DANIEL BENSAÏD* y MICHAEL LÖWY**: Auguste Blanqui, comunista herético

Auguste Blanqui, comunista herético
13/SEP/2023

En la historia del socialismo francés existe una corriente subterránea, herética, marginada y rechazada. Constituye una sensibilidad invisibilizada entre las tendencias que han dominado en la izquierda desde finales del siglo XIX hasta hoy: tendencias representadas por las parejas rivales y complementarias de Jaurès y Guesde, Blum y Cachin, Mollet y Thorez, Mitterrand y Marchais. Si contemplamos la historia del socialismo desde el punto de vista de la ruptura entre una primera y una segunda izquierda –una centralista, estatalista, anticapitalista, y otra más social, reformadora, democrática–, se trataría de una tercera izquierda, mucho más radical, que desde siempre ha quedado fuera del juego político, parlamentario y ministerial.

No se trata de un grupo o de una tendencia organizada, aún menos de un partido: todo lo más, de una constelación intelectual y política, cuyas estrellas más visibles son Auguste Blanqui, Georges Sorel, Charles Péguy y Bernard Lazare. Al intentar redescubrir esta tradición escondida del socialismo francés, escamoteada tanto por el silencio de unos como por los intentos de recuperación de otros –por ejemplo, el (muy persistente) de la segunda izquierda por apropiarse de Sorel–, no tenemos ninguna intención de proponer una nueva ortodoxia en lugar de las ya existentes. Además, sería imposible, porque estos pensadores presentan entre sí tantas diferencias como afinidades.

Tampoco olvidamos las grandes limitaciones que tienen nuestros cuatro autores, cada cual a su manera: la tentación putschista de Blanqui, la tentación nacionalista de Péguy y de Bernard Lazare, el breve pero sulfuroso flirteo de Sorel con Acción Francesa [extrema derecha]. Estas ambigüedades aclaran, sin por ello legitimarlos, los intentos del fascismo por apropiarse de Sorel o del pétainismo de Péguy, a costa de una enorme falsificación de su pensamiento.

Para evitar cualquier malentendido, precisemos también que tampoco se trata de presentar esta constelación como una alternativa a Marx. Estamos convencidos –contra la última moda del prêt-à-penser, que pretende reducir al autor de El Capital a un perro muerto sepultado bajo los escombros de la caída del Muro– de que el marxismo sigue siendo (retomando la célebre expresión de Sartre) “el horizonte insuperable de nuestra época”. Las pretensiones de superarlo –o de improvisar un improbable post-marxismo– acaban siempre por volver más atrás, y no más allá, de Marx, al bueno del viejo Adam Smith (y a su mano invisible y no menos criminal), a Locke (y a su contrato engañoso) o a Bentham (y a su sentido de la utilidad bien entendida).

Por tanto, es en tanto que marxistas críticos que releemos a estos socialistas disidentes, convencidos de que pueden contribuir a enriquecer el marxismo y a desembarazarlo de algunas escorias. Pese a su evidente diversidad, heterogeneidad y particularidad, nos parece que los cuatro autores citados comparten, de forma desigual, algunas características que permiten considerarlos como un todo:

• el rechazo del positivismo, del cientifismo y del determinismo mecánico;

• la crítica de la ideología del progreso, de una filosofía evolucionista de la historia y de su temporalidad lineal;

• la aguda percepción de los daños provocados por la modernidad;

• la irreconciliable oposición al capitalismo, considerado intrínsecamente injusto;

• una sensibilidad rebelde que lleva a rechazar el reformismo, el cretinismo parlamentario y los acomodos de la política ordinaria;

• una tendencia antiautoritaria y antiestatal;

• una sensibilidad romántica crítica de la modernidad mercantil, atraída por las formas comunitarias del pasado. Mientras Péguy duda entre el romanticismo revolucionario juvenil y el romanticismo conservador (tras su conversión), Blanqui, más inspirado en la antigüedad estoica y romana, es resueltamente anti-romántico;

• un estilo profético, en el sentido bíblico del término, que procede por anticipaciones condicionales y llamamientos a la acción para conjurar el peligro de catástrofe;

• una visión mística e intransigente (profana y laica) de la política, como acción inspirada por la fe, la pasión, la moral, en oposición al horizonte mezquino y limitado de la política rutinaria;

• una concepción abierta, no lineal, no acumulativa de los acontecimientos, dejando espacio a las alternativas, las bifurcaciones y las rupturas.

Este decálogo no se encuentra necesariamente al completo en cada uno de nuestros autores: tal o cual aspecto ocupa un lugar central en uno y está ausente en otro. Pero comparten la mayor parte de estos elementos, ligados entre sí por sutiles relaciones de afinidad electiva. Es lo que da a sus escritos esa calidad, ese vigoroso estilo de pensamiento, ese tono que contrasta con la mayor parte de sus contemporáneos. Esta constelación socialista, poco conocida, parece aportar una contribución única y valiosa –pese a todas sus ambivalencias y contradicciones– rechazada en la historia de la izquierda francesa, tal como ha sido moldeada por sus principales corrientes bajo la influencia dominante de un positivismo republicano1.

Auguste Blanqui, comunista profético y anarquista leal
Los reproches políticos que se suelen dirigir a Blanqui son lo bastante conocidos para que sea superfluo insistir en ellos: putschismo, elitismo revolucionario, germanofobia, etc. Y, sin embargo, su imagen no deja de obsesionarnos: no sólo encarna a la víctima de todas las reacciones –orleanistas, bonapartistas, versalleses y republicanos de orden se relevaron para mantenerle encarcelado–, sino también el mensaje de su “voz metálica” (Walter Benjamin) que resuena mucho más allá de su siglo.

Si hubiera que resumir la política de Blanqui, podría decirse que, ante todo, se trata, de la manera más consecuente, de un voluntarismo revolucionario, origen tanto de su fuerza como de su debilidad, de su grandeza como de sus límites. Al contrario que los saint-simonianos y, sobre todo, los positivistas –esos miserables que sólo se distinguen por “su respeto a la fuerza y su cuidado en rehuir el contacto con los vencidos”, que tienden sistemáticamente a asimilar la sociedad con la naturaleza–, Blanqui no cree en las pretendidas leyes de la política. Para él, la palabra ley sólo tiene sentido en relación con la naturaleza, porque la llamada ley o regla inmutable es incompatible con la razón y la voluntad. Donde el hombre actúa no hay lugar para la ley2. Si bien, a veces, este voluntarismo llevó a Blanqui al fracaso –las tomas de las armas de 1839 y de 1870 son el mejor ejemplo–, sin embargo, le salvó de la pegajosa charca del determinismo científico.

