ARGENTINA- Leonardo Rossi*: Campañas electorales distópicas y democracias sin pueblos

Temperaturas récord, deshielos y sequías extremas, caras de la profundización de la crisis ecológica, y la agenda de los partidos políticos pasa por más agronegocio, explotación petrolera y destrucción de humedales para extracción de litio. Aportes para pensar los límites de la democracia y la necesidad de otra política, que priorice la vida.

Estamos atravesando semanas críticas en términos climáticos y, dicho de un modo más preciso e integral, en el plano ecológico, es decir para el sistema de vida en la Tierra tal como lo hemos conocido. Diversos datos científicos alertan por el quiebre día tras día de récords de temperatura media planetaria, temperatura en la superficie oceánica, pérdida de hielo en los polos. Puntos de la Tierra están marcando sus propios registros extremos de calor a niveles históricos. Los reportes climatológicos no ocurren en un abstracto “nivel planetario”, implican vivencias concretas en los territorios y los cuerpos: desde internaciones por las olas de calor, falta de cosechas, escasez hídrica, ramas de actividad que deben frenar por las imposibles condiciones para el trabajo, infraestructura que cede frente a la severidad de la temperatura, y sobreconsumo eléctrico alimentado por una matriz de base fósil, justamente una de las causas básicas del problema, son algunos efectos inmediatos. Más la agenda económica y política del sistema capitalista se mantiene ajena a esta realidad. Basta ver lo que sucede en Argentina. En medio de un año de elecciones gubernamentales a todo nivel, este campo temático crucial, que debiera ser ordenador del resto de la agenda por sus implicancias directas en la sobrevida de ecosistemas y las poblaciones humanas que los habitan, no reverbera ni siquiera decorativamente. En el mejor de los casos algunas referencias de la política partidaria de alcance nacional plantean críticas puntuales a actividades extractivas, pero de fondo no se vislumbran abordajes realistas e integrales sobre lo que esta crisis implica ni su tratamiento es acorde a la gravedad y urgencia del problema. En ese sentido, se ignoran los umbrales bio-físicos en los que se encuentra el planeta y el inevitable declive que, por las buenas o por las malas (y en gran medida eso depende de una disputa política), más inmediato o más demorado, avecina de la civilización urbana tecno-industrial en los términos que ha funcionado hasta aquí. Tal vez sea por falta de información, tal vez porque la dinámica del sistema tolera verdades hasta cierto punto o quizás lisa y llanamente porque no se comprende el estado de situación en el que nos hallamos a nivel ecológico-civilizatorio. En todas sus variantes o sus combinaciones queda de manifiesto que aquello que se ha impuesto como sinónimo de política está radicalmente desacoplado del estado de salud terráqueo que, en definitiva, es condición infranqueable para que cualquier proyección de una sociedad tenga un horizonte. Es por demás interesante indagar en las raíces de lo que hoy es entendido de forma extendida por las mayorías como política, consustancialmente asociada a la democracia representativa, justamente en un año tan simbólico en estas tierras.

