2 jul CI.-

Por Armando Cohecha*

En un territorio donde la boscosa cordillera se entrega a la desbordante sabana que hermana a llaneros de Colombia y Venezuela, se agitan los brazos, banderas y fuego de un movimiento social que no lo apagan ni con bombas.  Estuvimos en el Sarare, buscando desde adentro, de donde surge la convicción de una organización que responde a las agresiones de sus enemigos con la fuerza del azadón y la prudencia del bastón.

El atentado contra las organizaciones sociales

Haces de luces rojas y azules, gritos de sirenas y los restos de una camioneta todavía en llamas, callan el silencio negro de una noche en Saravena, Arauca.

Policías, bomberos y soldados acordonaron el área. Se ve gente deambulando entre ruinas con linternas en la mano. Y dan cuenta de la fuerza criminal, arrumes de escombros que parecen montículos de hormigas y vidrios que antes eran grandes ventanales y ahora son diminutas escamas blancas regadas por el suelo.

Estas son las imágenes que ruedan en redes sociales del carro bomba detonado el 19 de enero del 2022 en Saravena contra el edificio Alirio Martínez y sus inmediaciones. Los autores fueron  el frente 28 de las disidencias. El atentado asesinó a Simeón Delgado Ruiz, líder comunal y vigilante que cuidaba un predio aledaño y advirtió la huida de dos tipos extraños. El objetivo del ataque eran la vida y el compromiso de sesenta líderes sociales. Pretendían desmoralizar al Movimiento Político y Social de Masas de Centro Oriente de Colombia.

La llegada a Saravena

Por fin, luego de viajar más de doce horas desde el Catatumbo, llegamos a la terminal de transporte del municipio de Saravena, “la capital” del Sarare araucano (región integrada por los municipios de Arauquita, Fortul, Saravena y Tame). El Sarare, tierra de bosques tropicales, llanuras y tierras inundables que los locales llaman esteros, hace parte de la cuenca del Orinoco y se extiende desde el piedemonte de la cordillera oriental hasta la sabana limítrofe con Venezuela. Es octubre del 2022, son las ocho de la mañana, las calles transpiran un calor húmedo pero no asfixiante. En todo el pueblo se escuchan toser decenas de plantas eléctricas succionando diésel. El servicio de energía eléctrica está caído.

Desembarcamos del bus, maletas y trípode al hombro. El cansancio es tanto que lo arrastramos hasta en los bolsillos. Quien se ha tomado el tiempo de andar Saravena, notará que el trazo de las calles es continuo, la mayoría de las vías están pavimentadas, son amplias, tienen flujo en ambos sentidos, y los carriles están divididos por separadores arborizados, que regulan la temperatura en un pueblo que sin ellos se tornaría en un infierno de adoquines y cemento.

Siempre que llegamos a un nuevo lugar con Sebastien, el camarógrafo de este proyecto, practicamos el mismo estúpido ritual. La intención es conocer el estado anímico profundo del otro. No importa quién haga la pregunta, la respuesta siempre debe ser en francés y comenzar de la misma manera. Son las reglas del juego.

— Sebas ¿cómo vamos? —Jusqu´ici tout va bien.

La expresión quiere decir hasta aquí, todo va bien. Es una referencia a La haine (El odio), una película francesa ambientada en los suburbios de París. En una escena se narra la historia de un tipo cayendo desde un piso cincuenta. Antes de que su cuerpo bese el suelo, el hombre intenta atenuar el miedo, repitiendo incesantemente: hasta aquí todo va bien, hasta aquí todo va bien, hasta aquí va todo bien… y al final sí, a pesar de nuestro agotamiento, hasta ahora… todo va bien.

Un edificio de carne y hueso

El edificio Alirio Martínez está custodiado por dos líneas de barricadas y una robusta hilera de árboles Oíti, que brindan su sombra a quien pasa por allí. Fue nombrado así en honor a un líder campesino asesinado en Caño Seco en agosto del 2004 por el Ejército Nacional. Hombres del grupo Mecanizado Reveiz Pizarro mataron a Héctor Alirio Martínez y a otros dos sindicalistas de la región a tiro de fusil. El entonces Ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, reafirmó en medios la versión dada por el entonces teniente coronel Medina Corredor. En el 2008, esta versión fue desacreditada por la Procuraduría General al descubrirse que la escena del crimen había sido modificada. Ninguno de los líderes estaba armado ni disparó antes de su muerte.

