MATERNIDADES EN TIEMPOS DE CRISIS, PRECARIEDAD Y MERCANTILIZACIÓN- Madres andantes: Testimonios de maternidades migrantes

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01/SEP/2023

A continuación compartimos dos relatos sobre diversas experiencias en las que se cruzan la maternidad y las migraciones. La primera la comparte *Claudia Castillo, mexicana afincada en España desde el año 2002. Su testimonio nos llega a través de una red informal de mujeres mexicanas que migraron a otros territorios; como ella misma afirma: “Estando lejos y sin saber nada la una de la otra, confiamos y construimos… La potencia de este hecho es gracias a nuestras militancias feministas y migrantes”.

El segundo relato lo escribe **Catherine Bourgeois, antropóloga social e investigadora en temas de migraciones, fronteras y relaciones interétnicas. Trabaja en la frontera entre Haití y la República Dominicana, así como en las fronteras norte y sur de México. Colabora como intérprete de creole haitiano y español, y da clases de español para migrantes en México, como parte de una antropología comprometida y justicia lingüística. En su relato comparte diversos testimonios de vulneraciones de derechos a madres migrantes en ambos países.

Claudia Castillo: ¿Cómo construir maternidades asertivas si parece que tuvieras todo en contra?
Salí de México en 2002, entonces las redes sociales no eran el paliativo que puede permitirte cocinar con tu madre (si la tienes) hablando y mirando por una pantalla, cuando la distancia física es de 9.000 km. Lejos de mi matria y de mis mujeres referentes, salí con una situación económica muy precaria; en la tierra de destino, al estar embarazada y sin papeles, esto no cambió, estaba sumamente vulnerable (de eso me di cuenta años más tarde), así que no pude poner palabras a lo que me pasaba, mi conciencia feminista aún era muy primaria, aunque las intuiciones y los sentimientos estaban ahí.

Ser joven y latina me hizo blanco de muchas ideas preconcebidas, todas bien barnizadas del racismo, el clasismo y la misoginia de la España profunda: el paternalismo tutelador de los mayores, los juicios inquisidores de la gente más joven. La actitud de tutelaje de los mayores desataba sentimientos tan contradictorios como difíciles de gestionar. Llegué de Ciudad de México a compartir casa con una mujer de 80 años en un pueblo pequeñito de la España rural, me preguntaba: ¿cómo podía comenzar a querer tanto a aquella abuela campesina y que además pudiera caerme mal? ¿Por qué las recetas de mis abuelas no valían ante los ojos de esas personas? ¿Por qué todos opinaban sobre mi maternidad? Sabía que aquella abuela que me acogía no lo hacía de mala fe, pero también intuía cómo me leía su entender, su mirada de niña educada en el franquismo…, esa mirada forjada en el miedo, el silencio y la represión del régimen que la crió. Yo me rebelaba a su tutela, a ella le afloraba su racismo inconsciente (también lo entendí mucho después). Cuando con 92 años su cuerpo comenzó a fallar, nos queríamos muchísimo, la cuidé bien en sus últimas semanas; gracias a mi madre (entonces ya tenía conexión a las redes), que por videollamadas me enseñaba a atenderla en cama, la querida abuela dejó este mundo cogida de mi mano.

Dulce, ese era su nombre, la bisabuela de mi cría, ahora para siempre mi abuela; ella usaba conmigo esa muletilla preciosa que se usaba en la zona para llamar a los seres queridos: ¡Amante! ¡Amanteee!, con ese acento aragonés duro como una piedra…Y amándola sigo. Con todo y su cariño, el miedo, la soledad, el cansancio y las dudas de mi maternidad primeriza en el exilio, solo encontraron silencio en la mayoría de las ocasiones.

Mi historia es afortunada si ponemos como puntos de partida el techo, el idioma y el acceso a los papeles. Pude trabajar en pocos años, además de poder gestionar en las administraciones lo que me hacía falta. Con mi niña ya caminando, conocí en el parque a otras extranjeras con bebés y sin familia acá. Una compañera, también de Ciudad de México, que conocí en el autobús nos propuso juntarnos a bailar con todo y los hijitos, una vez a la semana. Al principio éramos pocas, luego, se fueron animando más: Chile, Colombia, Cabo Verde, Senegal, Rumanía, Nicaragua, Marruecos. El cura del pueblo nos ofreció su parroquia para que no estuviéramos en el parque (el pobre no imaginó la respuesta de sus feligresas más devotas). Duramos poco ahí, el escándalo de nuestros hijos, nuestras risas y los bailes molestaban, ¿cómo no nos íbamos a reír a carcajadas? Si estábamos tan contentas de encontrarnos, si entre tanto idioma, en miles de ocasiones nadie entendía nada…

Ahí conocí a Bertha, la chilena a la que su marido le pegaba y a la que el Estado le quitó temporalmente a sus hijos por un brote psicótico de tanta pobreza y maltrato…, tan cariñosa y frágil.