Esta fe en la razón y en la voluntad es, sin duda, una herencia de la filosofía de la Ilustración que impregna todo su pensamiento. El grito “¡luz!, ¡luz!”, repetido sin cesar, aparece a menudo en las páginas de Critique sociale, en estrecha relación con una parte de ilusión iluminista característica de los movimientos socialistas de la época: el comunismo será “el resultado infalible de la educación universalizada”. Bastaría con expulsar de las escuelas al “Ejército negro” (la Iglesia) y generalizar la educación para que llegue la luz y, con ella, necesariamente, la comunidad3. Sin embargo, Blanqui se distingue radicalmente de la simple herencia de la Ilustración por su crítica mordaz de las ideologías del progreso. Algunas de sus formulaciones sobre esta cuestión tienen una agudeza sorprendente. Llamaron la atención y suscitaron el interés de Walter Benjamin, que las retomó casi palabra por palabra4.

Blanqui no subestima en absoluto los progresos de la ciencia y de la industria. Pero está convencido de que en la sociedad actual todas las conquistas científicas y técnicas “se vuelven un arma terrible en manos del Capital contra el Trabajo y el Pensamiento”5. También contra la Naturaleza, como veremos más adelante. Más en general, Blanqui no concibe el pasado como una acumulación gradual y lineal de luces o de libertades: no se puede olvidar, escribe, “la interminable serie de calamidades que atraviesa la historia del género humano”. Rechazando el historicismo conformista, positivista y limitado, que siempre legitima a los vencedores en nombre del progreso, pone en la picota a esa “mezcla de cinismo y de hipocresía” para la cual las víctimas del pasado son “hojas muertas” que hay que “dejar de lado”. Para estos ideólogos,

“la Historia se escribe a grandes rasgos, sin ningún miramiento, con montones de cadáveres y de ruinas. Ninguna carnicería estremece a estas frentes impasibles. La masacre de un pueblo, evolución de la humanidad. ¿La invasión de los bárbaros? Infusión de sangre joven y nueva en las viejas venas del Imperio romano. (…) En cuanto a las poblaciones y las ciudades que son víctimas de las catástrofes… [la] necesidad… [la] marcha fatal del progreso”.

No podemos saber si Benjamin tenía en la cabeza este pasaje de Critique Sociale cuando, en su IX tesis de Sobre el concepto de historia, describía los frutos del progreso como un montón de ruinas catastróficas que llega al cielo, pero salta a la vista el parecido con las imágenes de Blanqui6.

Para el fundador de la Société des saisons [Sociedad de las Estaciones, 1837], el proceso histórico no es una evolución predeterminada, sino un movimiento abierto, que reviste, en cada momento crítico, la forma de una decisión, de una bifurcación en la intersección de los caminos. Según una hermosa imagen de su biógrafo Gustave Geffroy, “Blanqui instalaba la visible y atractiva bandera de su incertidumbre en la encrucijada de Revolución”. Por ello, la historia humana puede conducir tanto a la emancipación como a la catástrofe:

“La humanidad nunca está inmóvil. Avanza o retrocede. Su marcha progresiva la conduce a la igualdad. Su marcha retrógrada remonta, pasando por todos los grados del privilegio, hasta la esclavitud personal, última palabra del derecho de propiedad. Desde luego, antes de volver hasta ahí, la civilización europea habrá perecido. ¿Pero a través de qué cataclismo?”

Con medio siglo de antelación, es la idea de la alternativa entre “socialismo o barbarie” enunciada por Rosa Luxemburg7.En una conversación de 1862 con Théophile Silvestre, Blanqui insistía de nuevo en rechazar toda concepción lineal del tiempo histórico: “No soy de los que afirman que el progreso es evidente, que la humanidad no puede retroceder. (…) No, no hay fatalidad, de otra manera la historia de la humanidad, que se escribe de hora en hora, estaría ya escrita de antemano”8.

Por eso, Blanqui se oponía categóricamente a la “siniestra teoría del progreso a pesar de todo, de la salvación continua”, preconizada por los positivistas, esos “fatalistas de la historia”, esos “adoradores del hecho consumado”. Para él, el positivismo es la historia contada desde el punto de vista de los opresores:

“Todas las atrocidades del vencedor, la larga serie de sus atentados, son transformadas, de manera fría, en evolución regular, ineluctable, como la de la naturaleza. (…) Pero el engranaje de las cosas humanas no es fatal, como el del universo. Es modificable cada minuto”9.

Para Benjamin, la grandeza de Blanqui estaba en no creer en el progreso, sino en la decisión de poner fin a la injusticia presente. De todos los revolucionarios, era el más decidido a “arrancar a la humanidad de la catástrofe que la amenaza de forma permanente en el último momento”10.

Es precisamente lo que llamamos su papel profético, en el sentido del Antiguo Testamento definido más arriba. En el año 1848, este profetismo se manifiesta de manera asombrosa. Desde el mes de mayo –algunas semanas antes de las sangrientas Jornadas de Junio– estaba atento a “los síntomas precursores de la catástrofe” e insistía sobre la intención de las fuerzas de la reacción de ejecutar, con las tropas de infantería, “la noche de San Bartolomé de los obreros parisinos”11. Encarcelado poco después, no pudo participar en los desesperados combates de Junio –uno de los acontecimientos fundadores de la sociedad burguesa moderna–, pero su lucidez no quedó olvidada; sobre todo, por Marx en Las Luchas de clases en Francia:

“el proletariado se agrupa cada vez más en torno al socialismo revolucionario, en torno al comunismo, para quien la propia burguesía ha inventado el nombre de Blanqui. Este socialismo es la declaración de la revolución permanente12.

Encarcelado en el fuerte de Belle-Ile-en-Mer, el 25 de febrero de 1851 Blanqui envía a sus amigos exiliados en Londres un discurso que se convertirá en uno de sus panfletos más famosos. Traducido por Marx y Engels, se difundió ampliamente en Inglaterra y Alemania. Expresa una despiadada crítica de los “burgueses disfrazados de tribunos” de 1848 (Ledru-Rollin, Lamartine, etc.), a la vez que una advertencia profética –condicional– para el futuro: “¡Desgraciados de nosotros si el día del próximo triunfo popular, la olvidadiza indulgencia de las masas dejase ascender al poder a uno de esos hombres que traicionaron su mandato!”. En cuanto a las doctrinas socialistas, “no conducirán más que a un lamentable aborto si el pueblo (…) olvidase el único elemento práctico asegurado”: la fuerza, las armas, la organización. La palabra clave de este documento es “si”: no se trata de prever lo inevitable, sino de prevenir un peligro y llamar a una decisión. El discurso concluye con estas palabras: “Que el pueblo elija”13.

