Qué hacer mientras gira la ruleta en un casino en llamas, o sobre l’Obrera y las tareas de las comunistas

Por Daniel Bastús

¿Qué puede aportar el proyecto de l’Obrera a la tarea que tenemos las comunistas ante nosotras? Una hipótesis contra la secta política y contra la militancia discursiva, y una apuesta por la condición de posibilidad del socialismo: la construcción de la clase trabajadora.

Lo más fácil será comenzar por una escena. Estamos en una velada de artes marciales en el Rukeli, el gimnasio de l’Obrera, un sábado de noviembre. Bajo los focos, y entre las cuerdas, un par de púgiles intercambian ganchos y directas; unas trescientas personas, de diferentes edades y varias etnias, gritan, animan: el ambiente es intenso y distendido al mismo tiempo.

Mal que nos pese, tendremos que irnos: lo que nos interesa ahora, en realidad, es un pequeño grupo de jóvenes que se han escabullido, un minuto, para ir a sacar dinero. Mientras enfilan la Avinguda de Barberà, charlan animadamente. Uno de ellos, el Jose, intenta convencer a un amigo suyo, que nunca había estado en l’Obrera, para que se apunte al gimnasio. Dejémosle hablar:

‒ No te tienes que imaginar un gimnasio como el resto, tío. El Rukeli es una gran familia. Nadie te vacila, nadie va del palo… Te lo juro, yo es entrar al Rukeli y no sé qué me pasa, que me relajo.

El Jose, de 23 años, es un vecino de la Concòrdia, un barrio popular del norte de Sabadell. En su adolescencia había sido amigo, de la plaza, de nazis, y si ahora se ha distanciado de ellos ha sido por los azares de la vida, no por una decisión en firme. Como le gusta recordarnos, él pasa de política. Eso sí, siempre que haya que parar un desahucio, hemos de avisarle, porque no piensa perdérselo. Tampoco se perderá una jornada de adecuación del espacio de l’Obrera: al fin y al cabo, robándose unas horitas de aquí y unas de allá, él mismo ha acabado montando, en el taller donde trabaja, la estructura metálica del ring del gimnasio.

‒ En el Rukeli todo lo hacemos entre todos –sigue explicando al amigo‒. Nadie cobra nada, ¿sabes? No es de nadie, el Rukeli, es de todos. Todo lo que ves, lo hemos hecho nosotros.

El Jose lleva a cabo su operación bancaria y espera que salga el dinero con la mano delante de la ranura.

– Si todo el mundo funcionara como el Rukeli –concluye, finalmente, sacudiendo el billete de 20 euros delante de nuestros ojos‒, el dinero no existiría.

Cuesta añadir alguna cosa al discurso del Jose. Como un acupuntor, ha localizado los puntos exactos de los principios de l’Obrera.

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Cuando nació el Centro Social, hace siete años y pico, carentes todavía de un nombre, nos identificábamos con un lema: recuperemos el espacio común. Eso es lo que podía leerse en la primera pancarta que desplegamos desde el balcón el día que okupamos el espacio; y [email protected] es, también, desde entonces, y sigue siendo hoy, nuestra dirección de correo.

Desde que empezamos a pensar l’Obrera, nos rebelamos contra una forma de hacer política fundamentada en la discursividad. No por pintar un lema más preciso, por escribir un manifiesto más lúcido, por cultivar un discurso más acertado, creíamos, nuestros proyectos políticos dejarían de caminar a cuatro patas. Hacía años que muchos de nosotros, militando en aquel espíritu, no dejábamos de darnos de bruces contra la pared: a pesar de las horas, a pesar de la energía, siempre, al final, acabábamos siendo prácticamente los mismos. Y es normal: al fin y al cabo, no éramos más que un grupo de amigos con la agenda llena de reuniones al fondo de un callejón.

Por eso invertimos el método. Mucho antes de los discursos, mucho antes de las proclamas, debíamos acometer una tarea más urgente: la de reconstruir los fundamentos de una comunidad, en la que después, y mientras tanto, podríamos, si todo iban bien, hablar.