A Aisetu, a quien su marido la abandonó con dos niños, sin trabajo y con deudas…, inteligente y solidaria

A Carola, la nica, quien tenía que volver corriendo a casa con las niñas, porque no podía estar fuera sin permiso de su pareja…; ella nos hizo reír con sus ocurrencias muchas veces.

A Lila de Venezuela que, ya asentada, con los hijos ya grandes, nos abrazó a todas y cada una.

A Flor, esa chica de Cabo Verde que cumplió su sueño y ahora es profesora de baile, eso sí, madre sola y guerrera.

A Dani, la rumana que sabía dos idiomas, aprendió otros dos y ahora es maestra. También con paternidad ausente

A Elena, la chica de Senegal, que se desmayó de hambre en la calle, era tan sonriente, afrontaba la vida con tanta alegría que la trabajadora social no le creyó cuando le contó que no tenía ni para comer.

Mi camino se cruzó con el de muchas otras en ese entronque de nuestras vidas, todas en algún momento arrimaron el hombro si hizo falta, con unas palabras de aliento o con un plato de sopa, siempre con las niñas de la mano y a ritmo de infancia.

Las maternidades fuera son siempre difíciles. Sin la ventaja del idioma algunas se quedan más solas y más aisladas. Sin poder hablar es muy difícil salir del aislamiento si ya de por sí estás triste, porque extrañas a tu familia, a tus amigos, tus sabores, los códigos que entiendes. O quizás vienes de entornos de conflicto y ya traes tu mochila bien cargada ¿Cómo no vas a estar más triste aún… si en este sistema es tan difícil conseguir un papel que te deje tener una vida digna? ¿Cómo no decaer… si la violencia estructural te golpea nada más salir a la calle? El color de tu piel y el acento determinarán el grado de violencia que recibas. Incluso en espacios feministas he visto a compañeras interpeladas por llevar hiyab o tratadas con condescendencia al ser madres jóvenes.

¿Cómo construir maternidades asertivas si parece que tuvieras todo en contra? Dentro de casa México, pasando la puerta España. Dentro de casa Rumanía, fuera España. Dentro Marruecos, fuera España. Nuestra casa se convierte en nuestro país, en la intimidad nos desahogamos, nos quejamos de lo duro que es vivir acá solas, del racismo cotidiano, de la puerilidad y la frivolidad de algunos lugareños… ¿Cómo impactará eso a nuestras hijitas si estás hablando mal de su tierra…? Yo no lo sé, ellas, ellos, elles, no son nosotras. Aunque ya en nuestras tripas hayan vivido la frialdad de una sociedad que no las está esperando.

Catherine Burgeois: Las historias se repiten como los abusos
Fátima nos contó cómo el ginecólogo se negó a pedir traductor cuando la ingresaron para parir, no quería epidural, ni episiotomía preventiva, pero nadie la escuchó, ¿habrá sentido el bebé la impotencia, la rabia y el miedo de su mamá?

Las historias se repiten como los abusos. En República Dominicana, donde las autoridades migratorias sacan del hospital a las mujeres haitianas recién aliviadas, las deportan sin importar su estado de salud física y emocional ni la del bebé. El 9 de julio de 2023, las propias autoridades migratorias detuvieron y encarcelaron a siete mujeres haitianas con sus bebés menores de un año en un centro de detención donde las dejaron por más de 16 horas sin agua ni alimento, todo con el propósito de expulsarlas tres días después. En México también, se viola a diario el derecho a la salud de las personas migrantes. El caso de las mujeres migrantes embarazadas que acuden a un hospital público para consultar, realizar un examen o para dar a luz se ha convertido en un clásico de los abusos; a tal punto que muchas mujeres migrantes ya ni quieren ir al hospital. Para las mujeres haitianas cuyo idioma no es el español, el miedo está aún más presente. Están en un universo cultural y en lugares que desconocen por completo. Los recuerdos de los abusos y maltratos en otros países donde vivieron siguen presentes y les hacen temer con anticipación. ¿Cómo no tener miedo cuando los abusos cometidos por el personal de salud hacia las mujeres migrantes embarazadas son tantos? ¿Cómo no sentir miedo cuando no se puede decir, en su propio idioma, las sensaciones en el cuerpo, las complicaciones de un embarazo anterior, el cansancio, el dolor de espalda, las piernas y los pies hinchados, el corazón que a veces se acelera, los vértigos, la respiración cortada?

Sea en la frontera sur de México, en el centro o en la frontera norte, los abusos por parte del personal médico hacia la población migrante se repiten con una naturalidad que asusta. En Tijuana, hace 4 años, una mujer haitiana a punto de dar a luz fue rechazada cuando se acercó al hospital general solicitando que la examinaran porque sentía que algo no iba bien; le dijeron que aún no era el momento y que ella estaba equivocada. ¿Equivocada una mujer embarazada de su tercer bebé e incapaz de reconocer las señales? Tuvo que pedirme que la acompañara al hospital y la ayudara con el tema del idioma, para que le hicieran un examen médico y se confirmaran sus sospechas: necesitaba urgentemente una cesárea.