Este texto de Blanqui tuvo el efecto de una bomba en los medios del exilio francés y provocó, como era previsible, protestas y críticas. Volviendo a tomar la pluma, el Encerrado se justificó en una declaración (“A cuenta de los clamores contra la advertencia al pueblo”, abril de 1851), donde reivindicaba por primera vez el título de profeta. Recordando la “exactitud de [su] previsión” en 1848, observaba:

“¡Cuántas veces se ha gritado en las filas populares: Blanqui tenía razón! (…) Se ha repetido muchas veces: ¡ya lo había dicho! Y este desengaño tardío, esta expresión de lamento y de arrepentimiento era una rehabilitación, una enmienda honrosa. Pero resulta que el profeta vuelve a tomar la palabra. ¿Para mostrar un horizonte desconocido, para revelar un mundo nuevo? No, para remachar las prédicas de su grupo. (…) Ante los peligros que amenazan con renacer de forma idéntica, opone su grito de alarma: ¡Proletarios, tened cuidado!”14.

La imagen que se hace Blanqui del profeta es sin duda de inspiración bíblica, pero bajo una forma enteramente profana y secular. Además, existe un modo antiguo de profecía que él repudia: la jeremiada. La verdadera profecía no es una queja, sino un llamamiento a la acción redentora. Ésta es la conclusión de su famosa Instrucción para tomar las armas (1868):

“Una estúpida costumbre de nuestros tiempos es lamentarse en lugar de reaccionar. Las jeremiadas están de moda. Jeremías posa en todo tipo de posturas. Llora, se flagela, dogmatiza, gestiona, atruena, azote él mismo entre todos los azotes. Dejemos estos candelabros de la elegía a los enterradores de la libertad. El deber de un revolucionario es siempre la lucha, luchar siempre, luchar hasta la extinción”15.

Una de las profecías más impresionantes de Blanqui ha pasado inadvertida hasta ahora para los comentaristas. Muy ligada a su visión crítica del progreso y a la utilización de la ciencia por el capital, denuncia un nuevo peligro: la destrucción del entorno natural por la civilización capitalista.

“El mundo civilizado dice: Después de mí, el diluvio, o, si no lo dice, lo piensa y actúa en consecuencia. ¿Cuida acaso los tesoros amasados por la naturaleza, tesoros que no son inagotables y no se reproducirán? Hace un odioso despilfarro de la hulla, con el pretexto de desconocidos yacimientos, la reserva del futuro. Extermina las ballenas, recurso poderoso que va a desaparecer, perdido para nuestros descendientes. En el presente saquea y destruye al azar, para sus necesidades o para sus caprichos”.

En otro pasaje del mismo texto, después de una referencia a la aniquilación de los llamados pueblos salvajes por la irrupción de la civilización europea, escribe:

“Desde hace casi cuatro siglos, nuestra detestable raza destruye sin piedad todo lo que encuentra, hombres, animales, vegetales, minerales. La ballena se va a extinguir, aniquilada por una persecución ciega. Los bosques de quinquina caen uno tras otro. El hacha abate, nadie replanta. Se preocupa poco de que en el futuro haya fiebre”16.

Esta advertencia de 1869-1870, que no tiene equivalente en el socialismo del siglo XIX –¡y es todavía rara en el del siglo XX, hasta los últimos veinte años!– no ha perdido nada de su actualidad 125 años más tarde: bastaría con sustituir la hulla por el petróleo o el hacha por el bulldozer, para encontrar una descripción precisa de algunas catástrofes ecológicas que nos acechan en el umbral del siglo XXI. Sin duda, Blanqui se equivocó en los plazos –¡fallo compartido por muchos espíritus proféticos!– pero previó, mucho tiempo antes, la inquietante amenaza.

Como todo profeta revolucionario, Blanqui tiene una visión mística (en el sentido péguysta de la palabra) de la política, como acción inspirada por la fe, la ética y la pasión. Esta fe revolucionaria se opone de la manera más radical al egoísmo mezquino y calculador del clericalismo burgués y de su (sin)razón de Estado. Aunque la religión sigue siendo su enemigo mortal, el revolucionario respeta la fe sincera, cualquiera que sea su forma y su contenido, en la medida en que se distingue de la adoración al becerro de oro:

“El pueblo, ya sea que, en su ignorancia, esté inflamado por el fanatismo de la religión, o que, más ilustrado, se deje llevar por el entusiasmo de la libertad, el pueblo es siempre grande y generoso: no obedece a viles intereses monetarios, sino a las más nobles pasiones del alma, a las inspiraciones de una moralidad elevada”17.

En una carta de 1852 a su amigo Maillard, Blanqui no duda en hablar de fe –liberada de cualquier implicación religiosa– para dar cuenta del significado del socialismo para las clases oprimidas: la idea socialista, a pesar de la diversidad y las contradicciones de sus múltiples doctrinas,

“ha captado el espíritu de las masas, se ha convertido en su fe, su esperanza, su estandarte. El socialismo es la chispa eléctrica que recorre y sacude a los pueblos. Sólo se agitan, sólo se inflaman por el aliento ardiente de estas doctrinas (…), de estas ideas poderosas que tienen el privilegio de apasionar al pueblo y empujarlo a la tempestad. No os equivoquéis, ese socialismo es la revolución. No es más que eso. Suprimid el socialismo y la llama popular se extinguirá, el silencio y las tinieblas caerán por toda Europa”18.

¿Se trata de una visión idealista de la historia, que negaría el papel de los intereses materiales en la acción de las y los explotados? Lejos de oponerse al materialismo y a la exigencia de bienestar material, esta religión revolucionaria –el término es de Blanqui, pero concebido en un sentido decididamente ateo y profano– es su expresión consciente:

“Mazzini despotrica con furor contra el materialismo de las doctrinas socialistas, contra la preconización de los apetitos, el llamamiento a los intereses egoístas. (…) ¿Qué es la revolución sino la mejora de la suerte de las masas? ¡Y qué tontería son estas invectivas contra la doctrina de los intereses! Los intereses de un individuo no son nada, pero los intereses de todo un pueblo se elevan a la altura de un principio; los de la humanidad entera se vuelven una religión”.

En otras palabras: la mística de los profetas socialistas no excluye, sino todo lo contrario, una dialéctica materialista19.

La dimensión ética del socialismo, como combate contra la injusticia, es también capital para Blanqui. Una de sus principales críticas contra el positivismo se refiere a su ausencia de distancia crítica/moral ante los hechos:

“El positivismo excluye la idea de justicia. No admite más que la ley del progreso (en todo caso y) continuo, la fatalidad. Cada cosa es excelente en su momento puesto que tiene su lugar en la serie de perfeccionamientos (la filiación del progreso). Todo está siempre en su mejor momento. Ningún criterio para apreciar lo bueno o lo malo”20.