Hoy, dieciocho años después de estos crímenes de estado, los autores intelectuales siguen libres, pero la memoria de este hombre vive, está frente a mis ojos, puedo tocarla. Es una mole de cemento de cuatro pisos de altura que habla, respira y lucha.

Edificio Alirio Martínez. Lorena Mendoza en la foto

“Si entras a un edificio y te emociona es arquitectura, si entras a un edificio y no sientes nada es una construcción”. Ignoro la autoría de esta frase, pero se sospecha que es del arquitecto suizo Peter Zumthor. En todo caso dudo que Zumthor tuviese entre sus pensamientos una arquitectura del conflicto, pues cuando se observa por dentro y por fuera el edificio Alirio Martínez, en efecto, se siente algo: las patadas de la guerra, la bravura de la resistencia.

Aunque la edificación viene construyéndose con el esfuerzo de hombres y mujeres del campo, ladrillo a ladrillo, plancha a plancha, desde los años ochenta, esta tiene un aspecto moderno, pues se ha ido puliendo cada vez que el movimiento tiene recursos para invertirle. No obstante, por cuenta de la bomba, hoy luce deteriorada. La fachada está desportillada y revocada con cemento gris sin pañetar donde alguna vez hubo una puerta blindada. Las ventanas están cubiertas con mallas y lonas. En las paredes de todos los pisos se abrieron grietas. En algunas oficinas y pasillos, el cableado eléctrico cuelga del techo como culebras amenazantes que descienden de los árboles.

Lo anterior no quiere decir que el edificio esté despoblado, durante los últimos meses, lentamente, las organizaciones sociales que conforman el movimiento han retomado sus actividades. De nuevo, hombres y mujeres de todo el Sarare se ponen de pie, ríen, se educan, duermen y cocinan en el mismo lugar donde pudieron ser sorprendidos por la muerte. En las guerras, incluso las más cruentas se permiten las treguas, pero aquí la lucha social nunca descansa.

Una historia de U´ was, colonos y gringos.

Antes de que llegase al piedemonte araucano la espada de Nicolás de Federmán y la cruz de los jesuitas, este era un territorio densamente poblado por ceibas, lapas, samanes y caimanes. En él habitaban varias comunidades indígenas, entre ellas el pueblo U´wa que persiste hasta el día de hoy. La fiera resistencia de algunas comunidades indígenas, como los chiricohas (conocidos por disparar flechas a cualquier asomo de colonización), más la distancia de esta zona de los centros de poder, hizo que estas tierras estuviesen olvidadas por el Estado, y salvaguardadas del extractivismo nacional y norteamericano hasta muy entrado el siglo XX.

Centro educativo u´wa totukana sinaiaka. Estudiante prepara el fique para su clase de oficios tradicionales

El desplazamiento originado por la violencia bipartidista y contrainsurgente forzó a miles de campesinos a abandonar sus terruños, a colonizar nuevas tierras y a que los gobiernos del Frente Nacional apoyasen, con mayor o menor compromiso, iniciativas de reforma agraria. Fue así que en la década de los cincuenta, cuando iniciaron los grandes procesos de colonización campesina hacia el Arauca, la realidad cambió drásticamente para los pueblos originarios de la región, pues, al fin y al cabo, ha sido una tradición republicana designar como baldíos las tierras habitadas por animales de monte e indígenas.

Cuando le pregunté a un indígena U’ wa cómo era la vida en los tiempos de su infancia, el hombre de unos sesenta años largos trae a la memoria los días en los que “el blanco” no se había regado por toda la planicie donde vivieron sus mayores, y refiriéndose al campesino de origen colono, dijo, con un tono de hartazgo ancestral “Muchos de ellos hacen lo que se les da la gana y tumban monte donde no se debe”.

Centro educativo U´wa totukana sinaiaka. Niñas en clase de lengua

La colonización del Sarare la hicieron en su mayoría miles de campesinos llegados de Santander y Boyacá. Como lo señala Carlos Medina Gallego, el docente investigador de la Universidad Nacional de Colombia, los procesos de colonización más significativos iniciaron a mediados de los años cincuenta con “La colonización dirigida al Sarare”, liderada por la Caja Agraria de Santander. Luego, en la década del sesenta, el Instituto de Reforma Agraria impulsó otro movimiento de colonización.

La última oleada se dio a principios de los años ochenta con la exploración y explotación del campo petrolero Caño Limón por la Occidental Petroleum Company (OXY). A diferencia de las dos experiencias anteriores, esta no fue una colonización dirigida, sino el resultado de una ola migratoria de gente de todo el país incentivada por la bonanza petrolera.

