“Mi hermano está herido, el 15 de diciembre le cayó una bala, no puede caminar“, cuenta Guillerma Teneo Gómez, una mujer quechua, desde la Plaza Mayor de Huamanga, capital de Ayacucho. La bala que recibió Carlos Teneo Gómez fue de calibre 5.56 y fue disparada por un soldado. “Había cuatro heridos, estaba ayudando, y ahí justo cae la bala a mi hermano. Pedimos justicia para los fallecidos y los heridos, pedimos la renuncia de la señora Boluarte, no la aceptamos en el Perú porque no le hemos dado un voto para que sea presidenta, y después mata a nuestros hermanos”.

Gómez se moviliza junto a los familiares de las diez personas asesinadas el pasado 15 de diciembre, cuando Dina Boluarte decretó el estado de emergencia y fueron desplegadas las fuerzas militares por todo el país. El saldo fueron 28 muertos por la represión en diez días, en particular en el sur del país, donde este 4 de enero se reactivaron las protestas tras una tregua por Navidad. Ayacucho se sumó esta vez con menos fuerza, algo que, explican, se debe a las dificultades para lograr acuerdos entre las principales organizaciones, pero también por efecto de la masacre. “No podemos caer en el miedo“, dice otra mujer con el megáfono en la marcha que recorre la ciudad pidiendo justicia, la renuncia de Boluarte, el cierre del Congreso, elecciones para este año y la libertad de Pedro Castillo.

En esta región de Perú se registraon el 40% de las casi 70.000 muertes entre Sendero Luminoso y el Estado

En Ayacucho, que significa ‘rincón de los muertos’ en quechua, las balas, el Ejército, las masacres, son parte de una memoria omnipresente y silenciada. “En 1983, mi hermano falleció, era el tiempo del terrorismo, y hasta ahorita no le ubicamos, no hemos encontrado su cuerpo; hasta yo mismo fui presa a los 14 años, mi papá también”, explica Gómez. En esta región de Perú se registraron el 40% de las casi 70.000 muertes ocurridas entre 1980 y 1989, la primera etapa del conflicto armado interno entre Sendero Luminoso y el Estado peruano.

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Guillerma Teneo, hermana de Carlos, que recibió el disparo de un soldado durante las protestas.
Guillerma Teneo, hermana de Carlos, que recibió el disparo de un soldado durante las protestas.  MARCO TERUGGI

Las muertes volvieron a traer dolores conocidos a Perú. No es lo único que reabrió violentamente la crisis. El país vive un enfrentamiento por el recrudecimiento de la división entre Lima y las provincias, en particular andinas, que ya había quedado de manifiesto en la elección del 2021, cuando Castillo y Keiko Fujimori (hija del dictador encarcelado, Alberto Fujimori) se disputaron la Presidencia. A ello se suma otra crisis que recorre, desde los subterráneos hasta las superficies, el sistema político e institucional. Un dato entre varios puede expresarlo: seis presidentes en seis años, de los cuales solo dos fueron electos de forma directa por el voto.

La gran crisis

Seis presidentes en seis años, de los cuales solo dos fueron electos de forma directa por el voto

Perú es desde hace años una sucesión de crisis. Pueden situarse dos puntos temporales para comprenderlas. Primero, en 2016, cuando Pedro Pablo Kuczynski ganó las presidenciales contra Keiko Fujimori, pero ella se hizo con la mayoría en el Congreso y puso en marcha un dispositivo de asedio contra el presidente. Allí comenzó la desestabilización congresal continua con la figura de ‘vacancia por incapacidad moral’, que forzó la renuncia de Kuczynski en 2018, luego a Martín Vizcarra en 2020, al que siguió sólo seis días en el poder Manuel Merino, quien renunció por las movilizaciones sociales. Le siguió, sólo ocho meses, Francisco Sagasti, a quien el Congreso impidió pasarle la banda presidencial a Castillo, cuyo poder sí emanó de las urnas.

Cuando Castillo logró sentarse en la silla presidencial una de las preguntas fue si culminaría sus seis años. En su mandato de un año y cinco meses enfrentó tres intentos de vacancia, el último el pasado 7 de diciembre, finalmente consumado tres horas antes de que anunciara la disolución del Congreso, la intervención del Poder Judicial y la convocatoria a un nuevo Congreso con facultades constituyentes, para avanzar en la construcción de una nueva Carta Magna, una de sus promesas de campaña que no pudo ejecutar.

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La cuestión de la Constitución lleva al segundo punto de la crisis: la que rige data de 1993 y fue redactada bajo el régimen de Alberto Fujimori, y levantó el edificio económico-institucional vigente hasta hoy. Perú fue un antes y un después con Fujimori, condenado a 25 años de cárcel por corrupción y violación de los derechos humanos. El expresidente de ancestros japoneses instaló el neoliberalismo con el plan conocido como ‘fujishock’ y moldeó el país que comenzó a desmoronarse de manera visible en estos últimos años. Para varios sectores, la salida pasa por un proceso constituyente, una refundación.

El Congreso, con mayoría de derechas, bloqueó la posibilidad de avanzar en esa dirección: negó el proyecto presentado por Castillo de un referéndum consultivo e impidió el derecho a la ciudadanía a convocar una consulta para el cambio de Constitución. Las derechas dejaron claro que uno de sus intereses principales es mantener el statu quo en crisis, atrincherados desde un Congreso con tan solo un 15% de aprobación popular.