En una sociedad neoliberal como la nuestra, han desmantelado progresivamente el espacio común. Las ciudades, al fin y al cabo, se organizan según los intereses de su dueños. La ciudad industrial, en la que principalmente se valorizaba el capital a partir de la producción de mercancías, tenía que contar por fuerza con grandes aglomeraciones obreras, donde abundaban espacios de socialización directa. Nuestra ciudad postindustrial, en cambio, orientada a los servicios y a la extracción de rentas, ha atomizado progresivamente la ciudadanía y ha sustituido los espacios tradicionales de nuestras comunidades por una amplia oferta de ocio mediada por el mercado.

El resultado lo conocemos: alienación, individualismo, consumismo, infelicidad.

De ahí, por tanto, nuestro lema, y de ahí que a lo largo de estos siete años hayamos priorizado la recuperación práctica del espacio común frente a otras formas de hacer política. Como decía un compañero, “sin espacio común no hay experiencia colectiva, sin experiencia colectiva no hay sujeto político, sin sujeto político no hay revolución, sin revolución no hay socialismo”.

Me agrada el discurso del Jose porque es difícil contener más en menos palabras.

En l’Obrera, un espacio común de Sabadell, todo lo hacemos entre todas. Unas 200 personas, en promedio, pasamos cada semana por el Centro Social. No pagamos una cuota a un propietario, a cambio de la cual podamos exigir unas instalaciones en buen estado y unos servicios en condiciones. Al contrario: nosotras mismas, los sábados, después de nuestras semanas laborales, entregamos nuestro trabajo, de manera voluntaria, a la mejora del Centro Social.

Curiosamente, también era los sábados cuando, en la Rusia bolchevique se popularizaron los subbótnik, las jornadas de trabajo voluntario, los sábados comunistas. El propio Lenin, en un folleto de 1919, subrayaba la importancia de estas jornadas: “Es el comienzo de una revolución más difícil, más esencial, más radical y más decisiva que el derrocamiento de la burguesía, porque es una victoria sobre nuestra propia rutina, nuestra relajación, nuestro egoísmo pequeñoburgués, sobre estos hábitos que el capitalismo ha inculcado al obrero y al campesino.”

Como Lenin, nosotras también subrayamos el principio del trabajo libre y voluntario en el proyecto de nuestro Centro Social. Es a través del trabajo ‒paradójicamente, de la misma actividad, en apariencia, que a lo largo de la semana nos agota y nos exprime‒ como en l’Obrera nos recuperamos a nosotras mismas. En pocas ocasiones somos tan nosotras como cuando entregamos nuestra energía, libremente, sin coacciones, a una tarea determinada. Cuando colgamos unos sacos de la pared del gimnasio, cuando pintamos las aulas de la Madrasseta, cuando reparamos las tejas que han volado con la última ventada… no estamos simplemente colgando unos sacos, pintando unas paredes, reparando unas tejas. Estamos, también, afirmándonos a nosotras mismas y, al mismo tiempo, impregnando todo un espacio de nuestra voluntad consciente. Precisamente por eso, la identificación y el vínculo que desarrollamos con este espacio resultan tan difíciles de destruir.

Este proceso por el cual, al trabajar en condiciones libres, nos identificamos con el fruto de nuestro trabajo y, al hacerlo, transformamos alguna cosa de nosotras mismas, la filosofía lo ha llamado desalienación, es decir, liberación. A diferencia del trabajo alienado que realizamos durante nuestra jornada laboral, en las jornadas de trabajo libre y voluntario nadie puede ordenarnos que hagamos las cosas de una forma u otra, nadie puede apropiarse del fruto de nuestro trabajo, y nadie puede obligarnos a relacionarnos con nuestros iguales a través de ninguna batería de jerarquías invisibles. Lenin, en 1919, se refería a los subbótnik como “brotes de comunismo”. El Jose, hace unos meses, decía que si todo el mundo funcionara como el Rukeli “el dinero no existiría”.

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¿Tiene sentido lo que hemos dicho hasta ahora, o todo resulta excesivamente optimista?