Según la plataforma de análisis de inversión regional Bnamericas, Caño Limón es el décimo pozo con mayor extracción de crudo en todo el país, y de acuerdo a Sierracol Energy, la empresa que hoy opera en este campo, la riqueza que todavía queda bajo el suelo, es tanta que hace de este pozo un reservorio de clase mundial. Ya se podrá intuir de dónde viene el apelativo Arauca saudita.

Un movimiento de movimientos

El Movimiento Político de Masas de Centro Oriente se extiende por casi todo el país como un rumor incontenible. Sus enemigos lo escuchan como la llegada de una mala nueva, sus simpatizantes como una organización que resuelve necesidades concretas. En todo caso, esta organización de organizaciones populares está conformada por miles de personas regadas por los departamentos de Arauca, Norte de Santander, Casanare, Boyacá, Cundinamarca, Vichada, Guaviare y Guainía.

Pese a su fuerte arraigo rural, los integrantes del MP no son solo campesinos. La influencia del movimiento en Saravena se extiende por todos los sectores sociales. Pues de él también son parte funcionarios del acueducto, obreros, comunicadores de prensa y radio, defensores de derechos humanos, artistas, profesores, indígenas, ganaderos, administradores de empresas, líderes estudiantiles y activistas LGBTI. Puro pueblo organizado.

Cuando pienso en el movimiento político, mi imaginación distorsiona la vieja portada de un libro escrito en la Inglaterra del siglo XVII. La imagen original es la de un texto titulado El Leviatán: es un grabado en blanco y negro de un rey gigante de cara definida y cuerpo surreal. Sus brazos y torso están hechos de una masa anónima de súbditos diminutos que lo observan con temor. Como si fuese el sol, el monarca europeo surge tras una montaña, sosteniendo en la mano derecha una espada, y en la otra un imponente cetro adornado de fuego. En mi alucinación, todo esto se invierte.

La figura está vestida con la variedad de pieles que dan color a este continente. El monarca es una figura de sexo desconocido coronado con un sombrero llanero de ala ancha que enmascara su rostro. La figura ahora sostiene en la mano derecha un azadón y en la izquierda empuña un bastón de mando indígena de flecos coloridos. Su cuerpo no está hecho de personas anónimas, contiene los rostros de los militantes del movimiento que he conocido a lo largo de estos días y de otros tantos que nunca me cruzaré porque resisten desde las trincheras de la muerte.

Cuando se conversa con los militantes del movimiento político sobre el impacto de la lucha en sus vidas cotidianas, sin importar la responsabilidad organizativa de quien tengas enfrente, o si estás en una cantina o una oficina, todos los integrantes referencian en sus respuestas el Plan de Vida. Es decir, el proyecto colectivo que transforma sus realidades inmediatas con la apuesta nacional de movimiento político. Pura planificación en movimiento.

Movimiento de vidas

Son casi las cuatro de la tarde, deambulamos haciendo fotos y entrevistas por todo Saravena. Nos acompaña Lorena Mendoza, quien también estuvo en el Alirio Martínez la noche del atentado. Es una chica de nariz pequeña, cabello negro y lacio, mirada indígena, pómulos encumbrados y ánimo burlón que sueña con tener algún día tierra para trabajarla. Lorena es vocera de la Asociación Juvenil Estudiantil Regional y siembra árboles con los muchachos del pueblo en la quebrada Pavas, los días que no está atendiendo mil reuniones al mismo tiempo.

Al notar que siempre anda tan ocupada, pues no ha parado de hacer cuentas de las tareas pendientes, intento preguntarle si le gustaría tomarse un descanso del movimiento para luego retomar la lucha con más fuerza. No logro terminar la pregunta y ella contesta “Eso es como si me dijeran que me puedo quitar un brazo y luego me lo puedo volver a pegar. No podría ver a los compañeros chupando gases como en el Paro Nacional y yo solamente dedicada a resolver mis cosas”.

El tenue resplandor naranja anuncia la caída de la noche. Son las cinco y cuarenta de la tarde. Ya estamos a pocos minutos de terminar el recorrido, pero nuestro paso es interrumpido por una presencia que nos aborda por la espalda. De inmediato reconozco al tipo. Es un señor que creíamos haber dejado atrás hace un par de cuadras, y aunque nadie puede oírnos, el hombre habla con cautela dirigiéndose a Lorena. Veo entonces cómo sus ojos rasgados se afilan cuando escuchan la advertencia.

— Muchacha, les vienen echando ojo, hace rato.

