España – Contra los que piensan como yo

Por Santiago Alba Rico

Haré dos confesiones. La primera: apoyo la iniciativa llamada Sumar. La segunda: no siento el menor entusiasmo por el proyecto. De hecho, el domingo 2 de abril, al acabar el acto convocado en el Magariños de Madrid, me dejé llevar por un sentimiento negativo que con razón me reprochará Elizabeth Duval: la melancolía, título de su último y excelente libro.

Melancolía, ¿por qué? Se reunía de nuevo gente que se había ido dispersando a lo largo de los últimos años, lo que era objetivamente bueno; se oyeron de nuevo discursos adánicos, transversales, integradores, de recomienzo tonificante más allá de las filas izquierdistas en que nos hemos encerrado otra vez, y ese era uno de los propósitos cumplidos del acto; se consagraba un nuevo liderazgo que concita consensos y esperanzas, algo que solo podemos criticar con reservas los que aplaudimos en su momento a Pablo Iglesias e Íñigo Errejón. Todo salió, en definitiva, a pedir de boca.

¿Por qué entonces la melancolía? Porque toda repetición es melancólica. Porque toda repetición es un sepelio. Para los que hace ya nueve años vivimos la irrupción de Podemos más o menos desde dentro y con muchísima ilusión, ese fantasma, presente en todo momento, bloqueaba la emoción. Como nada se repite dos veces de la misma manera y en las mismas condiciones, la historia de estos años, en parte exaltante, en parte muy frustrante, daba a todo un aire al mismo tiempo paródico y funeral. Hace falta repetir un acontecimiento para dejarlo atrás, es cierto; y hay que dejar atrás el acontecimiento llamado “nueva política” para hacer de nuevo política. Pero la repetición Magariños era sin duda asimismo un entierro: ahí se cerraron oficialmente el pasado 2 de abril los últimos nueve años de esperanza transformadora desde la izquierda y contra la izquierda. El eco de Magariños clausuró la experiencia abierta, para bien y para mal, en Vistalegre I y, si se extiende la vista un poco más atrás, también la de ese 15M que para muchos de los jóvenes que votarán a Sumar (espero) no significa ya nada.

Toda repetición es un sepelio, pero toda repetición es también una novedad. De hecho, las novedades (en biología y en política) son repeticiones fallidas. La repetición Magariños fue un sepelio y una resurrección. Ha supuesto, por ejemplo, la resurrección como protagonista de IU, fuerza que el 15M y el primer Podemos parecieron descolgar para siempre del pelotón de la historia de nuestro país. No me puede hacer ilusión, la verdad, que vuelva IU. Ahora bien, como toda repetición es diferencia -pues se produce en otro tiempo, en otros cuerpos y en otras circunstancias-, esta inesperada resurrección resucita a una IU vapuleada que ha pasado por un gobierno, cuyo discurso se ha vuelto mucho más “podemita” y que está obligada a negociar sin parar con otras organizaciones y otros proyectos. Sumar no es simplemente una IU que, tras años de entrelazamientos pugilísticos, ha intercambiado los papeles con Podemos. Sumar choca -y esto es lo bueno- con la historia de algunos de sus componentes, incluso con lo que cada uno de ellos desearía íntimamente ser: Sumar es, como escribía hace poco, un “tinglado”, la única posibilidad en estos momentos de construir un frágil cobertizo donde puedan cobijarse no los partidos políticos (y sus miserias) sino todos esos votantes que han dejado de votar o que aún no saben a quién votar.