Sin embargo, Blanqui tiene fama de ser un pensador autoritario. En efecto, sus proyectos de “dictadura revolucionaria, “dictadura parisina” (“durante diez años”), encargada de instruir pedagógicamente a un pueblo que todavía está sumergido en las tinieblas, gracias a la “difusión general de la Ilustración” –postura típica de los Enciclopedistas del siglo XVIII y de sus discípulos socialistas del XIX–, son preocupantes. Sin embargo, en el mismo texto, también condena cualquier intento autoritario de establecer un comunismo desde arriba: “Lejos de imponerse por decreto, el comunismo debe esperar su advenimiento de las libres resoluciones del país”21.

En realidad, en el núcleo de los escritos de Blanqui se encuentra un equilibrio inestable entre el iluminismo autoritario y una profunda sensibilidad libertaria. Esta última se expresa, por ejemplo, en su elogio de la diversidad y del pluralismo en el seno del movimiento socialista: “Proudhonianos y comunistas son igual de ridículos en sus diatribas recíprocas, no comprenden la inmensa utilidad de la diversidad en las doctrinas. Cada matiz, cada escuela, tiene su misión que cumplir, su parte que jugar en el gran drama revolucionario, y si esta multiplicidad de sistemas os parece funesta, desconoceréis la más irrecusable de las verdades: la luz sólo surge de la discusión22.

Otro aspecto sorprendente es su actitud ante el enemigo: tanto como predica la guerra de clases, denuncia apasionadamente a los explotadores y llama a la venganza popular, de igual manera le repugnan el terror, la guillotina y los pelotones de ejecución. El peor castigo que propone para los contrarrevolucionarios, y en particular para los agentes de la Iglesia, es la expulsión fuera de Francia. Desde ese punto de vista, está más cercano a la democracia ateniense de la Antigüedad que del jacobinismo de 1794 (del que es un feroz crítico). En cuanto a los capitalistas –“la raza de vampiros”–, la instrucción integral del pueblo los volverá impotentes y acabarán por “resignarse al nuevo medio”. No se trata de emplear la guillotina contra ellos: “Que nadie se equivoque, la fraternidad es la imposibilidad de matar a su hermano”23.

Pero Blanqui no es un utópico; rechaza proponer diseños de futuro y considera a los utópicos doctrinarios como “fanáticos amantes del enclaustramiento”, “construyendo edificios sociales a porfía para emparedar la posteridad”. Convencido de que hay que dejar a las generaciones futuras la libertad de elegir su camino, sólo atribuye a la Revolución el papel de despejar el terreno, abriendo así “las carreteras o, más bien, los múltiples senderos que conducen hacia el nuevo orden”. Sobre este último, se limita a citar los principios más generales del comunismo: la educación universal, la igualdad, la asociación (y no el reparto, que reproduce la propiedad privada). Ese futuro comunista lo concibe con un espíritu libertario, como una sociedad de seres humanos “recelosos como caballos salvajes”, en la que “ninguna cosa tan execrable y execrada que se llame gobierno podría asomar la cabeza”; una comunidad de individuos libres que no admitirán “ni una sombra de autoridad, ni un átomo de coacción”. De forma aún más explícita, en un manuscrito (inédito en vida) de noviembre de 1848 proclama: “La Anarquía es el futuro de la humanidad. (…) El Gobierno por excelencia, fin último de las sociedades, es la ausencia de gobierno”24.

No es casualidad que, medio siglo más tarde, Walter Benjamin se inspirase en Blanqui para insuflar un nuevo espíritu revolucionario a un marxismo reducido por sus epígonos a un miserable muñeco autómata.

Auguste Blanqui o la historia a contrapelo
Figura de transición entre el babuvismo [de Babeuf] republicano, el carbonarismo conspirador y el movimiento socialista moderno, Auguste Blanqui muestra desde los años 1830 la toma de conciencia de los límites del republicanismo. Algunos de sus enunciados parecen anunciar el mismo paso de Marx del humanismo liberal al socialismo de lucha de clases. Más despiadadamente que él, rechaza la burlesca utopía de los fourieristas que hacían la corte a Luis Felipe, así como el clericalismo positivista de Auguste Comte. Entrevé el transcrecimiento de la emancipación sólo política en emancipación social y humana. Designa a la fuerza propulsora –el proletariado–, aunque la palabra preceda todavía, en buena medida, a la cosa que surgirá de la gran industria. Sin embargo, Blanqui aparece como un revolucionario de la primera mitad del siglo, de las revoluciones de 1830 y 1848, afiliado desde los 19 años a los carbonarios franceses.

Su crítica del jacobinismo resulta original para la época, sin duda a causa de su herencia babuvista, pero también porque toma conciencia de los límites de cierto republicanismo burgués. Critica duramente a Robespierre por haber inmolado, con la cabeza de Cloots, “a los sujetos rebeldes refugiados en la Revolución francesa”, y por haber dado, con la cabeza de Chaumette, garantías a los clérigos. Detrás del Incorruptible [Robespierre] ve anunciarse ya al Bonaparte, un “Napoleón prematuro”; detrás del ser supremo, la beatería republicana (y el fetichismo todavía teológico del Estado)25.

Se perfila una revolución nueva, que todavía no ha recibido su nombre. Una revolución todavía espectral, que Michelet, en su Historia de la Revolución francesa, bautizó como romántica, percibiendo en los Enragés del 93 “el germen oscuro de una revolución desconocida”:

“Los republicanos clásicos tenían detrás de ellos un espectro que corría rápido y les hubiera ganado por velocidad: el republicanismo romántico de las cien cabezas, las mil escuelas, que hoy llamaremos socialismo.”

En cierta medida, Blanqui es su heredero, que quiere superar la idea de una República sin apellidos, de una república sin más, para determinar mejor el contenido social. Así, en 1848 escribió:

“La República sería una mentira si sólo tuviera que ser la sustitución de una forma de gobierno por otra. No basta con cambiar las palabras, hay que cambiar las cosas. La República es la emancipación de los obreros, es el fin del régimen de la explotación; es el advenimiento de un orden nuevo que liberará al trabajo de la tiranía del Capital”.

En adelante, la república será social o no será. Esta profundización social de la revolución política se refleja en la crítica que hace Marx (en su artículo de 1844, Sobre la cuestión judía) de la “emancipación política”, sin más, en nombre de “la emancipación humana”, y de la alienación religiosa transformada en alienación social. De los cursos de Jean-Baptiste-Say, Blanqui retomó una crítica todavía mal conceptualizada del capital. Lo mismo que para Marx, el cristianismo (sobre todo en su forma protestante) disocia lo privado y lo público para dejar libre curso al interés egoísta; Blanqui ve en el protestantismo victorioso “nuestro contrario absoluto” en tanto que “religión del egoísmo y de la individualidad” o, dicho de otra manera, en tanto que espíritu del capitalismo26.