Vestimos chalecos de prensa. Andamos de lado a lado con cámaras haciendo preguntas, tomando fotos. Fuera de eso, estamos con Sebastien, cuya apariencia de extranjero del norte es inocultable. Nuestras pintas nos delatan. A kilometros se nota que somos periodistas, pero aun así esto parece no ser suficiente para quitarnos de encima la sospecha, y, por el contrario, alimenta el recelo con el que nos sigue una patrulla de soldados de la Octava División del Ejército Nacional.

— La misma gente del pueblo nos cuida, cuida al movimiento —es lo único que comenta Lorena frente a lo sucedido.

Adivino por la expresión seca en su rostro de veinticuatro años, que ya está acostumbrada a esta clase de situaciones. No me equivoco. Lorena, que hasta hace unos segundos se estaba riendo de sus propios chistes, ahora tiene cara de jugadora de póquer. Su vida está vinculada al movimiento desde antes de su nacimiento. “En la casa desde que yo era niña comprar Coca-Cola ha sido para cantaleta”, dice, admitiendo su gusto culposo por la bebida negra, pues su papá no olvida el asesinato de Adolfo Manera, sindicalista de Coca-Cola ejecutado por paramilitares a principios del 2000.

“Los sectores populares tenemos la capacidad para prestar servicios públicos de alta calidad”

A dos cuadras del Alirio Martínez queda la sede de la Empresa Comunitaria de Acueducto, Alcantarillado y Aseo de Saravena (ECAAS), cuyo edificio también está decorado con indiscretas grietas dibujadas por el carro bomba de enero. Allí nos encontraremos con Bernardo Argüello. El tipo es un hombre de lentes, baja estatura, temple tranquilo y cuarenta y tantos años de experiencia en la lucha popular. Es uno de los líderes más destacados del movimiento. Tiene formación política, académica y administrativa, pero no se riega en discursos como otros dirigentes.

Viajamos con el esquema de seguridad de Bernardo: una camioneta sin blindaje, un escolta amable, un chaleco antibalas, y unos buenos vallenatos son todo el inventario. La sábana empieza a intrincarse hasta convertirse en boscosa montaña. Es la cuenca alta del Satocá, quebrada que sirve para saciar la sed de todo Saravena.

Bernardo Arguello- Empresa Comunitaria de Aseo, Acueducto y Alcantarillado de Saravena -ECAAAS-.

Una vez llegamos a la planta de tratamiento, ingresamos a un laboratorio impecable donde se mide la calidad del agua. Bernardo ya no parece un sindicalista rudo del sector petrolero, pues ahora usa un casco azul que lo hace lucir como todo un ingeniero.

El servicio de agua potable y alcantarillado de todo el pueblo de Saravena es suministrado por el acueducto del movimiento. Estamos hablando de 16.500 viviendas y más de 40.000 habitantes. “Nosotros hemos demostrado que los sectores populares tenemos la capacidad para prestar servicios públicos de alta calidad”, dice Bernardo con orgullo mirando a la cámara mientras sostiene una probeta.

Por ley, el Estado tiene la obligación de subsidiar en un 70% del servicio de agua del estrato uno, pero en Saravena únicamente cumple con el 35%. ECAAAS, al ser una empresa comunitaria sin ánimo de lucro, acordó con los delegados de las organizaciones populares que la integran cobrar un excedente a los estratos que pueden pagar un poco más para subsidiar a la población más vulnerable y cubrir así el porcentaje faltante.

El agua de Saravena viene de las estribaciones orientales de la cordillera oriental. La bocatoma está instalada en la cuenca alta del Satoca, territorio ancestral de los U´wa. Estas tierras son administradas y cuidadas de manera conjunta entre ECAAAS y la comunidad indígena.

Mientras caminamos por el laberinto de filtros que recorre el agua en su proceso de potabilización, intentó rasgar esa toga de frialdad del hombre que tengo enfrente, y preguntó indiscretamente por su historia de vida previa al 2007, haciendo alusión a cuando el tribunal le concedió la libertad y lo declaró inocente del delito de terrorismo. — Don Berna, usted que ha estado dos veces guardado, ¿qué aprendió en la cárcel?

Bernardo Argüello, buscando la contestación en sus adentros, hace a lo sumo dos segundos de silencio, y me mira a los ojos como si estuviese contemplando el rostro del pasado.

«En la Picota comprendí que el régimen ve en el movimiento social a su enemigo, y que está dispuesto a utilizar todos los medios para acabarlo».

