26/02/2023

Imagen de la destrucción de Kiev durante la guerra.- EUROPA PRESS

Un año después de la criminal invasión de Ucrania nadie tiene ni idea de cómo salir del atolladero en el que nos ha metido Rusia. Tenemos apenas dos certezas: la de que Rusia es responsable de un delito mayor (el mayor de los delitos) contra la paz mundial y la de que la invasión ha revelado la debilidad de Europa. Pues no. No tenemos ni siquiera esas dos certezas.

Sobre la primera algunas voces díscolas, de derechas y de izquierdas, exponen sus dudas. Hay, digamos, dos relatos. Según el primero, todo lo que ocurre en Ucrania ocurre en realidad en EEUU, responsable último de la acción defensiva de Putin, quien habría respondido así al creciente cerco de la OTAN para proteger su legítimo “espacio vital”. De esta manera el pueblo ucraniano sería solamente un peón de la gran potencia estadounidense, cuyos intereses imperiales buscarían, al mismo tiempo, la destrucción de Rusia y la sumisión de la UE. Según este relato, las fuerzas atlantistas estarían procediendo a un rearme peligrosísimo de Europa, alentando sobre el terreno una irresponsable escalada militar mediante el envío de armas a Ucrania e impidiendo o boicoteando, por eso mismo, las negociaciones que Rusia habría estado ofreciendo desde el principio.

El segundo relato sostiene que Rusia es la única responsable de la invasión; que Ucrania tiene derecho a defenderse y derecho también, por tanto, a los medios para hacerlo; que el pueblo ucraniano merece nuestra solidaridad y reconocimiento como víctima y como agente soberano de su propio destino; que Putin no solo no quiere negociar sino que busca y necesita una victoria militar, como lo demuestra la movilización de reservistas, la anexión del Donbás y sus declaraciones explícitas durante la “celebración” del primer año de guerra; y que la victoria de Rusia, en definitiva, sería una calamidad para la democracia y la seguridad en Europa y para la paz mundial.

El primer relato es fundamentalmente falso. El segundo, en boca de nuestros dirigentes atlantistas, fundamentalmente hipócrita.

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Pues bien, una parte de la izquierda española (y mundial) ha decidido denunciar y combatir la hipocresía, aun a riesgo de aceptar y a veces alimentar un relato falso y de justificar o incluso apoyar la invasión rusa y sus consecuencias. Sobrados de razón, no soportan que EEUU, malandrín imperial, hable de paz, democracia y crímenes contra la humanidad, y ello hasta el punto de no acabar de creerse que Ucrania, armada por países de la OTAN, haya sido realmente invadida, parcialmente ocupada y brutalmente bombardeada. Les repugna, no sin motivos, la empalagosa apoteosis de Zelensky, pero no prestan ninguna atención ni a las víctimas civiles de los crímenes rusos, que muchas veces niegan, ni a las voces de la izquierda ucraniana que luchan al mismo tiempo por su país y contra su gobierno. Les irritan, no sin motivo, los epinicios morales e insisten en que “esto no va de buenos y malos”, pero respetan más los “intereses” rusos que los de EEUU, cuya “maldad”, siempre presupuesta, mide por contraste la bondad de sus enemigos. Aferrados a “un criterio absoluto de mentira”, encarnado en Washington, se resisten a reconocer que los “intereses” más estrechos a veces se defienden de manera más efectiva dentro de la “verdad” y del Derecho internacional (o que, como decía Sartre, el poder usa la verdad cuando no tiene una mentira mejor) y por eso, frente a la propaganda atlantista y su relato hipócrita y verdadero, empiezan dando lecciones de sesuda y displicente geostrategia y acaban fuera de las NNUU y la democracia, blanqueando, cuando no ensalzando, las invasiones buenas y las dictaduras liberadoras. Frente a la hipocresía occidental y la felonía ontológica del imperialismo yanqui, con su geometría variable, este sector de la izquierda está sinceramente convencido de que la propaganda rusa dice la verdad que nuestros medios ocultan y de que la autocracia rusa, fuerza de contención anti-estadounidense, es más democrática y más plural que las democracias parlamentarias subsidiarias del imperio. Algo así ya ocurrió hace doce años respecto de las “revoluciones árabes” -y sobre todo Siria- cuando esa minoría estalibana europea, guiada por Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua, abandonó a los pueblos que reclamaban “pan y dignidad”, apoyó a dictadores asesinos, como Gadafi y Bachar Al-Asad, y entregó la causa de la libertad a las “hipócritas” potencias occidentales que habían utilizado o tolerado su existencia. Se dirá con fundamento que a los sirios se los podía sacrificar (y dejar a merced de Rusia, Irán y el soberano carnicero local) sin molestar a nadie y que a los ucranianos sólo se los puede apoyar sacudiendo la estabilidad de Europa, pero me gustaría que los finos estrategas de la izquierda rojirojísima lo expresasen exactamente así, sin alharacas retóricas ni sofismas pacifistas. En Europa esa izquierda sigue siendo probablemente una minoría, pero una minoría más poderosa que nunca: porque tiene medios de comunicación de notable difusión y a veces representación en el gobierno, como ocurre en España; y porque su discurso se solapa con el de la robusta y acechante extrema derecha europea.