‘Terruquear’ y huir hacia adelante

“Nosotros no somos terroristas, somos ayacuchanos que trabajamos de sol a sol, nosotros no nos vamos a rendir”, remarca Guillerma Teneo Gómez. Las acusaciones de terrorista -el llamado ‘terruqueo’ en Perú- se han multiplicado: Boluarte, los altos mandos militares, policías y diferentes instituciones acusaron a los manifestantes de estar dirigidos por grupos terroristas. El hasta hace días jefe de la Dirección Nacional de Inteligencia, Juan Carlos Liendo, se refirió a una “insurgencia terrorista” y la fiscal de la Nación, Patricia Benavides, anunció la creación de un “Subsistema contra el Terrorismo” y lo asoció con las “muertes” en las protestas.

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La acusación de terrorismo criminaliza las protestas y legitima la represión

La acusación de terrorismo criminaliza las protestas, legitima la represión, hace que toda organización social, territorial o política pueda ser señalada de estar infiltrada, pero nunca presentan pruebas. “Los detenidos y fallecidos, en Apurímac, ni siquiera tenían antecedentes policiales”, le recordó, por ejemplo, un periodista a Boluarte. En la escalada de ‘terruqueo’ puede leerse entre líneas un intento de impedir la participación de partidos en las próximas elecciones, algo expresado por la congresista Maricarmen Alva, quien busca “prohibir la inscripción de partidos políticos antidemocráticos que atentan contra los derechos fundamentales de los peruanos”.

En paralelo a la persecución avanza una agenda de reformas políticas e institucionales. El Congreso busca permitir la reelección de diputados, cambiar anticipadamente la dirección de los poderes electorales para antes de los comicios, que se han adelantado a abril de 2024. “Sin ninguna argumentación valedera pretende vulnerar la autonomía de los organismos constitucionales”, advirtió, en un comunicado de respuesta, el Jurado Nacional Electoral, que en 2021 no permitió a Fujimori desconocer la victoria de Castillo. El Congreso, en medio de la crisis intenta, sólo busca incrementar su poder.

Perú está ahora bajo un gobierno controlado por el Congreso, con una incumbencia cada vez mayor de las Fuerzas Armadas y la Policía, y una presidenta sin bancada propia en el Congreso ni respaldo social. Según el Instituto de Estudios Peruanos (IEP), el 71% estuvo en desacuerdo con que Boluarte asumiera la Presidencia, el nivel de satisfacción con la democracia es de 17%, mientras que el 38% aprobaría un golpe militar “si el país enfrenta momentos muy difíciles”. Perú camina al borde del precipicio o ya inició la caída.

Protestas y horizonte

En las marchas de Ayacucho y de otras provincias piden la libertad de Castillo. Según el IEP, el maestro devenido en presidente tenía un 31% de aprobación en noviembre -más elevado en las provincias-, el 44% aprobó su decisión de disolver el Congreso y el 40% se mostró dispuesto a marchar en su defensa. Quienes lo defienden no debaten si fue o no de izquierda, o si fue ilegal el intento de disolución del Congreso, lo que ven es la unión entre el destino de Castillo y el del país sumergido, la evidencia de las élites limeñas que predominan y clausuran la posibilidad de cambios.

Castillo perdió una oportunidad para cambiar Perú. Tal vez nunca pudo por sus propias limitaciones, la de las izquierdas peruanas, y el diseño que ata de manos al Ejecutivo. Pero lo acontecido a partir del 7 de diciembre cambió el rumbo de la nación andina y nadie sabe cómo puede terminar. Por un lado, las élites disparan desde lo alto de su fortaleza limeña-virreinal para conservar su dominio; por el otro, se desarrollan un conjunto de protestas, movilizaciones, bloqueos, con dificultad de dirección política en las calles y una incertidumbre en cuanto a su perspectiva electoral.

La crisis también reabrió fantasmas de divisiones nacionales que tienen antecedentes históricos

Algo a su vez quedó claro: lo impredecible de las protestas. Las movilizaciones en curso en nueve regiones desde el 4 de enero, con 33 carreteras bloqueadas, dan cuenta de la profundidad de las demandas y divisiones geográficas. Uno de los lugares centrales es la llamada macrozona sur, con especial fuerza en Puno, frontera con Bolivia, de mayoría aimara. No resulta casual que la derecha ataque nuevamente en estos días al expresidente de Bolivia, Evo Morales, a quien acusan de “atentar contra la integridad” de Perú. La crisis también reabrió fantasmas de divisiones nacionales que tienen antecedentes históricos.

La vacancia de Castillo desató problemas irresueltos que vienen de muy lejos. Una caja de pandora que involucra dimensiones territoriales, culturales y sociales, una rabia de una gran parte del país históricamente olvidado que está en las calles con una agenda política. Nadie sabe hoy cuál puede ser la desembocadura, si tal vez una salida autoritaria de derecha, una ruptura del dique para abrir un necesario proceso constituyente o la permanencia de una crisis con picos crónicos en el marco de un sistema agotado y defendido a capa y metralla por las élites limeñas.