En el año 2002, a inicios del primer gobierno Uribe, Bernardo Argüello fue acusado y judicializado por terrorismo junto a otros compañeros del movimiento. Esto sucedió en un proceso exprés y repleto de inconsistencias jurídicas. Durante su estancia en la cárcel, Bernardo fue víctima de golpizas y tratos inhumanos por parte del INPEC. Tantos presos señalados de rebelión y terrorismo ponían a los guardias con los nervios de punta.

“A la madrugada, mientras esculcaban nuestras cosas, nos sacaron desnudos a la cancha a chupar ese frío bogotano. Nos daban tabla y bolillo como si fuéramos ganado”.

Cuando Don Bernardo cuenta historias sobre montajes judiciales, cárceles, o amenazas contra su vida, no encuentro odio en sus palabras. Sus ademanes son sobrios, poco emotivos, solo cuando habla de los logros del movimiento deja entrever asomos de algo parecido a la alegría.

Otros procesos impulsados por el movimiento social

Un día de sol picante en una oficina bendecida por un soplo de aire acondicionado entrevistamos a Mireya Camacho, una señora elegante de piel luna, labial y corazón rojo. Mireya es una santandereana recia que ha puesto en su sitio a los conductores que no creen capaz a una mujer de dirigir una empresa de carros. No hay que conversar mucho tiempo con ella para darse cuenta de que es una domadora de tigres y encantadora de serpientes.

Mireya Camacho de Cootransarare

En época de paros, persuade y refuta a los asociados más preocupados por los beneficios económicos con esta clase de argumentos disfrazados de preguntas:

“¿A usted no le afecta el tema de vivienda, la salud, la universidad para sus hijos? Porque si es así, hermano, entiendo su molestia. Esta región tiene muchas necesidades y cuando bloqueamos es por un beneficio colectivo”.

De igual forma, visitamos Asopiedemonte, una envasadora de agua que llegó en seis meses a punto de equilibrio. También conocemos a Trochando Sin Fronteras, un medio de comunicación digital e impreso que es leído en lugares de Arauca donde no llega “ni la señal de la Santa Cruz”, como dice un campesino simpatizante del movimiento.

La Saravena diversa

En esta tierra de hachas, machetes y muchos machos, concretamos una entrevista con gente que se atreve en público a ser divergente: La Asociación LGBTI Saravena Diversa.

El núcleo duro de la asociación está compuesto en su mayoría por mujeres mayores de cincuenta años y un hombre de unos cuarenta y tantos. Una es profesora, otra lidia con ganado y toda la “mesa directiva” afirma que “una cosa es el desorden y otra la maricada”. Uno de los días más memorables para la asociación fue el 28 de junio del 2007. Fecha en la que brillo a ojos de todo el pueblo un sol de colores diversos.

“El día que hicimos la primera marcha del orgullo fue una locura. Iba todo un grupo del movimiento político acompañando la asociación, y gente que veía a esos compañeros decía, “¡Uy, ese también es marica!”… Recuerda entre risas Laura Gutiérrez, integrante de la asociación.

Nubia Gordillo, la vicepresidenta de Saravena Diversa, dijo: “Ese día llegaron primero los compañeros del movimiento que muchas personas de la comunidad LGBTI. Siente uno esa alegría al verse respaldado, respetado”, pero luego Consuelo, otra integrante, la interrumpe y remata: “Como estábamos rodeados por el Movimiento Político de Masas, hacíamos como los chinos consentidos cuando están con la mamá: ahora sí, diga algo. ¡Diga algo a ver!”.

Aunque la mayoría del movimiento está de acuerdo con la participación de ALSADI, no todos los integrantes gustan de ello. Dicen ellas que algunos adultos mayores tienen sus reparos, pero aceptan su participación en el seno de la organización por pura disciplina política.

Hartos de risas, recuerdos tristes y gaseosa, abandonamos la casa donde siempre se alza con orgullo la bandera del arcoíris.

– «Ey, ¿cómo vamos?”, me pregunta Sebastien en el camino de vuelta: “Jusqu´ici tout va génial. (Hasta aquí todo va genial)”

El retorno a la laguna de los viejos

Me levanto temprano para contemplar el amanecer desde la terraza del Alirio Martínez. Al oriente, los ojos ven aquello que los alcaravanes cantan: en un gris celeste, madrugadores rayos de sol dibujan estratos de nubes y siluetas de montañas. Tímidamente, a las 5:34 de la mañana, el cielo de Saravena se tiñe de un naranja-plata, desnudándose a la vista de un pueblo de tejados, torres de comunicaciones y boscosas estribaciones de una cordillera que agoniza para renacer en ancha sábana.