¿Qué fuerza será capaz de llevar la nueva revolución más allá de los límites alcanzados por la Revolución francesa? Ya en su alocución del 2 de febrero de 1832 ante la Sociedad de Amigos del Pueblo presenta un análisis lúcido del antagonismo de clases y de su dinámica: después de la revolución de Julio, “la clase alta está aplastada, la clase media que se había escondido durante el combate y lo desaprobó, mostrando tanta habilidad como prudencia, ha escamoteado el fruto de la victoria conseguida a su pesar. El pueblo, que lo ha hecho todo, se ha quedado sin nada, como antes. Pero el pueblo ha entrado como un rayo en la escena política que ha tomado al asalto y, aunque echado casi en el mismo instante, lo ha hecho como dueño y señor. En adelante se va a librar una guerra encarnizada entre la clase media y él. Ya no entre las clases altas y la burguesía, que incluso tendrá que llamar en su ayuda a sus antiguos enemigos para resistirle mejor. En efecto, la burguesía no ha disimulado durante mucho tiempo su odio al pueblo”27.

En su carta a Maillard del 6 de junio de 1852 precisa de nuevo, a la luz de los acontecimientos de 1848: “Usted me dice: no soy ni burgués ni proletario. Cuidado con las palabras sin definición, es el instrumento favorito de los intrigantes”. Ya hemos sabido después hasta qué punto el ni-ni es un tic característico de la ideología burguesa del justo medio. Pero, qué significa demócrata sino una máscara ecuménica para disimular la lucha de clases:

“Esta mistificación siempre renovada data de 1789. La clase media lanza al pueblo contra la nobleza y el clero, los derrota y ocupa su lugar. Apenas abatido el antiguo régimen por el esfuerzo común, comienza la lucha entre los dos aliados vencedores, la Burguesía y el Proletariado”.

En Le Peuple [El Pueblo], Michelet constataba desde 1846 que a la burguesía le había bastado medio siglo para quitarse la máscara de su crueldad de clase. Después de 1848, a fortiori, se ha vuelto necesario llamar a las cosas por su nombre. Sin embargo, Blanqui tiene una comprensión de la noción de clase social más amplia y más abierta que el obrerismo de un Tolain (que prefigura una tendencia tenaz del movimiento obrero francés), que sólo quiere admitir en la Primera Internacional y en el movimiento cooperativo a obreros sociológicamente probados. Por el contrario, Blanqui es favorable a acoger a todas las personas “desclasadas” (ahora diríamos las personas excluidas y precarias), que “son hoy día el fermento secreto que inflama sordamente a la masa y la impide desplomarse en el marasmo. Mañana serán la reserva de la revolución”.

Clarificar los fundamentos del antagonismo de clase tiene una importante consecuencia política: la delimitación del naciente movimiento obrero y la afirmación de su independencia política frente a la burguesía republicana. Así, durante la revolución de 1848, Blanqui apoya la candidatura de Raspail contra la de Ledru-Rollin: “Por primera vez en la arena electoral, el proletariado se disociaba por completo como partido político del partido democrático”28.

¿Qué política para esta revolución desconocida que madura en la lucha de clases? De forma categórica, Blanqui rechaza tanto la utopía libertaria a lo Proudhon como el “mercado consentido” a lo Bastiat, “el más atrevido apologista del capital”. Lo que todavía no se llamaba socialismo de mercado sólo podía ser un pacto con el diablo, porque la opresión capitalista está basada en “las sangrientas victorias de la propiedad”. Pero el comunismo también debe “precaverse de los aires de utopía y no separarse nunca de la política”. Blanqui da muestras de un sólido sentido práctico de lo posible: cuidémonos de “gestionar el futuro” y “alejemos la mirada de esas perspectivas lejanas que cansan la vista y el pensamiento en balde, y retomemos nuestra lucha contra los sofismas y el avasallamiento”29. Al igual que Marx, aborrece todas las formas doctrinarias de utopía o de socialismo y busca la lógica interna del movimiento real capaz de derribar el orden establecido. De ahí su desconfianza hacia el movimiento cooperativo de producción, de consumo o de crédito; sobre todo, hacia el primero, que le parece tender una trampa, llevando al desánimo en caso de fracaso, o a una promoción (o cooptación) social que desnaturaliza al pueblo sin transformar la sociedad. En esta hostilidad a los experimentos sociales de un movimiento obrero naciente hay una dosis innegable de sectarismo, asociado a una crítica pertinente de las ilusiones sociales extendidas en algunas corrientes, como los proudhonianos, que eluden la cuestión política del poder.

Para Blanqui, por el contrario, la conquista del poder político es la clave de la emancipación social. Por tanto, su postura es inversa a la de Saint-Simon o Proudhon, que subordinan la revolución política a la reforma social, el fin al movimiento, hasta disolver este objetivo en el ilusorio gradualismo del proceso. Blanqui está convencido de que

“la cuestión social sólo podrá discutirse seriamente y ponerse en práctica después de la solución más enérgica y más irrevocable de la cuestión política y a través de ella. Actuar de otra manera es poner el carro delante de los bueyes. Ya se ha intentado una vez y la cuestión social ha sido aniquilada para veinte años”30.

¿Al contentarse con invertir la dialéctica del fin y los medios, del proceso y del acto, no opera una simplificación excesiva que le impide resolver la cuestión crucial sobre cómo de la nada pasar a serlo todo? En vano intentaríamos buscar en él una problemática de la hegemonía. Aunque el reformismo que se perfila ya con la burocratización del movimiento sindical es el principal peligro, esta insistencia unilateral en el momento de la decisión política le ha valido a Blanqui, y más aún a los blanquistas, la reputación de putschistas, difundida en la Primera Internacional tanto por el viejo Engels como por Rosa Luxemburg. Pero la utilización de esta misma acusación contra Lenin tiende a probar que Blanqui había percibido del todo, aunque todavía de forma confusa, lo que sería la enfermedad senil del socialismo.

