay cosas que tú dices: «¡No es posible que un médico tenga que vivir esto en lugares así! ¿¡Por qué!?» ¿Qué diferencia puede haber entre un niño negro, un niño blanco, un niño amarillo? ¡No hay diferencia! ¡Los niños son sagrados, los niños es lo más hermoso que tiene el mundo! ¿Cómo se arriesga su vida de esa manera? ¿¡Cómo viven en situaciones tan precarias!?, que cuando tú le dices a una mamá: «¿¡Pero si no tiene cómo alimentar a sus hijos, por qué tiene tantos!?», ella te mira y te dice: «Doctora, déjame ver si alguno puede llegar a ser adulto».

Es difícil eso. Ahí viví dos epidemias de cólera y fue tremendo… tremendo. Los padres llegaban con los niños muertos al hospital. No podíamos hacer nada por salvarlos. Caminaba el hospital completo, el María Pía, que después se llamó Joscina Machel, de un extremo al otro, tomando venas, poniendo suero. Era un trabajo inmenso. Pero te queda la satisfacción de que algo lograste, de que a alguno de esos niños realmente tú lograste salvarlo, o por lo menos ayudarlo.

Me puse a trabajar con los niños tuberculosos y fue lo mejor que me pasó, también, porque eran niños rechazados socialmente, la gente le tenía miedo al contagio. Nosotros estábamos bien vacunados, bien comidos, así que yo me los ponía en la espalda, como la mamá. El niño me veía entrar al hospital —Celso se llamaba—, le quitaba el paño a la madre y me lo daba, y yo me lo amarraba a la espalda como su mamá me había enseñado y le daba toda una vuelta por el perímetro al hospital. La sonrisa de Celso era de oreja a oreja, simplemente por eso era feliz, y eso me dio ánimos y fuerzas para seguir.

Pero en Angola aprendí cosas muy importantes y básicas para el ser humano. Hay que luchar contra todo lo que sea racismo, no puede justificarse de ninguna manera. Nada, ese sentimiento hay que borrarlo de la faz de la tierra. Y lo otro es el colonialismo. ¡No, no puede ser de ninguna manera, de ninguna manera se puede aceptar eso! Los pueblos tienen que tener el derecho a vivir su propia historia, su propia vida. El continente africano fue expoliado, explotado, no solamente mineralmente, no solamente su tierra, sino sus seres humanos, que fueron llevados a otro continente como si fueran animales de carga. ¡Esas son cosas horribles en la historia de la humanidad y que hay que borrarlas! ¡Hay que, por todos los medios, impedir que cosas así se repitan en el mundo actualmente!

Por eso la solidaridad entre los pueblos tiene que ser cada día más grande. Hay muchas cosas por hacer, hay mucho pueblo por ayudar, no podemos ir a imponer nuestra cultura ni nuestra «gran sabiduría». ¡No! ¡Debemos aprender de ellos! La vez que yo pude contactar con las parteras kichwa del norte de Ecuador aprendí lo que no había aprendido con esos cien partos en Nicaragua. Aprendí lo que no hay escrito en ningún libro, porque es sabiduría ancestral de nuestros pueblos.

Entonces hay que aprender a escuchar. La solidaridad no solo te permite crecer como ser humano al sentirte útil a otro ser humano, sino que también te permite crecer desde el punto de vista de sabiduría ancestral. La cantidad de conocimientos que nosotros hemos recolectado en todos estos años es extraordinaria y es gracias a esa acción. Por tanto, ser un médico internacionalista es saldar un poco la deuda que tenemos con la humanidad, y creo que esa es una de las cosas más hermosas que logramos hacer.

Después de eso seguí trabajando con el Movimiento sin Tierra en Brasil, que es mi movimiento, yo soy miembro de ellos. Trabajé también con una fundación en Argentina que se llama «Un mundo mejor es posible» y con esa fundación conocí de verdad al pueblo de donde es mi papá originario… es decir, él es argentino, y ahí aprendí de verdad cosas de ese pueblo. Estuve con los mapuche, estuve con los guaraní, estuve con los estudiantes de medicina que se formaron en el LAM, porque eso es una cosa preciosa que ha hecho también la Revolución en los últimos años, la formación de médicos, de profesionales de la salud en una universidad latinoamericana, totalmente gratuita. Es un sacrificio enorme desde el punto de vista económico para este pueblo, pero es grandioso, es realmente grandioso, es una de las ideas brillantes de nuestro jefe.

De verdad que son cosas hermosas que hacen que una se sienta muy orgullosa de ser cubana. Ahí en Argentina, trabajando con estos muchachos, me sentía como la gallina con sus pollitos. Es lindísimo poder ver eso, es lindísimo poder tener ese orgullo… mi pueblo ayudó a ser mejor a este profesional, mi pueblo le dio lo mejor a este muchacho y hoy es un gran médico, un buen médico. Eso es extraordinario, y lo hemos logrado. A mí me tocó el honor de trabajar con un grupo de hijos en Argentina y de verdad les digo que ha sido maravilloso.

Y así hemos trabajado en distintas partes del mundo, también llevando un poco el mensaje de solidaridad de nuestro pueblo, pero al mismo tiempo aprendiendo, aprendiendo mucho de la necesidad del amor entre los seres humanos, de la comprensión, del respeto entre nosotros. Si no existe eso, no podemos cambiar este mundo, y hace mucha falta, es muy necesario cambiar este mundo, no podemos seguir viviendo así.

 

*ALEIDA GUEVARA: Hija de Ernesto «Che» Guevara, es pediatra en el Hospital Infantil William Soler de La Habana. También ha trabajado como médica en Angola, Ecuador y Nicaragua.
Fuente: Jacobin América Latina

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