A las ocho de la mañana salimos del pueblo rumbo al municipio de Arauquita. Atrás queda un vehículo blindado del Ejército Nacional custodiando un puente de hierro que cruza el río Banadía. Avanzamos en una camioneta blanca a 100 km/h por una recta verde que se traga el horizonte. Postes ensartados con alambre de púas se suceden como ráfagas. A un costado de la carretera, el río Banadía se convierte en una serpiente de agua llamada río Arauca, corriente que busca el Orinoco y une a Colombia con Venezuela.

Llano al oriente, llano al occidente, llano por donde se le mire. El paisaje en su mayoría lo componen fincas donde pasta ganado cebú y criollo, que se resguarda bajo la sombra de frondosos árboles de samán y guacarí, pero también se divisan unos cuantos cultivos de plátano, cacao y algunos remanentes de bosque tropical.

En nuestro trayecto a la zona agroalimentaria de la laguna de Lipa nos detenemos en el casco urbano de Arauquita. Allí visitamos las instalaciones de la emisora Arauquita estéreo 88.3, Radio Comunitaria Sin Fronteras. En el antejardín techado de esta emisora del movimiento, tres soldados con casco se refugian del inclemente sol de la sabana. Ninguno supera los veintiocho años; ríen y se burlan entre ellos, como solamente saben hacerlo los muchachos.

Al bajarnos de las camionetas (los líderes del movimiento, sus escoltas y el equipo de Colombia Informa,), el relajo y las risas de la infantería merman hasta extinguirse. Dos soldados cabalgan una calma seria, pero su superior, un cabo primero con un marcado acento del interior, delata con su mirada la angustia que le despierta nuestra llegada. Su rostro pálido bañado en sudor se enturbia, sus ojos patrullan de esquina a esquina mientras los brazos ya no se desparraman sobre el fusil, sino que ahora lo empuñan, y el dedo índice derecho engatillado en un reluciente Galil ACE 22 que cuelga de su pecho. La ansiedad del hombre da la impresión de que está dispuesto a todo, menos a que lo tomen por sorpresa, ha de estar enterado de las amenazas que persiguen a los hombres que nos acompañan.

Nadie en el Sarare desconoce lo que pasa en estas tierras. Esto es Arauca, zona de frontera, petróleo y guerra.

Partimos de Arauquita acompañados por Lorena y más integrantes del movimiento. Estamos a menos de dos kilómetros de la próxima parada: la laguna de Lipa.

Las tierras que vamos a conocer fueron despojadas a 165 familias en 1997 para ser entregadas a la OXY como reserva forestal.

En la carretera nos detiene un retén militar que cuida el Campo Caño limón. El escolta de la Unidad de Protección enseña el salvoconducto de su arma. El soldado que saluda con desgano, asiente, permitiéndonos el paso y nos adentramos por una senda polvorienta al asentamiento del movimiento.

A la entrada nos saluda una valla grande con una señal de prohibido diciendo: toda invasión será denunciada ante las autoridades.

Los campesinos retornados no la tienen para nada fácil. Los firmantes de la valla son Ecopetrol y Sierracol energy. Esta última empresa, que compró las instalaciones de la OXY en Caño Limón, pertenece a The Carly group, la quinta firma de inversión privada más grande del planeta, según el ranking PEI 300.

Arribamos a nuestra penúltima parada. Niños de primaria con una resortera juegan a derribar guayabas de los árboles. Huertas de cebolla y tomate, techos de zinc, matas de plátano y gallinas merodeando cultivos de maíz y cacao, quiebran la monotonía del paisaje ganadero. Nos reciben cinco hombres, señores y muchachos. Uno lleva un machete al cinto y cuatro calzan botas pantaneras. Portan gorras, visten chalecos negros, pañoletas con insignias y cada uno de ellos lleva a la espalda un bastón metálico con flecos coloridos. Al igual que los soldados de Arauquita, estos eluden el calor bajo la sombra de un robusto árbol de yaca. Es la Guardia Interétnica Campesina y Popular de Centro Oriente, el brazo logístico en las movilizaciones y mediador de conflictos del movimiento.

Camino por el Territorio Campesino Agroalimentario la Laguna de Lipa, acompañado por uno de los guardias, Luis Miguel Torres, un hombre de espalda ancha, 28 años, barba en candado y un metro ochenta de altura que me hace sentir escoltado. El tipo siempre está mamando gallo, así que no aguantó la indiscreción y preguntó con ironía: «¿y ustedes vienen siendo como la policía de acá, o cómo es la cosa?».