En el caso de Blanqui, la contrapartida de esta fijación casi exclusiva en el acto de fuerza revolucionaria es una extrema, incluso excesiva, prudencia y un desenfoque evasivo sobre las transformaciones económicas y sociales a poner en marcha, y sobre su ritmo. Hay que recordar que las diez medidas que se enuncian como programa en el Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels, se mantienen también en el ámbito de las generalidades necesarias. En tanto críticos consecuentes de la utopía como sentido no práctico de lo posible, quieren precaverse, al igual que Blanqui, de poner a hervir de forma desmedida las marmitas del futuro. Sin embargo, en este caso, y a diferencia de los autores del Manifiesto, Blanqui aparece como un revolucionario de un tiempo de transición, formado en la primera mitad del siglo XIX, en una época en que la crítica de El Capital está todavía en elaboración. Así, subraya en varias ocasiones que el ámbito económico, “infinitamente más complejo”, debe ser recorrido con “una sonda en la mano”. Esta reserva no deja de ser sabia. Es coherente con su crítica de la utopía y con su convicción de la necesidad de aprender a gestionar la economía. Lo peor sería pretender crear un organismo social imaginario. Para Blanqui, la “gran barrera” es la ignorancia. Por tanto, la prioridad (lo previo), tras la toma del poder político, es la tarea educativa que ya había obsesionado a la gente de la Convención. Pero esta utopía educativa inconsciente deja abierta una cuestión central. A la espera de que el pueblo se haga mayor, ¿qué forma de poder? ¿Una dictadura ilustrada? En ese caso, como describe Garrone, en su búsqueda de una fórmula política de transición que giraba invariablemente en torno a un poder de excepción ejercido por una élite virtuosa, Blanqui no escaparía al callejón sin salida de los revolucionarios del siglo XIX31. En 1867, Blanqui define al Estado burgués como “una gendarmería de los ricos contra los pobres”. Así pues, se trata, como repetirá Marx a la luz de la Comuna de Paris, de un aparato a destruir. Pero Blanqui mezcla curiosamente imágenes evolucionistas y la brusquedad del golpe de fuerza. Las revoluciones son, dice, como “la liberación de una crisálida”: han “crecido lentamente bajo el envoltorio roto”. Son también un acontecimiento brusco, un desgarro, incluso un momento de entusiasmo y ebriedad: “Una hora de triunfo y de poder, una hora de pie por tantos años de servidumbre”. Sin embargo, los días posteriores a la revolución suelen ser de melancólica resaca: “Los hombres y las cosas son los mismos que la víspera. Sólo la esperanza y el temor han cambiado de campo”. Todo queda por hacer. No es más que un comienzo, una apertura, un pistoletazo de salida. Ahora bien, la madurez de la crisálida justifica el golpe de fuerza que sólo sería, en suma, un empujoncito. La cuestión estratégica no planteada se resuelve entonces por la técnica: la que ilustra su famoso Instructions pour une prise d’armes de 1868.

Las experiencias de 1830, 1839 y 1848 habían puesto de manifiesto el peligro de contrarrevolución democrática que acecha a la revolución social: la burguesía recurre entonces a la legalidad institucional contra la soberanía popular. En el proceso de Bourges, en abril de 1849, Blanqui explica así su lucha para aplazar las elecciones en la primavera de 1848:

“Si se celebraran elecciones inmediatamente después de la revolución, ocurriría que la población iría a votar siguiendo las ideas del régimen caído. No era asunto nuestro; no era asunto de la justicia, porque cuando se aboga ante un tribunal las dos partes tienen el derecho a tener la palabra por turnos. Ante el tribunal del pueblo que iba dictar sentencia, hacía falta que nosotros tuviésemos nuestro turno de palabra, como lo habían tenido nuestros enemigos, y para eso necesitábamos tiempo”.

¡Tiempo! De ahí la manifestación del 17 de marzo para requerir al gobierno provisional que aplazara las elecciones. Pero como tampoco se trataba de reclamar un retraso indefinido, surge la propuesta del 31 de mayo, a la que Blanqui no se opone. Se contenta con guardar silencio, convencido de la insuficiencia del plazo: habría hecho falta más tiempo, pero ¿cuánto?… El 14 de marzo, escribe: “El pueblo no sabe. Es preciso que sepa. No es cosa de un día o de un mes. Las elecciones, si se celebran, serán reaccionarias. Dejad que el pueblo nazca a la república”. Volvemos a encontrar la idea de una tarea educativa previa.

Pero entonces, la contradicción aparece como un círculo vicioso. A la revolución le haría falta un pueblo educado, pero para hacer posible esta educación el pueblo debe comenzar por tomar el poder. ¿Cómo se pasa de ser nada a serlo todo? Volvemos a la misma pregunta. Es el enigma obsesivo de las revoluciones modernas. El propio Marx, que describe lúcidamente la mutilación física y mental sufrida por el proletariado a causa de la explotación, responde con el hecho de que el crecimiento y la concentración del proletariado industrial se traducirían en un progreso correspondiente de su conciencia y de su organización. Pero el silencio de Blanqui a la hora de fijar un plazo electoral prefigura el conflicto de legitimidades, que se da en casi todas las revoluciones modernas, entre un poder constituyente ejercido en permanencia y la institución del poder constituido; entre los soviets y la Asamblea Constituyente en Rusia, entre las asambleas de comités y la Asamblea Nacional elegida en Portugal, entre la calle y el Parlamento, entre el desorden (o la chusma) que horrorizaba a De Gaulle en el 68 y las formas parlamentarias respetuosas. El peor de todos los peligros en las horas de crisis, advertía Blanqui en 1870 después de la capitulación de Sedan, “es una asamblea deliberante (…). Hay que acabar con el desastroso prestigio de las asambleas deliberativas”32. No tenía la respuesta, pero ponía el dedo en la llaga del hecho fundamental de que un orden legal nuevo no nace en continuidad con el orden legal antiguo. No hay auténtica revolución sin ruptura, sin paso por el estado de excepción, sin suspensión del derecho antiguo, sin ejercicio soberano del poder constituyente.

Desde 1836, Blanqui había declarado en un largo discurso, durante mucho tiempo inédito:

“Ciudadanos, lo que tenemos a la vista no es un cambio político, sino una refundación social. La extensión de los derechos políticos, la reforma electoral, el sufragio universal pueden ser cosas excelentes, pero sólo como medios, no como objetivo; nuestro objetivo es el reparto igual de las cargas y de los beneficios de la sociedad; es el establecimiento completo del reino de la igualdad. Sin esta reorganización radical, todas las modificaciones de forma en el gobierno sólo serían mentiras, todas las revoluciones sólo comedias representadas en beneficio de algunos ambiciosos”33.

En 1848, proclamó que la lucha de 1793 “acaba de comenzar de nuevo”. Entre tanto, la [bandera] tricolor había sido deshonrada y era el momento de cambiar de color, de pasar a la bandera roja. La misma burguesía había usurpado el hermoso nombre de republicano y la divisa revolucionaria, pero “afortunadamente ha rechazado nuestra bandera, es un error: nos la quedamos nosotros. ¡Ciudadanos, la Montaña ha muerto! ¡Por el socialismo, su único heredero!”34. El discurso enviado desde Belle-Ile, que entusiasmó a Marx y Engels, seguía la misma lógica cuando denunciaba la responsabilidad del gobierno provisional y de los burgueses liberales35. Se trataba, sin embargo, de un texto de ruptura que sacaba las lecciones del acontecimiento: “no es suficiente que los escamoteadores de febrero sean echados para siempre del Hôtel de Ville [Ayuntamiento], hay que precaverse contra nuevos traidores”. La reacción no había hecho sino ejercer su oficio de degolladora.

