México – Treinta años de horas extras

Por Marta Durán de Huerta.

Hace treinta años le pregunté al entonces Subcomandante Marcos algo sobre el siguiente paso del movimiento. Me miró muy serio y me dijo: “No sé si mañana existamos. Desde el primero de enero estamos viviendo horas extra”.

Han pasado 30 años de horas extra y las y los zapatistas no dejan de asombrarnos. Son las personas más pobres de México y las más organizadas; las más aisladas geográficamente y las más globales; los de menor talla y los de mayor estatura moral.

Saben bien qué quieren y saben mucho mejor qué no quieren; lo más difícil ha sido el camino para lograrlo. En un principio pensaron que la lucha armada sería la mejor vía, pero la sociedad civil no estuvo de acuerdo, aunque apoyó las justas demandas de los rebeldes. Intentaron por la vía electoral apoyando la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas a la presidencia de la República, pero, como de costumbre, hubo fraude electoral.

Echaron mano de consultas, congresos, marchas, comunicados y todo tipo de estrategias pacíficas. Las caravanas de los grupos de solidaridad apoyamos con todo lo que pudimos, pero no bastó.

Las y los rebeldes se encerraron, se aislaron para consolidar sus propias instituciones, su propio sistema de justicia, de educación y de salud, así como sus propios proyectos productivos y cooperativos. Recuperaron tierras que les habían sido arrebatadas en el pasado, como las de Dolores Hidalgo donde celebramos en diciembre pasado el 30 aniversario del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.

Han pasado tres décadas y las y los zapatistas siguen dando la batalla por un país con paz, justicia y libertad; desarrollando estructuras políticas horizontales y transparentes donde las decisiones se toman en colectivo, donde el consenso es central.

La simulación
Al tiempo que el gobierno simulaba interés en un diálogo con los rebeldes, en realidad formaba grupos paramilitares y dejaba que los problemas crecieran, que los conflictos se acentuaran y que el panorama político se pudriera.

Desde 1994, los asesinatos selectivos de líderes indígenas y campesinos no solo no cesaron, sino que aumentaron. La masacre de Acteal (22 de diciembre 1997) fue una cruel e infame demostración de fuerza de los poderes fácticos en Chiapas. La intención de matar inocentes que ayunaban y rezaban por la paz, fue la de paralizar a la gente por medio del horror. Las atrocidades cometidas por los paramilitares con la complicidad de las policías y en las narices del Ejército, se volverían en México, el pan de cada día.

La palabra como puente
Junto a las organizaciones indígenas, las y los zapatistas accedieron a buscar una solución al conflicto por la vía del diálogo. Tras meses de intenso trabajo, los Acuerdos de San Andrés fueron guardados en el archivo muerto del gobierno, cajón del olvido. En el año 2001, cuando fueron llevados al Congreso, las y los diputados desconocieron y/o borraron los puntos más importantes de los Acuerdos de San Andrés, los más esenciales para las comunidades indígenas como la autonomía y el respeto a la cultura, usos y costumbres indígenas. Las campañas contra las comunidades indígenas fueron infames. Se decía que querían separarse de México, que eran títeres de intereses oscuros y que si les daban la autonomía volverían a los sacrificios humanos. Aquel desfile de pendejadas difundidas por la prensa de alquiler hizo mella en personas que no tenían otra fuente de información o que por fin veían justificado su ancestral racismo.

La nueva violencia
Para que los militares tuvieran buena imagen, se crearon grupos paramilitares que hicieron el trabajo sucio de los guachos, es decir, de las fuerzas armadas. Los soldados, los paramilitares y los priístas armados, es decir, los miembros del Partido de la Revolución Institucional, se encargaron de poner en marcha una guerra de baja intensidad contra los y las zapatistas o sus simpatizantes.

Desde los primeros años del levantamiento zapatista, la violencia no ha cesado, se ha transformado y se ha intensificado. En todos estos años, el Estado no ha hecho nada para combatirla. Desde enero de 1994, Chiapas está militarizado, pero no para proteger a la población. Su misión era de contrainsurgencia y el supuesto control de los flujos migratorios que entran por la frontera sur.

Estados Unidos presiona a México para que éste último impida que las caravanas de personas refugiadas y migrantes lleguen a Estados Unidos. En 2018, la recién formada Guardia Nacional fue enviada a la frontera sur para cerrar la puerta; sin embargo, la presencia de los militares, de la Guardia Nacional y los agentes de migración solo ha servido para administrar el gran negocio del tráfico de personas, el cual está en manos del crimen organizado. El cártel de Sinaloa y el Jalisco Nueva Generación están en guerra por el control del territorio, con todo y reclutamiento forzado de carne de cañón.