Foto: Greenpeace

Cuidar la comunidad y el territorio habitado

Partiendo de una perspectiva crítica con las concepciones liberales —a derecha e izquierda—, aquí se apunta que el sentido primario de la configuración política de las sociedades humanas ha tenido por rasgo elemental dar forma(s) a la cooperación social entre sujetos para producir y reproducir la vida; obtener el sustento —primariamente agua y alimento—, resguardar el territorio habitado del cual estrictamente depende la vida, entramar los cuidados al interior de la comunidad (el crítico resguardo de las madres y recién nacides) y hacer de estos mecanismos la garantía de la supervivencia, y por qué no de la buena vida, proyectada en el tiempo. En otras palabras, esta especie limitada en su capacidad física individual para prosperar en los ecosistemas tal como se presentaban halló en la sofisticación de la cooperación con sus congéneres los modos de reproducirse. La ayuda mutua, la reciprocidad, el hacer en común han implicado reglas y procedimientos para con-vivir, es decir convidarse a hacer parte de comunidades a partir de obligaciones y autolimitaciones en pos de gozar, primeramente, ni más ni menos que de la vida como proceso bio-cultural. Asimismo, esa comunidad ha estado en vasto número de culturas ampliada a sujetos no-humanos, no exclusivamente a plantas y animales, sino a otros seres que pueblan el cosmos y hacen parte de la regulación de los flujos y ciclos vitales. Estos aspectos han sido centrales para que este linaje desarrolle y manifieste durante miles y miles de años formas diversas de poblar territorios por demás disímiles. Lejos de cualquier esencialismo, los regímenes políticos realmente existentes han tenido una amplísima gama de variantes, con sobrados ejemplos de formas marcadamente autoritarias, violentas, genocidas como también fallidas en su cuidado del territorio que sustenta la vida, ecocidas. No obstante, justamente esos casos —por ejemplo, grandes imperios y famosos conquistadores, y experiencias de descomunales colapsos—, que son los que solemos tener por referencia en nuestras imágenes mentales gracias a la tradición cultural-educativa hegemónica, han sido eso, casos concretos y situado espacio-temporalmente. Este tipo ideal de sociedad ha estado muy lejos de ser la normalidad de alguna “esencia humana” dentro de la vasta riqueza socio-política histórico-geográfica que ha brotado por el planeta a lo largo de milenios. Las formas que aquí denominamos genéricamente comunales se expresaron en múltiples modos de practicarse y no han implicado necesariamente que no haya jerarquía, instancias de poder centralizado, fijo o rotativo, sino que su rasgo clave ha sido la administración, habilitación, revocación de ese poder como parte de un bien político de producción común orientado al cuidado/resguardo/sostenibilidad tanto de la comunidad como del territorio de vida que la soporta en tanto unidad dialéctica. Justamente esas culturas guiadas bajo un ethos eco-comunal, que han tendido a acoplarse en sus flujos biológico-energéticos a los territorios habitados han sido fundamentales para que la especie pudiera habitar este pedazo de universo durante tanto tiempo, muy a pesar de las teorías liberales basadas en una idea de antropología negativa, de supuesta guerra perpetua de todos contra todos y del Hombre contra la Naturaleza, a la que hay que someter por bestial e indomable. Como decía el anarco comunista Kropotkin cuando se acabe la ayuda mutua, base de la comunalidad, la especie humana no podrá sobrevivir más allá de una generación. Destruir la mutualidad entre congéneres y, entre este linaje y las comunidades no-humanas que tejen la red de la vida, es definitivamente la firma de un decreto de extinción, una forma necro-eco-política.

Campañas electorales en clave distópica

Las formas liberales de la política, basadas en la expropiación de prácticas política comunales, tienen largos antecedentes, pero será definitivamente con el capitalismo donde se solidificarán diversas tradiciones para coagular en una visión extrema de negación de la dependencia de la comunidad y de la trama biológica, con el Estado moderno como forma política paradigmática. Ese dispositivo que nace de negar la comunidad en su sentido político fuerte y la correspondencia entre esta y el territorio que se habita, que debiera ser fuente principal para sustentar esa vida comunal, se tornó clave en la despolitización ecomunitaria de las sociedades, vía violencia directa, vía erosión de los dispositivos políticos que sustentaban la vida comunal. Sin dudas que infinidad de luchas populares disputaron los contenidos de ese Estado moderno capitalista a lo largo del tiempo y en vastas geografías con logros significativos para las vidas de las mayorías. No obstante, llegados a este punto del siglo XXI, atravesados por fases extremas de neoliberalismo como modelo político dominante que excede largamente a un partido o a un gobierno, y que atraviesa de arriba abajo toda la trama societal, nos hallamos ante variadas formas de negacionismo que agravan y aceleran al extremo la crisis ecológico-civilizatoria. Claro que los Trump o Bolsonaro y por estas tierras los Milei son ejemplos explícitos y lineales de esto, pero la cosa se torna más compleja cuando reparamos en que el negacionismo tiene diversas manifestaciones y capas que asimismo surcan vertientes que van del centro a los progresismos e izquierdas, aún ancladas a los mitos capitalistas del progreso y el desarrollo, dejando así un amplio abanico ideológico que no concibe proyectos políticos sin triturar las bases mismas de las que depende la vida.