A unos 4.000 kilómetros de Tijuana y 4 años después, en Tapachula, otra mujer haitiana embarazada de su primer bebé se acercó al hospital público para que la chequearan. Quería asegurarse que su bebé estaba bien después de viajar desde Chile. No pudo obtener mucha información a pesar de solicitarla. Tuvo que esperar dar a luz en un hospital neoyorquino y tener la suerte de encontrarse con dos enfermeros de origen haitiano para tener mayor información sobre su bebita que iba a pasar más de un mes en una incubadora. Tal vez hubiese podido prepararse a esta eventualidad de haber recibido información adecuada en Tapachula.

Y más recientemente, en Ciudad de México, Camula, una mujer haitiana cuya fuerza es mucho más grande que su miedo, vio al médico del albergue para verificar sus signos vitales. A sabiendas de sus limitaciones y ante algunos resultados alarmantes, el joven médico envió a Camula al Hospital General cercano para mayores exámenes. Para ese entonces yo ayudaba como intérprete en el consultorio del albergue. El médico –probablemente muy consciente de los obstáculos que iba a enfrentar la pareja haitiana– me pidió acompañarlos. No hizo falta la traducción para la primera violencia que sufrió Camula a su llegada al hospital. Con una sola mirada hostil y un cierre de puertas, le dejaron claramente entender que no la iban a atender. Las negociaciones empezaron y finalmente pudo ser atendida en el área de ginecología de las urgencias del hospital, y conseguí poder acompañarla como intérprete. Los demás abusos que sufrió Camula se dieron ahí. Comentarios racistas de parte de la joven ginecóloga sobre los problemas de presión de la paciente y su peso, muestras de molestia sobre la dificultad de la paciente de dar respuestas precisas como le pedía la médica.

Camula me miraba con angustia y, entre dos traducciones, yo trataba de darle mayor explicación sobre las preguntas, el examen, etcétera. Le pidieron quitarse la ropa y ponerse una bata, de esas batas del hospital que dejan a una casi desnuda y cuya tela pica la piel. Le pidieron recostarse en la camilla para hacer una ecografía. Le expliqué lo del gel frío sobre su vientre, las presiones que iba a sentir cuando iban a apoyar con el aparato para ver bien al bebé. No tuve tiempo de explicarle el examen ginecológico en sí: nadie le avisó ni me avisó. Llegó otro ginecólogo, hombre, mayor, antipático como nadie. Y sin avisar le hizo un tacto. Era el primer examen de este tipo en toda la vida de Camula. Lloró en silencio, apretando mi mano. Después todo se aceleró: decidieron ingresarla y monitorearla unos días. No le dijeron cuántos días. No me dejaron acompañarla a la otra sala. No dejaron que su esposo la viera. No pudimos hacer nada, solo pasar por el servicio social del hospital donde cuestionaron su presencia en el país. ¿Se iba a quedar o solo estaba de paso? ¿Por qué no había ido a otro hospital? ¿Tenía recursos o no?

Pasamos horas, su esposo y yo, en la sala de espera de urgencias, esperando noticias. No tuvimos más información aquel día. Al día siguiente el esposo volvió al hospital y finalmente, después de buscar y buscar y de llamarme para hacer de intérprete cada vez que se cruzaba con alguien del personal médico, consiguió ver a su esposa y llevarle productos de aseo. Pero información sobre la salud de su esposa, no tuvo. Tampoco ella tuvo mucha información sobre su bebé. Al tercer o cuarto día le dieron el alta. Fue cuando pudo volver a vestirse y salir de este lugar donde sufrió tanta violencia. En una llamada pocos días después, su esposo me dijo que Camula no quería nunca más ir a un hospital, a pesar de su riesgo de preeclampsia. ¿Cómo no tener miedo, cómo confiar en las y los médicos, cómo volver a acudir al hospital después de sufrir tantos abusos?

La violencia obstétrica es un tema que han vivido muchas mujeres; no hace tanto tiempo que se habla de eso. Pero ¿y la violencia obstétrica que sufren las mujeres migrantes? ¿Quién habla de esto? ¿Ante quién o qué instancia pueden las mujeres presentar sus quejas? Las violencias que viven las mujeres migrantes embarazadas en los hospitales se suman a todas las que viven en el camino. Hablan poco de las violencias sufridas; las colocan en un rincón de la memoria, en una caja que prefieren olvidar.

La lista de violencias que sufre una mujer migrante es larga, si además está maternando, estas se multiplican; nombremos sin revictimizar, acompañemos sin infantilizar, denunciemos siempre que podamos, acuerpémonos desde el apoyo mutuo para sostener en pie la esperanza.

 

Fuente: Viento Sur

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