Este famoso discurso bien merece una larga cita:

“¿Qué escollo amenaza a la futura Revolución? El mismo escollo en el que se estrelló la de ayer: la deplorable popularidad de burgueses disfrazados de tribunos (…). Es el gobierno provisional el que ha matado a la revolución y sobre su cabeza debe recaer la responsabilidad de todos los desastres, la sangre de tantos miles de víctimas. La reacción no ha hecho sino ejercer su oficio degollando a la democracia. Es el crimen de los traidores que el pueblo confiado había aceptado como guías y que lo entregaron a la reacción (…). ¡Desgraciados de nosotros si en el día del próximo triunfo popular, la indulgencia olvidadiza de las masas dejase subir al poder a uno de esos hombres que traicionaron su mandato! Por segunda vez, habrían terminado con la Revolución. Que los trabajadores tengan sin cesar ante sus ojos esta lista de nombres malditos, y si tan sólo uno apareciese alguna vez en un gobierno salido de la insurrección, que griten todos con una misma voz: ¡traición! (…). Traidores serían los gobiernos que, elevados sobre los adoquines proletarios, no pongan en marcha en ese mismo instante: 1. El desarme de los guardias burgueses; 2. El armamento y la organización en milicia nacional de todos los obreros. Sin duda hay otras medidas indispensables, pero surgirán de forma natural de este primer acto que es la condición previa, la única garantía de seguridad para el pueblo (…). Ahora bien, para los proletarios que se dejan divertir con ridículos paseos por las calles, con plantar árboles de la libertad, con frases sonoras de abogados, primero habrá agua bendita, después injurias y al final metralla; y siempre miseria. ¡Que el pueblo elija!”36

¿Es esto una confirmación del Blanqui putschista? En su Introducción de 1895 a Las Luchas de clases en Francia, Engels escribe: “El tiempo de los golpes de mano, de las revoluciones ejecutadas por pequeñas minorías conscientes a la cabeza de masas inconscientes ha pasado”. Rosa Luxemburg reprochó también a Lenin su blanquismo. Ella criticó duramente el manifiesto blanquista de 1874 en Comuneros, donde “la acción cotidiana es sustituida por especulaciones sobre el derrocamiento que debería preceder inmediatamente a la revolución social”. Trotsky o Daniel Guérin unieron sus voces a este concierto crítico desde el punto de vista de la auto-emancipación. Por supuesto, Blanqui muestra un tiempo de transición, de nacimiento y de aprendizaje del movimiento obrero. Pero no habría que olvidar que también hace de vínculo entre dos épocas. A pesar de sus límites y sus defectos, no fue por azar o por indulgencia que Marx le tratara siempre con consideración. Thiers sabía bien, afirmó este último, que con Blanqui en libertad “la Comuna tendría una cabeza”. Con él, tal vez, la Comuna habría marchado sobre Versalles cuando todavía estaba a tiempo, y tal vez también se habría atrevido a meter la mano en la reserva del Banco de Francia. En los momentos decisivos se necesita audacia e iniciativa. Tampoco se equivocó Marx cuando, después de 1848, escribió que la burguesía había inventado el nombre de Blanqui para referirse al comunismo y a la declaración de la revolución permanente. No se podía rendir un homenaje más hermoso al Encerrado.

Con Blanqui balbuceaba la razón estratégica de las futuras revoluciones. Se planteaba con tozudez cuestiones a las que todavía da respuestas técnicas y conspirativas de una época moribunda. En 1830, el impulso popular había sido suficiente para derribar “un poder aterrorizado por la toma de armas”. Pero una “insurrección parisina con los viejos errores hoy ya no tiene ninguna posibilidad de éxito”, reconoce en 1868 el viejo luchador en sus Instructions. En 1848, el pueblo había vencido por el “método de 1830”, pero fue derrotado en junio por “falta de organización”. Porque el ejército no tenía más que dos ventajas sobre el pueblo: el fusil chassepot y la organización. Por tanto, ya no era necesario permanecer estáticos y “perecer absurdamente”, temiendo las modificaciones haussmanianas [urbanísticas de la ciudad]. Había que atreverse a tomar la iniciativa, pasar a la ofensiva.

De ahí la virulencia que siempre mostró Blanqui contra la sociología positivista, ya que es, por esencia, antiestratégica. Mientras que “en los juicios del pasado ante el futuro, la historia es el juez y el fallo es casi siempre una iniquidad”, “el recurso siempre queda abierto”. Como pensamiento de orden y de progreso en buen orden, de progreso sin revolución, el positivismo es una “doctrina execrable del fatalismo histórico” erigido en religión. Sin embargo, “el engranaje de las cosas humanas no es fatal como el del universo, puede cambiar en cada minuto”.

¡En cada minuto! ¡En cada segundo!, añadirá Benjamin, que es una puerta estrecha por la que puede surgir el Mesías. Para Blanqui, contra la dictadura del hecho consumado sólo el capítulo de las bifurcaciones quedaba abierto a la esperanza. Contra “la manía del progreso” continuo y “la chifladura del desarrollo continuo”, la eventual irrupción de lo posible se llama revolución. La polémica se impuso a la historia, sentando las condiciones para una temporalidad estratégica y ya no mecánica, “homogénea y vacía”.

Publicado en Philippe Corcuff y Alain Maillard (eds.), Les Socialismes français à l’épreuve du pouvoir, Textuel, 2006.