Se me dirá con razón que, si el relato falso acaba haciéndose cómplice de Putin, el relato hipócrita, por muy verdadero que sea, acaba haciéndose cómplice del envío de armas a Ucrania y de la “escalada bélica” occidental. Pues sí. Es inevitable. Lo asumo. El rearme de Europa, no lo olvidemos, es consecuencia de la invasión rusa y habría tenido lugar incluso si esta hubiese obtenido una fulminante y aplastante victoria. De ese cepo hay difícil salida. El pujante negocio de las armas necesita pocos pretextos para aumentar su producción, pero hay que reconocer que una invasión militar que pone en jaque la seguridad europea es uno de los mejores pretextos imaginables. En todo caso, la inesperada resistencia ucraniana impidió felizmente la ocupación total del país, de manera que las armas que se envían desde la UE y desde EEUU, al mismo tiempo que  prolongan la guerra, garantizan el inalienable derecho a la defensa que la justicia y la ONU reconocen a todo pueblo agredido. ¿Cuál sería la alternativa? Ese sector de la izquierda lo tiene muy claro: la denomina “paz”: una exigencia de paz -es decir- dirigida en voz alta, tonante, imperativa, no a la Rusia agresora que ha invadido Ucrania sino a EEUU y la OTAN, que estarían hipócritamente defendiéndola.

Ahora bien, ¿qué pasaría si se dejaran de enviar armas a Ucrania? Llama aquí la atención la fabulosa ingenuidad de estos minuciosos geoestrategas que, siempre centrados en “relaciones de fuerzas” y “geopolítica de intereses”, se vuelven de pronto pacifistas puros, convencidos de que el agresor dará marcha atrás y devolverá los territorios conquistados apenas la víctima se vea desarmada y sin defensa. Como bien se pregunta Hibai Arbide en un magnífico artículo: de esta manera, ¿se está pidiendo la paz o la rendición de Ucrania? El envío de armas, recordémoslo de nuevo, es consecuencia de la agresión armada de Putin y, si esas armas prolongan la guerra, con los innegables peligros aparejados, es porque, mientras Rusia no retire sus tropas y se apreste a negociar, la prolongación de la guerra es la única manera de defender la soberanía de Ucrania, así como de obligar a Rusia a sentarse a una mesa de diálogo. Todos estamos a favor de la paz o todos la nombramos, incluidos los invasores, los dictadores, los hipócritas y los izquierdistas. Pero esa paz habrá que llenarla de contenido. ¿Qué proponen nuestros conversos pacifistas y cómo piensan hacer realidad sus propuestas? ¿Paz a cambio de territorios? ¿De cuáles? ¿Paz con rendición ucraniana? ¿Paz con concesiones recíprocas? ¿De qué tipo? ¿Paz con un nuevo acuerdo multilateral de seguridad europea? No podemos pronunciar la palabra paz, y menos de manera regañona y en la dirección equivocada, sin aceptar que cualquier alto el fuego y cualquier acuerdo -bienvenidos sean- será imposible o fragilísimo mientras Rusia no retire sus tropas y Putin y el putinismo no sean desalojados del poder por sus propios ciudadanos. Esta dificultad da toda la medida del atolladero presente, que no puede ser resuelto con una jaculatoria radical al viento. La izquierda verde clarito, a la que pertenezco, debería tener claro al menos esto: la diferencia entre víctimas y victimarios (no entre buenos y malos) y la necesidad de apoyar, al mismo tiempo, a los pacifistas rusos y a los soldados ucranianos. La prolongación de la guerra, es cierto, nos convierte en “corresponsables”, como dice Habermas, y ello obliga a la UE y EEUU a no caer en la trampa a la que Putin quiere atraerlos: la de una respuesta siempre al alza que dé la razón a la propaganda rusa en torno a la “amenaza existencial” y lleve la escalada militar a un enfrentamiento directo entre potencias nucleares. La idea de “corresponsabilidad”, en todo caso, es solo la descripción del nuevo y terrible marasmo generado por la invasión rusa; a partir de ella, Europa no tiene ya ninguna posibilidad de mantenerse indemne.

Porque esa es la única certeza que, un año después, compartimos todos: la de que la invasión rusa de Ucrania reveló los límites del proyecto europeo. Al menos en tres aspectos: su dependencia energética de Rusia, su dependencia defensiva de EEUU y su fragilidad democrática. Respecto de la primera -error que hoy se reprocha a Merkel- no deja de llamar la atención que ese sector de la izquierda, muy severo con las blandenguerías de clase media, haya repetido la amenaza propagandística rusa del “frío invernal” en las casas europeas para cuestionar, en nombre del pragmatismo y el consumo, la solidaridad con Ucrania. Respecto de la segunda, ha sido la invasión rusa la que ha hecho a la UE más dependiente que nunca de una OTAN que estaba muy debilitada y para la que no hay, por desgracia, alternativa europea. Por fin, en lo que se refiere a la democracia, ya fragilizada en todo el mundo antes de la invasión, en la UE parece infiltrarse, por vía intravenosa, el contagio ruso: pensemos en los gobiernos iliberales de Hungría, Polonia o Italia y en el no desdeñable rojipardismo rusófilo, pero pensemos asimismo, por ejemplo, en el encarcelamiento ilegal, hace ya un año, del periodista Pablo González en Polonia. Cuando se cumple el primer año de la invasión, en fin, sabemos solo dos cosas: una, que Europa está en un aprieto para el que no hay ninguna respuesta evidente; dos, que esa izquierda heredera del campismo del siglo XX, a fuerza de denunciar la hipocresía atlantista antes que la violación criminal del derecho internacional, ha decidido entregar a los hipócritas las causas de la libertad, la soberanía y el derecho mismo y a las ultraderechas conspiracionistas y putinianas las necesarias críticas a la democracia europea que ellas mismas amenazan.