Por unos segundos, el hombre de los chistes se pone serio y de nuevo sonríe:

«Nuestras únicas armas son el machete y el azadón. A veces uno ve en las movilizaciones a uno que otro pelado de la guardia, todo empeliculado con el bastón terciado como si fuera un fierro. Cuando los veo así, yo sí les digo: ¡Usted qué, chino güevón! Eso que tiene colgado no es un fusil».

Guardia Interétnica Campesina y Popular de Centro Oriente

Quiero entrevistar a más gente, pero el hombre de la guardia me zambulle en un estero de historias, como la de aquella vez que en otro departamento, en un paro de largo aliento, unos indígenas que se encontraban haciendo el aguante en la carretera, entraron por la noche a una de las fincas aledañas y en un caño, auspiciados por la penumbra, mataron a Maicol. Cuando los campesinos notaron su ausencia, hicieron el reclamo, pero ya era demasiado tarde: La babilla más popular de la vereda fue devorada a la madrugada por un combo que superaba los treinta.

En un descuido, por un tendido de cacao secándose al sol, me escapo entre risas y chistes de Miguel para entrevistar a su primo de treinta años, Dixon Torres, presidente departamental de Asociación Nacional Campesina, José Antonio Galán Zorro. Esta organización, junto a las comunidades, recuperó tres hectáreas de tierra que hoy visitamos y las 2898 circundantes que no conocimos.

Torres es un hombre de cejas pobladas y ojos fríos. Lleva un corte de cabello casi militar. Tiene una barba negra e impenetrable, pero vanidosamente delineada. Su cara es redonda, su humanidad maciza como una ceiba barrigona. Dixon Torres no es un llanero cualquiera, es un cosaco de las estepas extraviado en el trópico que volea azadón y cabalga por la sabana y pesca en sus ríos.

Cuando Dixon me mira fijamente a los ojos, impresionado por su contextura y poseído por un impulso de macho adolescente, recreo en mi cabeza como sería una pelea con él. Así que en mi mente súbitamente resuelvo empujarlo, tirarle tierra a los ojos y tomar el recatón que tiene a sus espaldas para darle un golpe en la entrepierna y otro par en las costillas. Pero incluso en esa estúpida fantasía, esa roca sólida de aspecto humano que es Dixon Torres me derriba de un solo grito.

“Nuestros abuelos fueron desplazados de aquí en 1995. Y por eso, los campesinos se reunieron el ocho de octubre del 2011 y decidieron retomar sus territorios”, comenta Dixon Torres, sin revelar indignación ni enojo en sus palabras.

Los primos Torres cuentan lo que mis ojos encuentran. Para ir a la casa donde realizamos la entrevista, hay que cruzar un pequeño puente que cruza un charco de aguas empozadas. Cuentan los pobladores que en décadas pasadas durante los tiempos de lluvias un cauce irrigaba aquel caño con abundancia de peces. La sorpresa que se llevaron los campesinos retornados luego de dieciséis años de ausencia fueron peladeros, aguas malolientes y desechos.

Desde 1982, año en que iniciaron las perforaciones y obras en Caño Limón, los pobladores de Arauca han evidenciado con amargura que la laguna de Lipa se ha ido secando, algunos caños han sido desviados y varios afluentes antes diáfanos han sido contaminados. Los campesinos han sido testigos de cómo los días se tornan recuerdos, pues las dantas, chigüiros, caimanes y aves, en otrora multitudes están desapareciendo.

A paso de tortuga perseverante que sabe va pa´ donde va, hoy la comunidad en resistencia intenta recuperar el paisaje que abandonaron cuando eran niños y antes de convertirse en padres y abuelos.

“Es difícil trabajar en estas condiciones”, afirma Dixon, con un tufo estoico en su voz. “Ahora que estamos amenazados, no podemos venir con la misma frecuencia y eso hace que la organización en el TECAM no sea la misma”.

Ese mismo día, en un restaurante ubicado en el camino de regreso a Saravena, poco antes de cumplirse las tres de la tarde, nos detenemos al borde de esa infinita recta que en el llano llaman carretera. La mayoría pedimos frijoles, y mientras comemos el televisor susurra una noticia sobre la guerra en Ucrania. Un par comentarios superfluos van y vienen sobre lo que está ocurriendo al otro lado del charco y de lo mucho que se está demorando. El hambre en los estómagos alimenta el silencio en la mesa. Todo el mundo está en un diálogo interno con la comida. Solo una noticia rompe el mutismo del almuerzo. Un líder social en el sur del país sufrió un atentado. Dixon Torres levanta la mirada del plato y comenta “Eso tiene que ocurrir en este país para que el Estado le crea a uno que en verdad lo están amenazando”.