Foto: Télam

La distopía política en la que nos hallamos se expresa de modo brutal en ciertos ejemplos paradigmáticos: megaobras de la cultura fósil —celebrados con una épica digna de mediados del siglo XX— sobre las que no hay ninguna discusión acerca de usos específicos, críticos y orientados a un programa de transición energética en este escenario de grave calentamiento planetario cruzada con picos de extracción (basta ver en este mismo descalabro, la voracidad por multiplicar el fracking y el avance sobre el Mar Argentino) y sin discutir, claro, los modos de obtención de esa fuente energética que circula. También sobresalen proyecciones exponenciales de explotación de litio en todas sus variantes, hasta en clave nacionalista para financiar educación pública; una educación para este tiempo histórico umbral para el planeta bendecida con el ecocidio de las lagunas altoandinas ya nace fallida (como se dijo en otra nota aquí, los salares son humedales y en este escenario esos mega-reguladores ecológico-climáticos, y fuentes de vida de numerosas comunidades agropastoriles, verdaderos modelos para pensar el futuro, debieran ser intocados por el extractivismo). Se suman proyectos de aumento de la megaminería y del agronegocio, como si no hubiera una batería de vivencias, en primer lugar, y de datos científicos de forma complementaria, para declarar un urgente plan de desescalamiento y moratoria a nuevos avances de estas actividades. Pareciera que estos años no hubiésemos padecido los incendios de medio país y las estelas de humo durante meses y meses asfixiando los pulmones de millones de personas, la bajante del Paraná, los riesgos de abasto en cantidad y calidad de agua en grandes ciudades que ya proyectan obras demenciales como el acueducto Paraná-Córdoba, tal como ya pasó hace días en Uruguay, la desaparición de lagos como el Colhué Huapi y el crítico estado del Musters en Patagonia o la muerte del río Trapiche en Catamarca producto de esa minería de litio, clave “para el futuro sustentable del planeta”, sólo por dar una lista mínima.

Foto: Télam

Democracias terrícolas

Visto desde una mirada antropológico-política como la que se ha planteado es inconcebible que las principales discusiones en la denominada esfera de la política pública sobre la orientación de nuestras sociedades transcurran por las vías en las que se encuentran. Es decir, montadas sobre imaginarios extra-terrestres. En ese sentido, vale poner la atención en aquellos ámbitos donde aún perviven rasgos que conectan y renuevan el sentido primario de la política ajustados a estos tiempos: asambleas que hacen frente al extractivismo y abren propuestas a economías para sostener la vida en sus territorios, comunidades campesinas e indígenas que reinventan sus prácticas en esas “zonas refugio” resistiendo al (des)arrollo capitalista, entramados agroecológicos que hacen del alimento un bien común político de primer orden para la comunidad más próxima, redes de salud populares y comunitarias que enseñan en su hacer sobre la intrínseca relación entre bienestar de los cuerpos, de los territorios y de los vínculos comunales. Es en la multiplicación y densidad de este tipo de tramas y de tantas otras hermanadas donde verdaderamente se disputa el sentido profundo de lo político, que entienden que cuidar la democracia de los avances de las derechas cada vez más violentas y ecocidas no pasa por insistir en conservar (cada vez menos de) lo conquistado sino en cultivar prácticas e imaginarios de la política acordes al tiempo que nos toca habitar, arraigados a la tierra habitada y a la germinación de comunidades concretas orientadas al cuidado y goce de la buena vida acoplados a la trama biológica que el planeta nos ofrenda. Se trata de reinventar radicalmente múltiples democracias con sujetos políticos terráqueos, conscientes de su procedencia y dependencia de la Tierra. Una política realista, seria y coherente para este tiempo, aunque las narrativas dominantes de variadas raigambres ideológicas insistan con sus viejas recetas en un planeta que arde.

*Leonardo Rossi: es parte del Colectivo de Investigación de Ecología Política del Sur (IRES-Conicet-Universidad Nacional de Catamarca).

Fuente: https://agenciatierraviva.com.ar/campanas-electorales-distopicas-y-democracias-sin-pueblos/

Tomado de: CONTRAHEGEMONÍAWEB

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