El crimen organizado ya tiene el control de toda la economía chiapaneca. Las comunidades zapatistas son de los pocos que han denunciado y han enfrentado a estos grupos; la pregunta es por cuánto tiempo más podrán resistir esa enorme presión. La Selva Lacandona se volvió un sitio ideal para descargar armas y cocaína en pistas clandestinas. La ruta de los traficantes de armas, drogas y personas pasa por comunidades zapatistas. Por todo el estado aparecieron fosas clandestinas, cadáveres con signo de violencia como mensajes macabros, y todos esos horrores que son comunes en el norte de México y nuevos en la muy codiciada frontera sur. El peligro es tal, que algunas zonas arqueológicas como Yaxilán, o la zona eco turística Las Nubes, están cerradas al público desde hace meses. La gran pregunta es por qué las fuerzas armadas y el gobierno no han actuado con contundencia.

Las y los zapatistas, al igual que el resto de chiapanecos están a merced de los cárteles armados hasta los dientes, locos y sádicos. Estas tropas salidas de infierno hacen lo que se les da la gana ante la complacencia o impotencia del gobierno local o federal.

La resistencia, el único camino
Las y los zapatistas buscan constantemente nuevas maneras de organizarse, de hacer las cosas. Si algo no funciona, se intenta otra cosa. Si el camino no lleva lejos, se toma otro. Mucho se decide sobre la marcha, pero la brújula interna de este movimiento social tiene un norte muy claro.

Para las comunidades, los problemas se multiplican año con año. Hay fracturas internas, problemas de tierras entre quienes fueron zapatistas y decidieron ya no serlo. Hubo quien decidió recibir el dinero del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, lo que significó la expulsión inmediata; otros decidieron migrar. Pero la peor pesadilla llegó hace dos años: el crimen organizado. Actualmente el Cártel de Sinaloa y el Cártel Jalisco Nueva Generación están en guerra a muerte por el control de la frontera sur, las rutas de la droga, de las armas, del contrabando y sobre todo, de las personas migrantes; ellas son una mina de oro cuyo tráfico, transporte y esclavitud deja más dinero que los estupefacientes. Toda persona migrante, sin importar su procedencia, es extorsionada, abusada, secuestrada o robada. El tráfico de personas está en manos del crimen organizado y es un negocio multimillonario en el que participan políticos de todos colores, tamaños y sabores, todas las policías, la Guardia Nacional y el Ejército.

Las organizaciones criminales necesitan carne de cañón y la leva, el reclutamiento forzado de jóvenes que hicieron en el norte de México, ya se practica en Chiapas. La juventud ha tenido que huir y tras ella, el resto de la familia. Los narcos llegan a tu casa y te sacan a rastras sin que se vuelva a saber de ti. Ir a la escuela es un peligro; salir a la calle, ni pensarlo. En Chiapas hay un impresionante desplazamiento forzado e interno de poblaciones enteras ante la indiferencia, complacencia o impotencia de las autoridades. La ruta de los traficantes de migrantes, de la droga y de todo lo prohibido ya pasa por territorio zapatista. Los caminos cercanos ya están controlados por los delincuentes. En algunas regiones, los narcos obligan a la población a que los vitoreen cuando los sicarios desfilan por sus pueblos.

La semilla
A pesar de los pesares, y teniendo todo en contra, la semilla zapatista está ahí. Las comunidades no son las mismas que antes del levantamiento. Tienen una conciencia clara de su papel en la historia, tienen una dignidad rebelde, un convencimiento absoluto de que su revolución es el camino a seguir. Los cambios en las comunidades zapatistas son impresionantes, como en el nuevo rol de las mujeres; ellas y los niños han sido los más beneficiados con los frutos del zapatismo. Hay pobreza y muchas carencias, eso es innegable, pero la conciencia, el sentido que le dan a sus vidas, sus sueños e ilusiones por un mundo mejor, no lo tienen otros pobres, que simplemente ven pasar la vida día a día.

Las y los zapatistas tienen metas, sueños, objetivos claros como su lucha contra el neoliberalismo, ese capitalismo salvaje que devora personas y recursos naturales. También, desde sus trincheras combaten la corrupción, ese cáncer que pudre todo lo que toca. En las comunidades no hay alcoholismo, corrupción, drogadicción o feminicidios como en el resto del país. Tienen un tejido social sano, limpio, intacto, en contraste con el resto del país, pero están más solos que nunca.

Las y los zapatistas saben que las soluciones efectivas son colectivas, comunitarias, no individuales. La derrama de ayudas sociales del gobierno actual está destinada a personas en concreto. El programa Sembrando Vida, que otorga 5 000 pesos mensuales a los campesinos y campesinas, produjo fracturas dentro del movimiento zapatista y deserciones. Esa ayuda no combate la pobreza, ni ataca el problema de raíz ni mucho menos de manera estructural. Es un paliativo.

Las y los zapatistas no matan, no secuestran, no ponen bombas, sino que organizan fiestas, partidos de futbol, marchas y encuentros internacionales con marimba y tamales. Tienen una motivación y un reconocimiento internacional que les ayuda a seguir adelante. La vida cotidiana es muy dura, así como su resistencia. Sinceramente no sé qué van a hacer ante el crimen organizado. Es una cuestión de vida o muerte, no solo para ellos y ellas, sino para toda la población.

Marta Durán de Huerta es decana periodista y una de las primeras
personas en entrevistar al subcomandante Marcos en 1994

Tomado de vientosur.info

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