Traducción: viento sur

  • 1
    “Junto con Sorel, con Lazare, Péguy es la excepción en el aburrido paisaje del positivismo francés” Daniel Bensaïd, La Discordance des temps. Essais sur les crises, les classes, l’histoire, París: Les Éditions de la Passion, 1995, p. 206.
  • 2
    Auguste Blanqui, Critique sociale (CS), París, Alcan, vol. I, pp. 41-45, y Volguine, “Les idées politiques et sociales de Blanqui”, en Auguste Blanqui, textes choisis (TC), París, Éditions sociales, 1955, pp. 29, 162
  • 3
    CS, en TC, pp. 148-152
  • 4
    Sobre las afinidades electivas entre Benjamin y Blanqui, véase el hermoso texto de Miguel Abensour, “W. Benjamin entre mélancolie et révolution. Passages Blanqui”, en Heinz Wismann (éd.), Walter Benjamin et Paris, París, Ed. du Cerf, 1986
  • 5
    CS, p. 74
  • 6
    CS, en TC, pp. 144, 158.
  • 7
     À. Blanqui, “Qui fait la soupe doit la manger” [Quien hace la sopa debe comerla], 1834, CS, p. 128.
  • 8
    Citado en G. Geffroy, L’Enfermé, II, pp. 19-20
  • 9
    Manuscrito de 1869, publicado con el título “Contre le Progrès” en A. Blanqui, Instructions pour une prise d’armes, L’Éternité par les astres et autres textes, recopilación de Miguel Abensour y Valentin Pelosse, París, Édition de la Tête des Feuilles, 1972, pp. 103-105.
  • 10
    W. Benjamin, “Zentralpark”, en Charles Baudelaire, Francfort, Suhrkamp Verlag, 1980, p. 40. Como observan M. Abensour y V. Pelosse en su postfacio a la recopilación de Blanqui (“Libérer l’Enfermé”), Benjamin “utiliza las armas forjadas por Blanqui contra el positivismo con el fin de dar sus propios golpes a quienes caen en el burdel del historicismo”, op. cit., p. 206
  • 11
    TC, p. 119.
  • 12
    Karl Marx, “Les Luttes de classes en France”, en Œuvres politiques, tomo I, La Pléiade, 1994, p. 324.
  • 13
    TC, pp. 122-124
  • 14
    TC, pp. 125
  • 15
    Ibid., pp. 219-220.
  • 16
    CS, en TC, pp. 141-142, 159
  • 17
    “Discurso a la Sociedad de Amigos del pueblo”, 2/02/1832, en TC, p. 93
  • 18
    “Carta a Maillard, 6 de junio de 1852”, en TC, p. 129.
  • 19
     Ibid. en TC, p. 138-139.
  • 20
    Blanqui, “Contre le positivisme” en Instructions pour une prise d’armes, p. 110.
  • 21
    CS, en TC, pp. 166-167
  • 22
    “Lettre à Maillard”, 1852, en TC, p. 130.
  • 23
    CS, en TC, p. 153
  • 24
    CS, en TC, pp. 156, 160 y CS, tomo II, pp. 115-116. El pasaje de 1848 aparece citado por M. Abensour y V. Pelosse en su postfacio a Instructions pour une prise d’armes, pp. 208-209.
  • 25
    Ver Louis Auguste Blanqui, Écrits sur la Révolution, presentados por Arno Munster, París, Galilée, 1977.
  • 26
    En Veillées du Peuple, núm. 2, marzo 1850
  • 27
    En Écrits sur la Revolution, op. cit.,
  • 28
    Maurice Dommanget, Blanqui, Paris, EDI, 1970, p. 21.
  • 29
    Citado por Maurice Dommanget, op. cit., p. 75
  • 30
    Carta de noviembre de 1879 citada por Maurice Dommanget, op. cit., p. 54
  • 31
    / Alessandro Galante Garrone, Philippe Buonarotti et les révolutionnaires du XIXe siècle, Paris, Champ libre, 1975
  • 32
    Pronunciaba estas palabras cuando el gobierno de defensa nacional que sucedía al Imperio quiso convocar una asamblea para formar un gobierno normal.
  • 33
    A. Blanqui, Écrits sur la Révolutionop. cit., p. 75.
  • 34
    Llamamiento lanzado el 28 de noviembre de 1848 desde el torreón de Vincennes donde estaba encarcelado Blanqui.
  • 35
    Véase la correspondencia entre Marx y Engels del 10/02/1851
  • 36
    Ver Maurice Dommanget.

 

*Daniel Bensaïd: (1946, Toulouse-2010, París) fue uno de los dirigentes estudiantiles de mayo del 68, militante en las filas de las Jeunesses Communistes Révolutionnaires, al lado de Alain Krivine. Fue asimismo dirigente histórico de la Liga Comunista Revolucionaria francesa y de la Cuarta Internacional, y en España fue uno de los impulsores de la Liga Comunista Revolucionaria en 1971. Bensaïd fue profesor de filosofía en la Université Paris VIII y director de la revista Contre-Temps. Autor de una amplia y extensa obra que incluye más de una treintena de libros en francés. Su obra abarca una gran diversidad de temas como el estudio del pensamiento de Marx (a quien ha dedicado varias obras), Walter Benjamin y el análisis de autores como Bourdieu, Alain Badiou, Derrida o Foucault, las transformaciones de la soberanía, la política y el Estado en el marco del proceso de globalización, el nuevo imperialismo, el balance de la trayectoria del movimiento obrero del siglo XX o el movimiento altermundialista. En sus últimos libros ha polemizado con autores contemporáneos como Antonio Negri o John Holloway, o los “nuevos filósofos” como Bernard-Henri Lévy o André Glucksmann, entre otros. (Texto tomado de El Viejo Topo)

 

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**Michael Löwy:  (Sao Paulo, Brasil, 1938) es sociólogo y filósofo marxista franco-brasileño. En 2001 fue coautor del Manifiesto Ecosocialista Internacional. Es un gran especialista del hecho religioso y en particular, de lo que él mismo define como cristianismo de liberación (conocido como teología de la liberación).

La producción científica de Löwy ha sido muy variada, aunque cabe destacar su interés por la sociología de la cultura y, en especial, por la sociología de la religión. Se ha centrado también en la sociología del conocimiento, el mesianismo y las utopías en la cultura judeo-germana, Marx y el marxismo, el nacionalismo y el internacionalismo, entre otros ámbitos. Löwy es desde 1978 director de investigaciones del Centre National pour la Recherche Scientifique (CNRS). En 1981 comenzó a enseñar en la prestigiosa École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS)  de París y en 1984 le fue otorgada la medalla de plata del CNRS al mejor investigador social.

Actualmente es director de investigaciones emérito de dicha institución y sigue ejerciendo la docencia en la EHESS. Además, forma parte del consejo de redacción de revistas como Actuel Marx, ContreTemps y Écologie et Politique, y es conferenciante del Instituto Internacional para la Investigación y la Formación de Ámsterdam (IIRF).

Löwy vive en París desde donde, además de relacionarse con las corrientes marxistas revolucionarias europeas, mantiene intensos nexos, políticos e intelectuales, con Brasil. Ha participado, desde sus inicios, en el Foro Social Mundial donde ha presentado diversas ponencias. Es coautor del Manifiesto Ecosocialista Internacional (con Joel Kovel). También fue uno de los organizadores del primer Encuentro Ecosocialista Internacional, celebrado en París en 2007. (Texto tomado de El Viejo Topo)

 

 

Tomado de: Viento Sur

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