La lectora, con la mosca detrás de la oreja, levanta la mano, llegados a este punto, y objeta que, de brote en brote, el mundo estaba mucho más cerca de convertirse en un jardín francés de comunismo en 1919 que no de organizarse, en 2022, según el modelo de relaciones sociales propio del Rukeli. No le falta razón: “brotes de comunismo”, en efecto, podía resultar una expresión feliz y llena de vida a la vista de los culos de los aristócratas rusos batiéndose en retirada en la orilla del Volga, pero avergüenza un poco cuando alguien la pronuncia en un mundo en llamas como el nuestro. El capital destruye el planeta y la sociedad a un ritmo determinado, y nuestro sindicalismo comunitario crea redes a un ritmo distinto. De brote en brote, el comunismo no conseguirá llenar ni un pequeño parterre antes de que la guerra y las temperaturas acaben definitivamente con los brotes, los parterres y, ya puestos, la práctica del boxeo.

No, no haremos una revolución socialista a base de sembrar Obreres por los barrios, por la sencilla razón de que no se puede hacer una revolución sin revolución. Cuando Marx y Engels definían el comunismo como “el movimiento real que anula y supera el orden de cosas existente” (que crea, como en el Rukeli, mallas de relaciones sociales no mediadas por el dinero, sino por la fraternidad) no consideraban que este movimiento tenga que ser progresivo, ni amable, ni lineal, sino que, sacudido por explosiones y fogonazos, debía ser capaz de afrontar problemas como el de “derrocar el régimen de la burguesía [o el de] llevar al proletariado a la conquista del poder”. Ante cuestiones de esta naturaleza, más propias de un partido, l’Obrera calla, carente de ideas. Por tanto, ¿qué sentido tiene ‒máxime en un contexto de emergencia social y ecológica como el nuestro‒ seguir militando en un proyecto que no sabe pensar a gran escala, en vez de lanzarnos a organizar la tarea de “derrocar el régimen de la burguesía” o de “llevar al proletariado a la conquista del poder”, es decir, la revolución?

Si completamos la cita del Manifiesto del párrafo anterior, constatamos que Marx y Engels anteponen en el texto, a los dos objetivos comunistas presentados (derrocar el régimen de la burguesa y llevar al proletariado a la conquista del poder) otro aparentemente más humilde: el de formar la conciencia de clase del proletariado. Callada ante el enunciado de los otros términos, aquí l’Obrera pide la palabra. Contribuir a la formación de la conciencia de clase del proletariado es exactamente su tarea. Lo hace sin estridencias, con naturalidad: sin consignas obreristas, sin mitología revolucionaria; pero lo hace, en la medida en que, año tras año, al amparo de sus paredes, centenares de personas se reúnen, se reconocen como iguales y acuerdan, al afirmar una solidaridad al margen del mercado, un programa común de mínimos.

Hal Draper, en un artículo fulgurante como la hoja de un cuchillo, explica que, en ausencia de una clase obrera madura para un desarrollo histórico independiente, todo partido comunista, incluido el provisto de las mejores intenciones, adopta necesariamente la forma política de una secta. No todas las sectas son negativas, aclara; hay compañeras –añadimos nosotras‒ que, desde su partido, realizan una labor encomiable; pero la forma de su organización es, inevitablemente, la de la secta, y no la del partido revolucionario, entendido como instrumento para la autoemancipación de la clase trabajadora. ¿Qué papel puede desempeñar un partido en el seno (o peor todavía: desde el exterior) de una clase dispersa y desgarrada? ¿Qué poder social aspira a dirigir el partido, hoy, contra la dominación del capital? No es intención de estas líneas negar tres veces, como Pedro, la idoneidad, en nuestro contexto, de la militancia de partido, sino tan solo subrayar que la constitución en clase de las trabajadoras del mundo es, desde 1848, el primero de los objetivos de las comunistas, en cuya ausencia todos los olivos crecen bordes.