La militarización de la vida en Arauca es evidente en todas partes: ELN y disidencias de las FARC se disputan el territorio, gente del movimiento y otros habitantes de la región afirman que el ejército coopera con las disidencias. Y según cifras del Ministerio de Defensa de enero del 2022, en todo el departamento hay aproximadamente 9000 uniformados.

Hasta aquí todo va…

Arauca es uno de los cinco mayores cultivadores de cacao en todo el país. Los productores de esta región han obtenido premios internacionales por la calidad de su chocolate, así que antes de regresar a Saravena hacemos una breve parada en el corregimiento El Troncal, jurisdicción de Arauquita, para comprar chocolatinas de café, naranja, aguacate y otras excéntricas combinaciones.

La atmósfera es de un cálido amarillo. Una pequeña iglesia de paredes blancas y casetas rodeadas de jardín se presentan ante mí. Por primera vez logró sentirme como un turista en el Sarare. Capturamos con ojos y cámaras un solitario pasaje comercial y una plazoleta suspendida en un calorcito plácido.

Allí, el tiempo no transcurre, solamente se posa en las ramas de los árboles a ver la vida pasar. No tengo ni treinta, pero conocer esta vívida postal hace que ya me quiera pensionar.

Lorena, quien no para de hablar ni tolera verme escribiendo, interrumpe mi anhelo de vejez prematura y pregunta:

“¿Usted siempre tiene que anotar todo lo que digo en esa libreta?”

No logro responder a la ácida inquietud. Súbitamente, las palabras que iban a salir de mi boca son arrancadas para siempre por una resonancia escandalosa, similar a la de un trueno travieso y repentino. Escaneo en todas direcciones buscando el origen de aquel sonido. Parece provenir de la parte trasera de la iglesia. Lo primero que viene a mi cabeza es una pesada lámina de acero cayendo al suelo.

Lorena se atraganta con una espesa bocanada de aire, presiona la mano derecha contra su pecho y suelta un asfixiante: “¡Ay, Dios mío!”.

-“Lore, ¿qué fue eso?” – Pero ella suspira de nuevo y guarda silencio.

Luego del estruendo, siento pasar unos cuantos segundos en esa imperturbable plazoleta. Lorena recupera el aliento y responde: “Una explosión. Ay, qué cosa tan horrible”, yo dije: “aquí fue”.

Mi desarrollado instinto hollywoodense sugiere esconder la cabeza entre los hombros, arrojarse al piso, arrastrarse como un lagarto y resguardarme tras un sólido muro, pero el gesto de alivio dibujado en el pecho y rostro de Lorena asaltan las barricadas de mi desconfianza y no interpreto el guion que dicta la cabeza. Entonces, poseído por una extraña calma, solo me queda preguntar: “¿Y ahora qué debemos hacer? ¿Se viene un combate o qué?”, pero ella sonríe y me dice que ya pasó, que bien pudo ser una mina antipersona, una pipeta de gas o una detonación controlada por el ejército, que ya nos enteraremos más tarde por las noticias.

En ese mismo pasaje, a unos pocos metros de nosotros, una niña de unos doce años traza ochos en el suelo desde una bicicleta. A la menor la acompañan dos mujeres: un par de comadres, lo más de tranquilas. Ambas recibiendo sol y tomando tinto como si nada.

Desconcertado por la reacción de Lorena y lo apacible de la escena, me acerco a las dos señoras para indagar por lo sucedido y con palabras untadas de hastío, la de más edad, responde con serenidad que en efecto fue un explosivo. Ante mi incredulidad, repito la pregunta para confirmar, la otra señora agrega con molestia que esto ocurre con frecuencia.

Aunque abismado ya no por la explosión, sino por la cotidianidad de quienes meriendan con impavidez, escuchando los rugidos de la guerra, conmovido por dos tintos y una bicicleta, regresó a Saravena con una chocolatina de plátano en la mochila y una sentencia filmada en la memoria:

-“Jusqu´ ici tout est habituel.” Hasta aquí todo es normal.

*Armando Cohecha: es politólogo de formación, periodista y escriviviente. Colaborador de Colombia Informa 

CI AC/02/07/2023