Magariños ha sido una repetición en un atolladero. No vamos a trazar la genealogía histórica de ese cepo. Conformémonos con decir que Sumar surge de (y en) la evidencia de una contracción fatal en un momento en el que la desilusión colinda con la desdemocratización general y el crecimiento de una derecha fanáticamente iliberal. Podemos nació hace nueve años con la convicción de que, para transformar el país, era necesario interpelar y convocar a “los que faltan”; nueve años después Sumar nace desde la convicción de que “los que faltan” son necesarios para -sencillamente- conservar lo obtenido. Lo sabemos. La izquierda sola no puede ganar las elecciones. La izquierda sola no puede gobernar. Pero para gobernar con el PSOE son imprescindibles todos los votos. Todos los votos y tres más. Ahora bien, para conseguir esos votos hay que dejar a un lado estos cálculos izquierdistas y apostar, como hace nueve años, por un discurso adánico, tonificante, transversal, integrador, que interpele a todos aquellos a quienes Podemos en solitario ya no puede incorporar. Sumar, por tanto, no debe tener en cuenta mi melancolía, debe dejarla también atrás. No debe intentar convencerme a mí o a los que son como yo. No debe interpelar a la razón sino a la esperanza; no a la repetición sino a la resurrección (ocultando a IU en un rincón).

Esta repetición es un atolladero porque se llega a ella en peores condiciones, y porque esos tres votos más que se necesitan pueden perderse en cualquiera de las combinaciones que se produzcan mediante la llamada “unidad de la izquierda” (qué pereza pronunciar esa palabra). Cada vez que se quiera incorporar un votante por un lado se puede perder por el otro. ¿Es seguro que la suma de Podemos y Sumar garantiza automáticamente un subidón de espuma? Quizás no. El descosido es tan grande que conozco gente que se apartaría de Sumar si Podemos entrase en la plataforma de Yolanda Díaz y gente que, de no hacerlo, dejaría de votar a Podemos. Queda tiempo y todos las cuentas pueden estar equivocadas. Esa es una buena razón para dejar al margen todo cálculo y toda melancolía; y dejarse llevar por la decontracción que reflejan ya las primeras encuestas. Se incorpore quien se incorpore (ojalá lo hagan todos) y a la espera de conocer el programa que ha diseñado el equipo de Yolanda Díaz durante estos meses (y su estrategia para las elecciones del 28 de mayo), es necesario seguir interpelando a los que están hartos de los partidos y de la “unidad de la izquierda”, a los que no han decidido sus votos, a los que están pensando en abstenerse o van a votar por primera vez.

Sumar no debe ser una propuesta para viejos melancólicos que quieren salvar los muebles, pero tampoco para votantes sin ganas que eventualmente podrían votar (y votarán) al PSOE. Sánchez, de manera inteligente, está haciendo como yo: dar por supuesto que la izquierda del PSOE no puede ganar y que, en todo caso, es necesaria para renovar el gobierno, a la manera de una muleta o un monaguillo. Nadie a la izquierda del PSOE (ni entre los abstencionistas enrabietados y descontentos que han perdido su lugar o no lo han tenido nunca) votaría a un peón del PSOE. No puede ser ese el discurso de Sumar. Sumar tiene que hablar a todos y, al mismo tiempo, desmarcarse de Sánchez para disputar públicamente su hegemonía; tiene que presentarse no como cayado subsidiario en el que apoyar un gobierno blandito de coalición (aunque los viejos melancólicos sepamos que es lo más a que podemos aspirar) sino como una verdadera alternativa de poder. Yolanda Díaz, como dejó claro en la repetición Magariños, no quiere ser vicepresidenta sino presidenta de España. Hace falta decirlo en voz muy alta, y reflejarlo en programas de gobierno alternativos y transformadores, para quedarse -de momento- un poco por debajo de esa línea.

Sumar, si quiere empatar, tiene que querer ganar; Sumar, si quiere conservar lo obtenido, tiene que querer transformar España. Eso es lo que espera la mucha gente que sí se emocionó en el acto de presentación: no una repetición ni un sepelio: tampoco un “asalto a los cielos”: algo sencillamente que celebrar.

En cuanto a los melancólicos, escuchadlos, pero no los sigáis.

Tomado de publico.es

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