La contradicción, en resumen, está servida. El mundo se aboca a la crisis más grave de la historia y nuestra clase no llega madura a la cita. La tarea de las comunistas es constituirnos como clase a marchas forzadas, para poder sentarnos, antes de que sea demasiado tarde, a la mesa de los grandes, durante apenas un segundo, para de inmediato romper todos los platos y quemar el restaurante entero. Sabedores de que se nos acaba el crédito, apostamos todas las fichas que nos quedan al rojo y nos aferramos a la idea de Lenin según la cual “hay décadas en que no pasa nada y hay semanas en que pasan décadas”, y lo fiamos todo al movimiento agónico de la ruleta. “Estallará una crisis terrible, viviremos protestas masivas y podremos aspirar a articular políticamente el malestar.” En Italia, de momento, en ausencia de una clase trabajadora formada y consciente, la crisis terrible ha llevado, suavemente, como una ola hacia la arena, a Meloni a la presidencia. ¿En virtud de qué lo haremos distinto nosotras?

El papel de l’Obrera

La ruleta gira, y hay que estar muy al tanto y, si es posible, dar una patada a la pata de la mesa, sin que se dé cuenta el crupier, para hacerla girar dos dedos más cuando parece que la bola va a caer en negro. Sin embargo, mientras ruedan los colores, hay certezas que, sustraídas al destino, sí que podemos construir con nuestras manos, y una de estas certezas es un proyecto como l’Obrera.

L’Obrera es un espacio en el que, los últimos siete años, centenares de personas se han reunido y han articulado, a partir del trabajo colectivo libre, relaciones humanas plenas, haciendo de la expresión panfletaria “formar la conciencia de clase del proletariado” un proceso real, medible en gotas de sudor, rondas de sparring y botes de pintura. En l’Obrera, este hacerse clase de las trabajadoras ha significado, entre otras cosas, que vecinas nacidas a media hora a pie del Centro Social han establecido lazos horizontales con compañeras que han tenido que presenciar el horror de la muerte con tal de poder pisar suelo europeo, o que catalanas naturales de los dos bandos del conflicto nacional se han reconocido (en el sentido literal, de volver a conocerse) y han hecho del programa democrático su bandera común. Repartidora de Glovo, dependienta de Ikea, trabajadora doméstica, parada, recogedor de chatarra, albañil y menor tutelado, en l’Obrera se han mirado a los ojos y se han sabido parte de un todo, posiblemente por primera vez. “¡Caballería!”, escribe el terrorista ruso Sazónov, citado por Camus; “nuestra caballería estaba penetrada de un espíritu tal que la palabra hermano todavía no traduce con suficiente claridad la esencia de nuestras relaciones recíprocas”; y las y los miembros de l’Obrera sienten la tentación de sumarse a este galope, sin saber aún adónde lleva.

No sabemos adónde nos empujará este acelerador de la Historia que es la crisis. Lo que sabemos es que, con o sin acelerador de partículas, mientras no nos constituyamos en clase corremos el riesgo de que nos constituyan en alguna cosa peor. Proyectos como l’Obrera (y como tantos otros: l’Antiga Massana, la Malgirbada, l’Analògica…) que, a partir de la recuperación del espacio común, hacen que sea posible la construcción de una identidad compartida, son instituciones para abrirnos paso en un mundo cada vez más hostil.

Este sábado, 8 de octubre, a partir de las 18:00 h, una manifestación recorrerá las calles de Sabadell para exigir la supervivencia de l’Obrera contra el capital especulador más rancio y más de nuestra tierra. Una asistencia masiva a esta marcha levantaría la moral de l’Obrera e impactaría como un pedrusco en la ventana de NEDAX, la constructora propietaria del inmueble. Se sabe qué es y qué no es l’Obrera, lo que puede y no puede hacer. Resulta difícil medir en un sentido objetivo si, en un contexto de crisis, guerra y catástrofe climática como el nuestro, un proyecto como este resulta más bien mucho o más bien poco. Las categorías relativas se inclinan ante las absolutas cuando estas brillan con luz propia, y el caso es que, para muchas de nosotras, l’Obrera es todo lo que tenemos. Reforzarnos, hibridarnos con otros movimientos, nacidos o por nacer, crecer como una parra hasta cubrir toda la pérgola, y hacerlo rápidamente, a contracorriente, con las condiciones cada vez más en contra y con creciente zozobra, he aquí un proyecto para los próximos años. No podemos permitirnos dar pasos atrás, solo morder el bucal y galopar hacia el futuro.

Versión original en catalán: Què fer mentre roda la ruleta…

Tomado de Viento Sur

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